Don de lenguas, para qué os quiero

¿Y si para variar, en todo este debate sobre la guerra de lenguas en Cataluña, dejáramos de tener que ponernos trágicos y legalistas todo el rato? ¿Y si pudiéramos ver el tema bajo enfoques más humanos?

Cuando la gente me pregunta "por qué me he vuelto como me he vuelto" (sic), haciendo alusión, supongo, a mi tránsito desde una catalanidad más obediente y tranquila hacia una catalanidad más protestona y empoderada (pues así lo veo yo: defender la Constitución del 78, combatir el procés y reivindicar el bilingüismo es la primera obligación de un catalán con los pies en el suelo y el corazón en las alturas...), yo en cambio me pregunto a mí misma cómo y cuándo tantas buenas personas catalanas se dejaron enredar para renunciar a la maravillosa unidad antifranquista de los orígenes para caer en una confrontación entre catalán y español que habría hecho las delicias, precisamente, de Franco?

Es fácil olvidar quiénes somos, de dónde venimos y a qué debemos aspirar si no nos fijamos en la letra pequeña de las grandes decisiones políticas. En cómo estas grandes decisiones afectan el día a día. Pondré un ejemplo que tiene que ver con el despertar de mi desconfianza hacia los postulados del catalanismo político. Cuando todo un Ramon Trías Fargas podía asegurar ante los ponentes constitucionales que nunca, nunca, nunca, se obligaría a un niño catalán cuya lengua materna fuera el español a renunciar a su lengua materna en la enseñanza... ¿De verdad nos hemos podido olvidar de que se prometía eso? ¿De que la superioridad moral de todos los defensores de la libertad en Cataluña, libertad de lenguas y de todo lo demás, se basaba precisamente en eso, en no permitir que se repitieran jamás ciertas injusticias?

Injusticias como que un jovencísimo camarero en un bar de Sabadell fuera requerido por un cliente para traerle "pebre" (pimienta), que el pobre no lo entendiera y, azorado, pidiera por favor si se lo podía decir en español. Y el cliente, apercibido de su súbita posición de superioridad allá donde probablemente sus padres o sus abuelos la padecieron de inferioridad (¡aquí se habla en cristiano!), en lugar de anteponer la libertad y el futuro, antepusiera el pasado y el rencor. "Pebre, collons! T'he dit que em portis pebre!" ("¡Pimienta, cojones! ¡Te he dicho que me traigas pimienta!"). Y el jovencísimo camarero quién sabe si recién inmigrado, blanco como la cera, sin saber cómo salir de allí... Hasta que yo ya no me pude aguantar más e intervine en el siguiente plan:

Al camarero: "Trae pimienta por favor".

Al cliente: "Vostè és un mal català i una mala persona, no li fa vergonya?" ("Usted es un mal catalán y una mala persona, ¿no le da vergüenza?").

Es increíble la cantidad de tiempo que hemos perdido dejándonos enfrentar a los unos con los otros en nombre de la lengua, de las lenguas, en lugar de reivindicando nuestros derechos y nuestra unión. La unanimidad inicial en torno a las primeras leyes de normalización lingüística que emanaron del Parlament de Catalunya reflejaban la aspiración a un consenso que, si entonces todavía no era completamente sentido ni real, en teoría lo teníamos todo a favor para que así fuese. Para que ni la catalanofobia ni la hispanofobia volvieran a poder tener cabida en nuestra convivencia ni en nuestra sociedad.

No me cansaré nunca de repetirlo, porque así lo siento desde que tengo don de lenguas y uso de razón: las batallas lingüísticas no las gana nadie. Las perdemos todos. Porque no sufren las lenguas en sí (más indestructibles de lo que parece, gracias a Dios), ni es sólo un frío tema de cumplir o no cumplir sentencias y leyes. Sufren las personas, todos y cada uno de los hablantes de esas lenguas. Cuando se ve el bilingüismo como una derrota y no como una gran oportunidad, vamos todos y cada uno de cabeza al abismo. Y a una tristeza sin fin.

La sentencia que obliga a impartir al menos un 25% de las horas en castellano en las aulas catalanas no es un engendro fascista, como interesadamente sostienen los vividores de la confrontación lingüística, ni es ni debe ser vista como un marrón por aquellos partidos de los que depende que la centralidad política catalana y española no derrape hacia unos lamentables extremos. Este fallo de la Justicia, ganado a pulso por miles de familias, debe ser no ya respetado sino incluso festejado como la primera ventana que se abre en mucho tiempo para que corra el aire.

Puede ser el primer paso para enmendar todos los errores cometidos, para deshacer la bifurcación mal hecha que nos alejó de los grandes consensos por la libertad, para desatar los nudos sofocantes de la inmersión monolingüe forzosa que tanto daño nos han hecho también a los que nos negamos a admitir que la hermosísima lengua catalana pueda reducirse a un juguete hispanófobo... ¡Es una ocasión de oro para reencontrarnos en el punto de partida y empezar a hacer las cosas bien!

Desconfíen de quienes les pidan su apoyo a un "pacto por el catalán". O "para el español". Miren la luna, no el dedo que la señala: el pacto que realmente cuenta y nos hace falta tiene que ser por el bilingüismo, con el 25% de cualquier lengua oficial en Cataluña como punto de partida, no de llegada. Y a partir de ahí... todo es posible. Todo lo mejor.

Eso es lo que pretende la Proposición de Ley de Ciutadans que pide un 25% de catalán, un 25% de español, un 25% de inglés y el 25% restante para ajustar según se necesite más en cada centro y territorio. Sin prejuicios y con la mano en el alma: ¿No les suena razonable? ¿No les suena, incluso, ilusionante? ¿Que nadie tenga que ser inhabilitado ni pagar multas ni ser expulsado de su escuela ni renegar de la lengua de sus padres ni ver como una amenaza la lengua de los padres de los demás?

¿Se dan cuenta de que una Cataluña libre de fobias contra ninguna de sus lenguas, contra ninguna de sus almas, sería la bomba, como lo fue cuando Gabriel García Márquez, al alcanzar determinado número de ejemplares vendidos de su novela Cien años de soledad, le pidió a Carmen Balcells, como premio, que tradujeran la obra al catalán? Podemos volver ahí. No tenemos nada que perder más que nuestros miedos...

Anna Grau es periodista, escritora y diputada de Ciutadans en el Parlamento de Cataluña.

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