Don Felipe y los Felipes

Son tan tristes tantas cosas que vemos en torno, que a uno se le quitan las ganas de escribir sobre ellas. Un cierzo fanático ha quebrado el pacto del 78. Y el ansia económica ha traído la corrupción y la crisis. «¿Quién podría saciarlos a todos?» escribía Solón. Vivir de créditos y préstamos es al final malo.

Perderse en el tiempo y en la geografía es ver que todo pasa —y todo vuelve—. Que todo está mezclado, incluso lo excelente y lo deteriorado, que a veces la esperanza acaba por cumplirse. Algo de eso diré.

El otro día saludé en la Academia a Don Felipe. Un aire de viejo y nuevo caballero le envolvía. Se me ocurrió rememorar la saga de los Felipes, con sus altos y bajos y altos otra vez. Esa palabra griega —«amante del caballo»— nos la recuerda.

Primero, muy modestamente, recuerdo a los Felipes de mi familia. A mi hermano que fue médico eminente en Salamanca, Valladolid y Sevilla. A su hijo, que murió joven, fue dramático. A mi primo carnal, Felipe Adrados, artillero segoviano muerto en Paracuellos, todavía tiene una calle en Turégano, veremos si dura. A mi abuelo Felipe, que fue alcalde de Turégano, fue de los hombres que en la Restauración elevaron a España (luego vinieron los desastres), sus hijas fueron de las primeras mujeres que estudiaron en España.

Pero en última instancia éstos y todos vienen de nuestros reyes Felipes. El primero, D. Felipe el Hermoso, el que enloqueció a la reina Dª Juana, que amar es enloquecer, como sabían ya Safo y Fedra y Melibea. Con cierta malicia los médicos griegos decían que el amor era un mal pasajero. Pero rebrota. De este Felipe vienen los otros Felipes, de ellos los del pueblo, como entre mil, los míos.

La —e final los traiciona: vienen a través de Borgoña, allí y en Francia la —o del Filipo griego (e italiano) se ha hecho —e. La corte de Borgoña, madre de la etiqueta de nuestros Austrias, puso de moda el nombre Felipe. El Hermoso fue seguido por el II, el III y el IV. Y cuando vinieron los Borbones, el primero fue Felipe V.

El Felipe al que dedico este artículo será Felipe VI, en su día. Gloria a los Felipes en cuyo imperio no se ponía el sol. Gloria al caballo que está en su nombre, al caballo que trajo a los indoeuropeos a Europa y España, de España los llevó a América. Leí que a un caballo muerto en la conquista los indios mejicanos lo adoraban. Cosa justa.

El caballo hizo al caballero. Y no hay caballos más hermosos, junto a los de Fidias, que los de Velázquez, a los que montaba, entre otros, Felipe IV, otras veces enlutado penitente, otras aún desaforado amador. Y resulta que los hijos de la Reina eran debiluchos, ahí está Carlos II y los de sus amantes sanos y robustos. Mala suerte.

Y ven cómo este Carlos II tomó el nombre nada menos que del emperador Carlos y éste de Carlomagno. Así ruedan los hombres y los nombres hacia arriba y abajo. Pero hoy no tocan los Carlos.

¿Que de dónde tomaron los orgullosos borgoñones el nombre de Felipe? Bien claro, de Filipo el macedonio, rey caballero conquistador de Grecia, padre de Alejandro, que fue amo de aquel Bucéfalo que, dicen, mató de una coz al que lo había envenenado. Como el Cid era amo de Babieca, de Rocinante don Quijote. Los borgoñones querían, con el nombre, traerse de Grecia y Macedonia la sustancia caballeresca que pasó a España.

Sustancia caballesca griega —e indoeuropea, ya dije. En Atenas escribió Aristófanes, en Las Nubes, aquella discusión matrimonial del campesino Estrepsíades y la sobrina de Megacles, hijo de Megacles, que tenía pretensiones nobiliarias. ¿Cómo ponerle al niño? Él proponía algo así como «Ahorrador», ella un nombre terminado en —ippo, caballo, más elegante. Salió un despropósito, lo llamaron Fidípides, «Ahorra-caballos». El niño arruinó en las carreras a su padre.

Fuera de bromas, en España el caballo nada tuvo que ver con el —ippo, salvo en Felipe y en creaciones tardías como hípica, hipódromo. Ni siquiera con el equus latino, vivo en creaciones tardías, como equitación. Pues en Castilla al animal lo nombraron caballo, como en Francia cheval, cavallo en Italia. Siguieron siendo nobles el caballo y el caballero y la caballería. La palabra era propia del celta y el galo, de ahí pasó al francés y el español. Quizá venía, como el mismo caballo, con los propios indoeuropeos. Del eques latino se conservó tan solo el femenino, equa, la yegua, no creaba problemas, pero para el macho heroico en la guerra se prefirió caballo, de ahí los términos nobles caballero y caballería.

En griego moderno, cabalgar es kaballikeúo: los nobles francos llevaron el verbo cuando en el siglo XIII vencieron a Bizancio. Curiosamente, a la cabalgadura la llamaron álogos, irrracional. En Grecia, hoy, hay kaballikeúo, cabalgar, y álogos, caballo. El caballero y el irracional juntos, amigos. En cambio, en Italia, en Nápoles al encabritarse el caballo lo decían spagnoleggiare, españolear. Ahora los españoles nos encabritamos menos, salvo algunos que sería mejor que no se encabritaran.

Los nombres subían y bajaban, razones sociales hacían que el caballo recibiera los más prestigiosos. Así, franceses y borgoñones pusieron de moda el nombre Philippe, tratando de igualarse a las proezas del rey macedonio, que, por su prestigio, había tomado de los griegos ese nombre. Pero es que Borgoña formó parte, por el testamento del emperador Carlos, del imperio de España. De allí vino Felipe el Hermoso a casarse con Juana. Mejor: fue ella a buscarlo. ¿Ven qué simple?

Y de este Felipe vinieron los reyes Felipes. Curioso destino el de la palabra: griega primero, adoptada luego por macedonios, borgoñones y otros más. Luego la sustituyó el nombre caballo y de él salieron palabras igualmente ilustres. Al lado de D. Felipe y los Felipes estuvieron los caballeros, lo caballeresco, la caballería.

Las palabras suben y bajan, los hombres suben y bajan, pero siempre queda un regusto del antiguo ser de hombres y palabras, una esperanza de que las esencias, pese a todo, puedan cobrar una vida nueva. A lo largo de dos mil quinientos años.

Buen rodeo este, de Grecia a España a través de Macedonia, Borgoña y Francia. Y aquí sigue, en Felipe, el nombre heroico griego, el del animal heroico. Y los nombres son a veces augurios, nomen omen, «un nombre es un augurio», decían los romanos y a veces así es. Un nombre da esperanza de que el nuevo vástago renueve pasadas esencias. Como cuando se le ponía a un niño, esa vieja costumbre, el nombre de su abuelo. De Filipo vienen los Felipes todos.

Todo esto nos anima, en cierto modo, a rebajar el imperio aplastante del presente, a veces tan efímero. El presentismo que yo digo. Hay que pensar con más a lo lejos. Algunas insensateces pasarán, es un pensamiento que consuela. Y hay cosas perdurables, y si caen, volverán.

No todo va a ser ese efímero presente, inicio de un progreso imparable según pregona una cierta moda. Quizá sí, quizá no, hay de lo uno y de lo otro. También cuenta el pasado, de él venimos, a veces lo añoramos. En el pasado está, también a veces, la esperanza: de que pase tanta insensatez de algunos adoradores del presente y del supuesto futuro paradisiaco. Y vuelvan los valores de siempre.

Ya ven, subiendo y bajando aquí están el caballo y los caballeros. Y la caballería en el sentido antiguo. Y los Felipes, ya dije, desde hace dos mil quinientos años. Y ahora mismo, D. Felipe.

Francisco Rodríguez Adrados, de las Reales Academias Española y de la Historia.

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