Don Andrés Bello y el lenguaje inclusivo

Seguramente, la primera obligación de un gobernante es la de no crear problemas gratuitos. Son tantos y de tal envergadura los asuntos que les hemos encomendado y tantas y tamañas las dificultades que tienen que afrontar para resolverlos, que inventar problemas falsos y perder el tiempo en ellos no tiene perdón. Ya sé que hay responsables políticos que creen que entre sus cometidos está el de distraer la atención pública creando escándalos o polémicas inútiles que sirven para ocultar la realidad, pero a nadie se le escapa que son astucias de mal gobernante.

Viene esta reflexión a cuento del llamado ‘lenguaje inclusivo’ que, a juzgar por el tiempo y el esfuerzo que algunos le dedican, se ha convertido en una preocupación principal de nuestros responsables públicos. Que la cosa carece de fundamento lo explicó muy bien la Real Academia de la Lengua cuando, a petición de la vicepresidenta del Gobierno, elaboró un informe sobre el uso del lenguaje inclusivo en la Constitución Española, en el que recordó que, «de acuerdo con la conciencia lingüística de los hispanohablantes y con la estructura gramatical y léxica de las lenguas románicas», «los términos en masculino que incluyen claramente su referencia a hombres y mujeres cuando el contexto deja suficientemente claro que ello es así» constituyen lenguaje inclusivo.

Pese a la autoridad de la que emana el informe, éste no ha apaciguado el ánimo de muchos de nuestros responsables públicos, que no han cejado en su empeño de ‘superar’ esa regla gramatical y hacer alarde de su ‘creatividad’. No seré yo quien les reproche tales arranques. Como liberal, creo que, aunque ninguna Constitución expresamente lo reconozca, todos tenemos derecho al propio ridículo. El que una ministra hable de «todas, todos y todes» no pasa de ser algo anecdótico; el que el presidente del Gobierno afirme que hay que evitar el conflicto «entre los catalanes y las catalanas» no viene en el fondo sino a añadir un matiz hasta ahora desconocido al inefable ‘problema catalán’...

La cosa se complica, sin embargo, cuando la ‘creatividad’ trasciende a la letra de la ley y este alarde de imaginación lingüística alcanza a la formulación de nuestras normas, porque entonces, salvo que se cree un nuevo canon de interpretación jurídica -¿la interpretación ‘agramatical o antigramatical’?-, el lío puede ser mayúsculo. Como muestra, un botón. En el ámbito de nuestra legislación laboral, el nuevo ‘hallazgo’ consiste en sustituir la expresión tradicional de ‘trabajador’ por la muy cursi y perifrástica de ‘persona trabajadora’; por cierto, que produce cierto sonrojo ver cómo, en aras de la corrección política, el sindicalismo de clase abandona sin embarazo el término al que está históricamente ligada toda su épica. Pero esto aparte, la nueva moda legiferante consiste en que cada vez que se lleva a cabo una modificación del Estatuto de los Trabajadores se sustituye el término ‘trabajador’ por el de “persona trabajadora’, de suerte que se está produciendo una diversificación terminológica que complica innecesariamente su lectura. Véase si no la ‘nueva’ letra d) del apartado 4 del artículo 12, referido a los trabajadores a tiempo parcial: «Las personas trabajadoras a tiempo parcial tendrán los mismos derechos que los trabajadores a tiempo completo». ¿Cómo debe interpretarse el nuevo precepto? ¿si ambos términos significan lo mismo por qué el legislador utiliza dos? ¿es el primero omnicomprensivo y se limita el segundo a los trabajadores masculinos? Siempre digo a mis alumnos que es obligación del buen intérprete de la ley presumir ‘iuris et de iure’ la inteligencia del legislador, es decir, sin que valga prueba en contrario, pero ciertamente a veces lo pone muy difícil.

Otra prueba de que el sueño inclusivo produce monstruos la ofrece el Boletín Oficial del Estado del pasado 28 de abril, que publica el Real Decreto 298/2021, de 27 de abril, por el que se modifican diversas normas reglamentarias en materia de seguridad industrial, y que contiene una larguísima disposición adicional única, titulada «Uso del lenguaje no sexista», cuyo tenor literal ahorro al lector, pero en virtud del cual las referencias que en su texto se hacen «a instalador, reparador, los trabajadores, los operarios cualificados...» ( y a continuación una larguísima lista) «deben entenderse hechas respectivamente a instalador o instaladora, reparador o reparadora, conservador o conservadora» ( y a continuación otra lista aún mayor). Es decir, que el legislador hace aquí suya en párrafo interminable la regla gramatical que siempre ha regido y rige en español.

A mi juicio, cuando el legislador legisla se debe a la lengua que usa. Está vinculado por el patrimonio cultural que su lengua representa, cuyo respeto constituye un presupuesto para el cabal ejercicio de la función que ejerce. El legislador no es dueño de la lengua que emplea sino un usuario más, cualificado eso sí, por la trascendencia y repercusión social de la utilización que hace de la misma, pero ni puede ni debe deformarla, manipularla o prostituirla. Es más, me atrevería a afirmar que, entre nosotros, el respeto del legislador al castellano y sus reglas es una exigencia claramente deducible del carácter oficial de nuestra lengua (art. 3.1 CE) y del principio constitucional de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), al que se menoscaba cuando se legisla ignorando su estructura y las reglas de la gramática española.

La asunción por el legislador de que en español el uso del masculino plural con sentido inclusivo es ‘absolutamente general’, como nos ha dicho la Academia, y que tal utilización ni invisibiliza ni resulta irrespetuosa con las mujeres, bastaría para conjurar los problemas a los que he aludido. Esta aproximación no solo es la más respetuosa con nuestra lengua, sino además la que resulta ser jurídicamente más precisa y literariamente más elegante.

No obstante, si se considerara necesario proclamar desde la ley este carácter inclusivo o reforzarlo, bien podría seguirse el ejemplo que desde su promulgación en 1855 ofrece el Código Civil chileno, que en su artículo 25 contiene un precepto, redactado de su puño y letra nada menos que por don Andrés Bello, poeta, gramático y jurista eminente, que reza así: «Las palabras hombre, persona, niño, adulto y otras semejantes que en su sentido general se aplican a individuos de la especie humana, sin distinción de sexo, se entenderán comprender ambos sexos en las disposiciones de las leyes, a menos que por la naturaleza de la disposición o el contexto se limiten manifiestamente a uno solo. Por el contrario, las palabras mujer, niña, viuda y otras semejantes, que designan el sexo femenino, no se aplicarán al otro sexo, a menos que expresamente las extienda la ley a él».

Francisco Pérez de los Cobos Orihuel es catedrático de Derecho de la Universidad Complutense.

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