Don Quijote en la zona crítica

¿Qué nos puede enseñar hoy Don Quijote? A primera vista, no mucho. Ahora bien, recordemos que, en la gran novela de Cervantes, el valiente caballero ataca a un grupo de hombres que parecen haber secuestrado a una dama. Por supuesto, su ataque acaba mal, porque su objetivo no era una banda de ladrones sino una procesión religiosa con una estatua de la Virgen María, que están paseando mientras rezan para que llueva.

Don Quijote, publicada en 1605, no solo es una obra esencial de la literatura sino también una fuente histórica. En esos años, las procesiones para pedir la lluvia eran frecuentes en España, mientras que en otras partes de Europa la gente rezaba para que hiciera sol, para que acabaran los inviernos aparentemente interminables, para que se salvara la cosecha.

La llamada Pequeña Edad de Hielo que cubrió el mundo de finales del siglo XVI a finales del siglo XVII provocó una caída de las temperaturas medias de unos dos grados Celsius. Los cambios fueron drásticos y de calado. Los largos inviernos y los veranos cortos, fríos y lluviosos en el norte de Europa, y las heladas extemporáneas y las sequías en el sur trastocaron sociedades enteras, y la consiguiente crisis agraria causó hambre, hambrunas y rebeliones.

Al principio, las reacciones a este “motín de la naturaleza” fueron totalmente medievales, y Cervantes las describe bien. Las procesiones religiosas, los flagelantes, los servicios religiosos especiales y la oleada de quemas de brujas y juicios de la Inquisición prueban que el cambio climático se consideraba un problema moral, un castigo divino por los pecados humanos. Pero toda esa sangre no logró restablecer el equilibrio de la naturaleza.

Poco a poco, a base de prueba y error, surgieron otras reacciones. Los botánicos investigaron cómo mejorar los cultivos e introdujeron otros nuevos como las patatas y el maíz, y la agricultura empezó a practicarse a mayor escala y dejó de ser solo de subsistencia para tener fines comerciales. La transformación de las condiciones naturales provocó otros cambios: el comercio de cereales se convirtió en una red auténticamente europea, lo que derivó en la creación de ciudades-mercado y comerciantes con más poder, al tiempo que las noticias, las investigaciones y las ideas se difundían cada vez más gracias a unos métodos de impresión y papeles más baratos y, poco a poco, surgía una esfera pública.

Las personas que impulsaron estos cambios eran profesionales urbanos educados, cuyas vidas reflejaban las nuevas circunstancias. Nació un nuevo género pictórico: el paisaje invernal. Pero el cambio más radical fue que los burgueses, recién asentados, trataron de arrebatar el poder a la Iglesia y a la nobleza y formularon su propia ideología basada en la igualdad y los derechos humanos: la Ilustración. Cuando la Pequeña Edad de Hielo llegó a su fin (probablemente, por algún cambio en la actividad solar), las sociedades europeas se habían transformado por completo. Un continente feudal, tardomedieval, empezaba a ser moderno.

La lección que Don Quijote puede enseñarnos hoy es inesperada. Cervantes construyó un personaje que estaba desfasado respecto a su propia época, incapaz de comprender la nueva realidad que lo rodeaba, incluido el cambio climático del siglo XVII. Y eso nos lleva a una conclusión de vértigo sobre la crisis climática actual. Lo que está en juego no es solo que cambie el clima, sino la transformación integral de las sociedades humanas, sus modos de vida, sus economías e incluso sus ideas.

Desde mediados del siglo XX, el CO2 acumulado durante millones de años ha estado saliendo a tal ritmo a la atmósfera que su composición actual se parece a la de hace tres millones de años, cuando las temperaturas estaban ocho grados por encima de las de hoy y los niveles marinos eran 20 metros más altos.

La emisión de CO2 ya ha transformado, además de las temperaturas medias, sistemas climáticos enteros, los casquetes de hielo polar, las corrientes oceánicas, las temperaturas y los niveles de oxígeno, así como las corrientes en chorro a gran altura que determinan el clima. La rápida deforestación de los bosques tropicales —a un ritmo de 30 campos de fútbol por minuto— y los efectos de la agricultura industrializada están intensificando la degradación. En otras palabras: el progreso tecnológico de la humanidad ha alcanzado un nivel que lo ha convertido en una amenaza existencial, no solo para los insectos y los osos polares, sino para los propios seres humanos.

La ecuación ha cambiado radicalmente. Los seres humanos de épocas anteriores se beneficiaron de la soberbia de considerarse al margen y por encima de la naturaleza, precisamente porque no tenían la capacidad tecnológica de poner en peligro su propia existencia en todo el mundo.

Todo esto es sabido, y ahora es importante ir más allá. En la Pequeña Edad de Hielo fue posible adaptar las sociedades humanas a las nuevas condiciones climáticas, pero a base de crear unas sociedades totalmente nuevas e incluso nuevas formas de pensar. No parece que las sociedades actuales vayan a poder adaptarse sin transformarse por completo también.

Una drástica reducción de las emisiones de CO2 y la contaminación significará el fin del crecimiento económico permanente basado en la explotación y el consumo excesivo. Las tecnologías inteligentes y la producción de energía sostenible podrán compensar en parte las carencias, pero no podemos esperar a encontrar una solución tecnológica perfecta, sino que hay que hacer cambios ya.

Igual que en la Pequeña Edad de Hielo, esta transformación económica creará profundos cambios sociales, políticos y culturales. La crisis climática actual demuestra de forma inequívoca que los seres humanos y sus sociedades no están al margen ni por encima de la naturaleza, sino que están dentro y dependen de ella. La distinción entre naturaleza y cultura no tiene validez. La cultura humana es una adaptación evolutiva tan lograda que nos ha permitido olvidar que el Homo sapiens forma parte de la naturaleza. La crisis climática obliga a la humanidad a afrontar su propia soberbia.

Empiezan ya a vislumbrarse los primeros perfiles de una civilización adaptada al cambio climático. La naturaleza obliga a la humanidad a reconsiderar su posición de “corona de la creación” con licencia para explotar impunemente los recursos. La alternativa es, como ha sugerido el filósofo francés Bruno Latour, pensar que la humanidad no vive “sobre la tierra”, sino dentro de la zona crítica entre la roca muerta bajo nuestros pies y el vacío infinito del espacio. Esta zona crítica, que abarca la atmósfera y la biosfera habitables, está compuesta de innumerables agentes, desde los gases, los insectos y los microbios, hasta las corrientes marinas, los sistemas climáticos y los seres humanos.

Como ocurrió en la Pequeña Edad de Hielo, este sería un cambio cultural profundo. La humanidad, si se viera como parte de un móvil inmenso con un sinnúmero de piezas, todas conectadas entre sí, se comportaría de otra forma dentro de la naturaleza, y acabaría desarrollando otras ideas económicas, sociales y éticas. Puede que estemos ante una amenaza existencial, pero también puede que sea el comienzo de una nueva etapa en la evolución de la humanidad.

Philipp Blom es historiador. Su último libro es El motín de la naturaleza (Anagrama). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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