¿Dominó o diluvio?

"Esto no es el final. Ni siquiera es el principio del final", dijo Winston Churchill en noviembre de 1942. "Pero quizá sea el final del principio". Podríamos llegar al mismo diagnóstico tras observar los acontecimientos de las últimas semanas en el mundo árabe y, sobre todo, en Túnez y Egipto.

Por apasionantes y espectaculares que sean, los acontecimientos no constituyen una verdadera sorpresa. Hacía mucho tiempo que los dirigentes de ambos países, Zin el Abidin Ben Ali y Hosni Mubarak, eran impopulares y que se esperaba que abandonaran el poder. Se podría haber previsto sin dificultad que eso sucedería muy deprisa, aunque seguramente no como consecuencia de un suicidio a lo bonzo de un modesto vendedor de fruta tunecino.

Como los imperios, todas las dictaduras terminan cayendo. La cuestión es siempre cómo y cuándo lo harán, y qué vendrá después. En este terreno, no hay garantías. Sólo algunos escasísimos dictadores consiguen ceder el poder sin contratiempos y morir en la cama. Y ese hecho tiene tanta relación con el carácter de sus sociedades e instituciones como con el del propio individuo.

Los precedentes recientes también importan. Recordemos, por ejemplo, la visita a Cuba de un conocido político de la derecha chilena para cuidar a su hijo, que estaba recibiendo tratamiento médico en la isla. Al poco de su llegada, fue recibido por Fidel Castro, quien le preguntó directamente: "¿Cómo lo hizo Pinochet?".

Buena parte de la atención de los medios de comunicación occidentales se ha centrado en el papel de Estados Unidos en la crisis egipcia. Y es que fue en El Cairo donde a principios de su mandato Obama anunció una nueva apertura al mundo musulmán e hizo especial énfasis en la dignidad de los musulmanes de todo el mundo. Los manifestantes que salen hoy a la calle en Egipto y otras partes piden muchas cosas, pero casi todos colocan la dignidad en la cabecera de la lista. Quieren que sus gobernantes respeten la dignidad del individuo y los derechos de cada persona a buscar una vida mejor.

Durante muchas décadas, demasiadas personas han vivido reprimidas en Oriente Medio. Alcanzar una buena vida ha sido un lujo para la mayoría.

Sin embargo, Estados Unidos y el presidente Obama en particular se encuentran en una posición incómoda. Mubarak ha gobernado durante casi tres décadas el más grande e importante de los países árabes. No hay una alternativa cómoda y familiar. Todos están mirando hacia un futuro inescrutable. Los millones de egipcios que desean ver el final del dominio de Mubarak apenas han mencionado esa preocupación: que se vaya y todo irá mejor, no importa lo que venga después.

Ahora bien, pocos estadounidenses (y, en especial, aquellos cuya tarea es ocuparse de Oriente Medio) lo ven de la misma manera. Mubarak ha sido el aliado árabe más leal y el mayor receptor de la generosidad estadounidense. Durante años, toda la política de Estados Unidos en relación con Oriente Medio se ha basado en el aislado éxito de los acuerdos de Camp David. Son muchos en ese país los que temen las desconocidas consecuencias de un rechazo a dichos acuerdos o de la sustitución del régimen de Mubarak por otro menos amistoso, aunque democrático (como todos esperamos).

El gran "elefante en la habitación", como dicen los estadounidenses para referirse a un problema que nadie quiere reconocer, es, por supuesto, Israel. También los israelíes están muy preocupados por el futuro inmediato de su vecino; muchas cosas dependen de la cooperación con Egipto, y las menores no son la paz y la estabilidad tan arduamente ganadas en la primera mitad de su corta historia como país independiente. No cabe duda, por otra parte, de que las preocupaciones israelíes se encuentran entre las prioridades del pensamiento de Estados Unidos, el principal aliado de Israel. Todo esto es lógico, aunque resulta en cierta medida triste que un levantamiento tan generalizado y, en apariencia, auténtico pueda verse frustrado por la ambivalencia de la lejana superpotencia que ha apelado de forma más sistemática a la libertad y la democracia en todo el mundo y, sobre todo, en Oriente Medio. Las luchas en las calles de Egipto, Túnez, Jordania, Yemen y otros países tienen que ver con la situación en esos lugares; no con Israel, Estados Unidos ni Irán, ni con religiones ni ideologías abstractas, sino con la vida real, con demandas básicas.

No obstante, cualquier estudioso de la historia de los levantamientos populares (en especial, de los que son tan multitudinarios como parecen ser los actuales) sabe lo difícil que puede ser desenredar lo cotidiano y lo abstracto. Lo que estamos viendo ahora no es una sociedad inmersa en discusiones y debates; es una formidable insurrección, intensamente emocional, cuya trayectoria resulta imposible de predecir.

Algún día la gente preguntará: ¿no se pudo prever todo esto? ¿Qué se pudo haber hecho para atenuar la situación? Es verdad que durante años los supuestos aliados de los dictadores árabes han estado instándolos a abordar reformas; algunos, como el rey Abdalah de Jordania, hicieron lo que pareció un sincero esfuerzo por seguir los consejos, aunque acabaron abandonándolo. Como han hecho los gobernantes desde el principio de los tiempos, su objetivo es ante todo permanecer en el poder; responden, en primer lugar, a los grupos y electores que les son más leales y más esenciales para mantener su posición, y tienen un interés cada vez mayor en la perpetuación del statu quo. Ese statu quo se vuelve, a su vez, cada vez más frágil. Y el ciclo continúa. Hasta que todo estalla.

El hoy desacreditado enfoque estadounidense a ese dilema fue el radical: hacer borrón y cuenta nueva. Invadir un país, derrocar al dictador y empezar de nuevo. Si hubo quienes pensaron que en Iraq eso podía funcionar y lograr de la noche a la mañana la transformación del país en un modelo árabe de buen gobierno, ahora están muy silenciosos. A la mayoría de los más fervientes partidarios de la invasión de Iraq en nombre de la democracia no les gusta lo que están viendo en Egipto y otros lugares cercanos.

Y esta es otra triste paradoja de Oriente Medio, una paradoja que se remonta a 1919, cuando los estadistas reunidos en Versalles desestimaron las peticiones de los dirigentes árabes alegando que no estaban preparados para la autodeterminación. Por desgracia, los descendientes de algunos de esos dirigentes aún siguen en el poder.

Sólo nos cabe esperar, de alguna manera, una única alternativa: que una transformación gradual encuentre un modo de materializarse, no sólo en el Oriente Medio árabe, sino dondequiera que una obstinada dictadura se niegue, bajo la amenaza de una violencia masiva, a ceder el poder. Aunque también esto está empezando a parecer, cada vez más, una esperanza vana. De todos modos, estamos sólo en el principio.

Por Kenneth Weisbrode, historiador del Instituto Universitario Europeo de Florencia. Traducción: Juan Gabriel López-Guix.

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