Don Cigüeñón y el cigoñino

Una antigua leyenda bereber nos dice que las cigüeñas son seres humanos que, a fin de viajar y recorrer el mundo, se transforman en aves migratorias y, cumplido el objetivo, regresan a su tierra y recuperan su anterior condición. Apoyándose en ella, uno de los narradores que se turnan en el Círculo de Lectores de una novela mía evoca la historieta de un conocido: la de un marroquí cuya mujer emigró a Francia para trabajar en una fábrica de hilados y que, inquieto por la falta de noticias y movido por los celos, adopta la forma del ave y vuela con una bandada de éstas hasta el lugar en el que reside su cónyuge para descubrirla amigada con un francés. Los ardides de los que vale para provocar la ruptura de la pareja (plantarse de una volada en el lecho de ambos, ensuciarlo con sus deyecciones) cumplen su propósito; evocan en su esposa el país y familia remotos y la inducen a regresar al hogar.

Tal vez por dicha leyenda, las cigüeñas son muy respetadas en Marruecos y gozan de un estatus especial en el imaginario popular. Cuando Alí Bey -el catalán Domingo Badía- visitó el Imperio cherifiano hace poco más de dos siglos disfrazado de príncipe abasí, la ciudad de Marraquech disponía de un hospicio para ellas, pero no para las personas. Dicho albergue, conocido por Dar Bellarj, vendido, comprado y revendido por familias nobles de la Medina, subsistió hasta hace unas décadas -yo pude visitar su bello e inmenso patio cubierto de plumas y palomas muertas- hasta que una añorada mecenas, Suzanne Biederman, lo convirtió en un Centro Cultural cuyo emblema es el ave.

Pero mi relación con ésta es más personal y compleja. En el verano de 1996, el alcalde del barrio marrakchí en donde resido telefoneó a mi domicilio para decir que una cigüeña anidada en las murallas del antiguo palacio real se había caído de su nido y no podía volar. Preguntó al padre de uno de mis ahijados si quería acogerla en casa: había leído en algún diario que yo vivía al ritmo de las cigüeñas, que me iba a Europa con ellas y regresaba con ellas al Magreb. Naturalmente dije que sí, que sería mi huésped el tiempo que quisiera. Le hicieron así un nido en la terraza, la acomodaron en él y le dábamos diariamente pescadilla fresca. Según advertí, no estaba herida y deduje que había sido envenenada en alguno de los vertederos adonde vuelan en busca de alimento. De vez en cuando, se dejaba caer ruidosamente en el patio y subía la escalera a pata coja para posarse en una de las macetas de la galería del primer piso. Allí me retrataron con ella, en la foto que figura en la cubierta de la novela antes citada. Yo sabía que su estancia sería pasajera: las cigüeñas viven en pareja y, fuera cual fuera su sexo, no se adaptaría a una anormal soltería. Un día quiso probar fortuna, voló cien metros y se vino abajo. Unos vecinos la trajeron a casa y, en previsión de otro desfallecimiento, le puse un anillo finísimo en la pata con mi nombre y mi número de teléfono. Un señor francés me aconsejó que le cortara el plumaje de las alas y así no podría escapar. Mi respuesta fue tajante: no quiero presos políticos en casa; llegó necesitada, pero libre se irá. Unos días después desapareció por las buenas y la imagino en su querencia, felizmente apareada y con numerosos cigoñinos.

A menudo, estos últimos tiempos, voy a pasar un rato al caer la tarde en Kzadria, esto es, la Plaza de los Hojalateros, frente a la muralla del antiguo palacio saadí de El Badi. La contemplación de las docenas de nidos asentados en las esquinas del viejo recinto me concede una envidiable serenidad. Después de una jornada de trabajo y lectura encuentro allí la calma que necesito. El espectáculo varía de acuerdo a las estaciones y su interés se acentúa cuando, pasado el periodo de apareamiento, la hembra incuba los huevos (febrero-marzo), nacen las crías (abril) y empiezan las clases de vuelo a los cigoñinos (mayo).

Las zancudas migratorias son monógamas, cada pareja vive en su nido sin buscar pendencia con las otras: mientras el cigüeño procura la subsistencia para el resto de la familia, la hembra se ocupa de los pequeños. En mi abandono a la delicia de su vuelo ingrávido y veloz planeo, empecé a clasificarlas por profesiones. Las que posan en el repetidor de televisión, ingenieras. Las que anidan en los alminares de las mezquitas vecinas, místicas. Pensaba, en vista de su quietud y benignidad, que eran mejores que nosotros, los de la supuesta especie humana, hasta el día reciente en que, como dicen en Cuba, caí del altarito y aterricé con mis viejos huesos en tierra.

Estaba con una amiga en la terraza del café frontero de las murallas cuando divisamos una cría cuya cabeza sobresalía solitaria del nido. Sus progenitores no estaban allí (luego supimos que uno de ellos había desaparecido y el viudo había partido en busca de comida), y el cigüeño del nido vecino (el mayor y mejor armado del recinto) se dirigía al del huérfano no a prestarle auxilio sino a robarle. Cubría la distancia que los separaba con la suficiencia de un prócer camino de la tribuna en donde debe pronunciar su discurso y, cometido el latrocinio a la vista de todos, regresaba con ritmo pausado al propio nido, a su empinada vivienda de lujo, con el nuevo botín apresado en el pico.

Volvía y volvía, una y otra vez, con idéntico empaque y aire caciquil, al hogar desguarnecido y le arrebataba unos palitroques, un trozo de tela, un largo jirón de plástico, sin atender a la protesta muda del cigoñino, al que picoteaba con fuerza si intentaba alzarse o agitaba las alas, obligándole a acurrucarse en su maltrecho refugio.

¿Era un magnate inmobiliario al mando de su excavadora destrozando la vivienda de un infeliz nativo con miras a la construcción de un flamante complejo turístico? ¿Un alcalde de Marbella, el presidente de la Diputación de Castellón, el empresario Francisco Correa? Parecía un compendio de todos ellos: un favorecido por la Gracia, el pelotazo urbanístico y la especulación financiera.

¿Vestía -así creía verlo el tiempo de cerrar los ojos al espectáculo insoportable de los picotazos al cigoñino- un frac de académico, pechera impecable, corbata de Armani, complementos alares de Gucci o de otra marca de acrisolado prestigio?

Su desfachatez e impunidad indignaban a cualquiera y gritamos con fuerza ¡fuera, out! y como si el idioma local pudiera resultarle más familiar, ¡barra! El saqueador de pico blanco se detenía unos minutos, nos contemplaba y, tras comprobar que palabras no son hechos, volvía a las andadas. Decidimos entonces proveernos de un tirachinas y recabar la ayuda de un experto puntero. Pero detengo aquí la historia pues no incide en mi conclusión melancólica.

Si Dios nos creó, según dicen, a su imagen y semejanza no debe sentirse orgulloso de sí mismo si despierta de su siesta y se contempla en el espejo. Pensaba que las cigüeñas podrían procurarle algún consuelo, mas no es así.

Juan Goytisolo, escritor.