Domingo de Resurreción, en Sevilla

Las campanas de la Giralda nos han despertado, esta mañana, tocando a gloria: giran y giran, asustan a los pájaros, sacan de la cama a los dormilones... Joaquín Romero Murube, que tuvo siempre a «Sevilla en los labios» (es el título de uno de sus libros) resumía, en esos sonidos, el gozo de este Domingo: «Es el cuerpo de Dios lleno de alas, flores y luces. ¡Campanas, campanas, campanas!».

La resurrección de Jesucristo es uno de los mayores misterios de la fe cristiana. Lo cuentan los evangelistas con sencilla poesía: tres mujeres, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé, han comprado perfumes para embalsamar a Jesús y acuden a su sepulcro. Les preocupa cómo podrán correr la gran piedra de la entrada (el detalle concreto que añade realismo al relato). Se asombran cuando ven que ya la han movido y un joven, vestido con una túnica blanca, les anuncia que Jesús ha resucitado.

Es el mismo Cristo glorioso que le dice a Juan, en el «Apocalipsis»: «Estuve muerto pero ahora vivo para siempre y guardo en mi poder las llaves de la muerte y del abismo». De ahí nace toda nuestra esperanza, escribe Pablo a los Corintios: «Sabiendo que el que ha resucitado a Jesús, el Señor, nos resucitará también a nosotros». La triunfal conclusión ha sido glosada muchas veces por los escritores contemporáneos, de Daniel Rops a Graham Greene: «Muerte, ¿dónde está tu victoria?». En Sevilla, ha triunfado la Cruz sobre la muerte («la Canina») y sobre el pecado («el Dragón»).

Siguen sonando las campanas de la Giralda, esta mañana. Ya ha concluido la tristeza de la Semana Santa; aunque la de esta ciudad, con su barroca belleza, sea tan poco triste. Se ha recogido en su capilla el Silencio; ha cruzado el Puente de Triana el Cachorro; han desfilado, con su ingenua teatralidad, los «armaos» de la Macarena. Este Domingo, simbólicamente, ha llegado a Sevilla el gozo de la primavera y la ciudad se empapa de aromas: el azahar, las magnolias, las lilas, los lirios, las jacarandas...

¿Quién puede permanecer insensible a esta resurrección de la belleza? La cantó en un soneto el «cura pelirrojo», Antonio Vivaldi, antes de que lo hicieran sus violines: «Llega la Primavera. La saludan los ángeles, con canto alegre; las fuentes; el suspirar de los céfiros, con dulce murmullo». Y los jóvenes goliardos de los «Carmina Burana»: «El sol... revela de nuevo al mundo / el rostro de abril. / Hacia Amor se encamina / el alma de los hombres...» ¿A dónde mejor podríamos ir?

En primavera, el sevillano Manuel Machado sueña con «el sotto voce balbuciente, oscuro / de la primer lujuria». Y su hermano Antonio, más púdico, con el olmo seco, centenario, al que «con las lluvias de abril y el sol de mayo / algunas hojas verdes le han salido».

Por fortuna, seguimos en Sevilla. Un inglés que estudió «el alma de España», Havelock Ellis, resumía su visión de esta tierra: «Nada puede compararse a Sevilla en abril». ¿Alguien puede dudarlo?

Esta mañana, pasearemos por sus viejas calles, saboreando hasta sus nombres: Cuna, Muerte, Gloria, Vida, Agua, Aire... Por las gradas de la Catedral o la Plaza del Pan, seguiremos las huellas de Cervantes, nuestro padre común, que definió a Sevilla como «Roma triunfante en ánimo y nobleza». Si amamos la ópera, iremos en busca de «Don Giovanni», del «Barbero», de la cigarrera «Carmen»: ese «pájaro rebelde» que, para seducir a don José, le ofrece lo más embriagador, la libertad de amar.

Pero en Sevilla, este Domingo de Resurrección, todos los caminos conducen a la Plaza de los Toros. Con el ingenio que a algunos da esta tierra, nos aclara Antonio Burgos que Cristo ha resucitado para poder ir por la tarde a los toros, a ver a Curro Romero...

Ésta es, sin duda, la más hermosa corrida del año. No hablo del cartel ni del resultado, sino de algo anterior, más profundo: la Fiesta en la que todos participamos, la comunión popular con la belleza. Comenzando, claro está, por el coso del Arenal, que resplandece, al sol, como una joya: el ruedo elíptico, la cal blanca, el albero luminoso, los arcos desiguales, los óculos por los que llega la brisa del río. En los grabados románticos vemos cómo asomaba, por encima del graderío, la mole imponente de la Catedral, la esbeltez de la Giralda... Desde Madrid, enfermo de nostalgia, Rafael Montesinos se inventaba un verbo: la luz sevillana «giraldea gozosa sobre el viento».

Pero no es sólo cuestión de la belleza arquitectónica; también, del talante de un público entendido, de su especial sensibilidad para apreciar el toreo: la gracia –precisaba el maestro Pepe Luis– que no está reñida con la profundidad. Huyamos de los tópicos, de las simplificaciones: en el mismo pueblo, Camas, han nacido dos artistas tan distintos como Paco Camino y Curro Romero; de la misma ciudad son los dos polos máximos de este arte, Joselito y Juan Belmonte. En el Hospital de la Caridad, junto a la Plaza, tan sevillanas son las negruras de las «Postrimerías» de Valdés Leal como las azules Inmaculadas y los cielos de color de rosa de Murillo. Lo definió genialmente García Lorca, hablando de Sánchez Mejías: «Aire de Roma andaluza»; es decir, la razón y la pasión; la geometría y la música; la lógica y la mística... Sevilla.

Vuelvo a citar a Antonio Burgos: para el sevillano, «sacar la almohadilla en la Maestranza es el gran rito primaveral»; también –añado yo– para los que tenemos la fortuna de estar aquí, esta tarde: igual que los que escuchan una ópera, en la Scala de Milán, o presencian una tragedia de Shakespeare, en Stratford...

Esta tarde, se cortarán orejas o no: no importa. Vamos a asistir, en un escenario privilegiado, a un espectáculo único: la Fiesta donde ese «duende español» que define Lorca adquiere resonancias más emocionantes.

Cuentan que, en las tardes poco lucidas, en esta Plaza de los Toros, Juan Belmonte solía canturrear, por lo bajo, una copla: «Siempre te estoy esperando / y nunca llegas / a horita cierta...» Así ha sido, desde Shakespeare a Dashiell Hammett , y así seguirá siendo «el sueño eterno» del arte.

Al acabar la corrida, este Domingo, nos demoraremos un poco, en la terraza que da al río. Admiraremos el agua rosada, la luz que se va apagando; sentiremos, como una herida, la emoción de la belleza fugitiva: «Contemplando / cómo se pasa la vida...». Y rogaremos a Dios volver a estar, el próximo Domingo de Resurrección, en Sevilla.

Andrés Amorós, escritor y catedrático de Literatura de la Universidad Complutense.

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