Don Manuel

Hace casi treinta años, ABC tuvo la bondad de incluir en esta codiciada Tercera Página un texto titulado «Tres claros varones». Con el doloroso motivo de la muerte del más joven de ellos, recordé allí a tres hermanos varones apellidados Fraga Iribarne: José Darío, el brillante bi-licenciado en Derecho y en Economía; Marcelo, el sólido diplomático fallecido en acto de servicio; y el excelente urólogo Jesús. Sin duda merecían de sobra que resumiera sus méritos quien los había conocido bien; y tuve esa suerte durante sus vidas, demasiado breves.

También por fortuna —o, mejor, por voluntad de Dios— no hay motivos necrológicos que justifiquen las líneas que ahora estoy escribiendo. El mayor de los doce hijos e hijas que sus padres, el gallego don Manuel y la vasco-francesa plenamente españolizada doña María, trajeron a este mundo sigue en nuestro valle de lágrimas y seguirá mientras así lo disponga Quién puede hacerlo; en Él tiene don Manuel una fe firme, heredada pero también consolidada durante su larga y fecunda vida.

Sin confirmación ninguna por su parte, acaba de anunciarse que don Manuel desea retirarse de la vida política, así como renunciar al escaño que ocupa en el Senado desde que terminaron sus victorias electorales en Galicia que mucho contribuyeron a mejorar, desde su Presidencia de la Xunta, la vida cotidiana de sus paisanos. Algunas buenas plumas han dado por cierto esa noticia y le han dedicado cariñosos artículos. Quienes tenemos la suerte de verle con alguna frecuencia, lo único que comprobamos es el interés y la atención con que sigue los grandes temas que hoy preocupan a los españoles, en la conversación, en los libros que lee, en los diarios que marca como siempre lo hizo y en las radios y televisiones que oye y ve con mucha atención.

Me permito escribir estas líneas porque he tenido la gran fortuna de trabajar muy cerca de él durante dos largas etapas: la primera, en los años sesenta del siglo pasado, es decir, en pleno franquismo; la segunda, en los ochenta, cuando la democracia todavía daba sus primeros pasos y él dedicaba su inagotable tenacidad a organizar una fuerza política nacional desde posiciones llamadas de centro-derecha como las que han ido después creciendo en Europa y gobiernan hoy en la mayoría de los Estados del Occidente más próspero y avanzado. No descubro ninguna novedad al dar testimonio de que, en ambas situaciones, no le movió tanto el deseo de participar en el Gobierno de nuestro pueblo —aspiración muy legítima cuando no la inspiran ni la codicia ni la soberbia— como su voluntad de servir plenamente a la gran nación española, tan varia como una y a la que debe no poco la historia de nuestro planeta.

Lo había hecho ya, como catedrático de Universidad, como diplomático y letrado de las Cortes e, incluso, como buen empresario que en una ocasión fue; pero supo siempre que la política debe ser el arte de servir a la propia comunidad y contribuir a un razonable orden mundial. Un solo ejemplo, apenas conocido: su tenacidad en el estudio de la lengua vasca cuando nos tocó participar en varias elecciones autonómicas en esa Comunidad donde no pocos compañeros nuestros fueron asesinados por servir a sus conciudadanos y a España.

Trabajar junto a él es fácil y difícil: aquello, porque sus orientaciones son claras, razonables y comprensivas ante cualquier error; esto, porque pedía una dedicación plena, lúcida y sin reservas, como se la exigía a él mismo.

Don Manuel tenía la doble certeza de que el Estado de Franco duraría lo mismo que la vida de su cabeza y de que transformarlo en una Monarquía democrática era la mejor solución para el futuro. No era, esta última, una convicción compartida por la mayoría de los dirigentes políticos de entonces, ni tampoco por algunos de los que luego figurarían entre los protagonistas de la transición.

A este último objetivo dedicó no pocos esfuerzos, desde la palanca que le ofrecía el Ministerio de Información. Bien reveladora fue la audiencia que él pidió al entonces Príncipe de España para su propio Jefe de Gabinete, Gabriel Elorriaga, de la que resultó la primera gran entrevista concedida por S.A.R. que leyeron con avidez millones de compatriotas, lo que el propio Gabriel ha contado en un libro reciente. Nuestro periodismo reconoció el valor de aquel texto, como enseguida lo hicieron los medios informativos extranjeros. Además, las convicciones monárquicas de Fraga no sólo son antiguas y firmes sino que cuentan con el respaldo de muchos libros entre el centenar y pico de que es autor.

Fraga demostró siempre su disposición al diálogo. Nada lo explica mejor que lo ocurrido con la revista «Cuadernos para el diálogo», cuya publicación autorizó en su despacho a Joaquín Ruiz-Giménez cuando ese permiso previo era todavía necesario. Sabida es la contribución de esa revista a crear un ambiente propicio a la democracia postfranquista; y lo recuerdo muy bien porque me dijo que «se te han adelantado ahora mismo» cuando le propuse orientar hacia el diálogo, desde un nuevo título, aquella «Estafeta Literaria» entonces editada por la D.G. a mi cargo.

Que Don Manuel se retire de la vida pública queda a su libre albedrío. Pero, incluso si así lo decidiera, la «cosa pública» a la que ha dedicado su vida le llevará a dar alguna opinión o algún consejo que no deberían caer en saco roto.

Carlos Robles Piquer, embajador de España y exministro de la Corona.

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