Donald Trump, Barack Obama y la cuestión islámica

Tras los atentados de París y San Bernardino (California), la pregunta sobre cómo atajar el radicalismo islámico ha quedado relegada a un segundo plano debido al último exabrupto de Donald Trump. Tras haberse hecho famoso con un discurso políticamente incorrecto que ha ofendido a mexicanos y veteranos de guerra, Trump ha centrado su última polémica en la cuestión de la inmigración musulmana. Con su propuesta de un cierre de fronteras a todos los musulmanes sin pasaporte de los Estados Unidos, Trump ha levantado una auténtica polvareda mediático-política a nivel mundial en la que ha sido acusado de racista e islamófobo.

En el otro extremo se sitúa la postura del presidente norteamericano Barack Obama. Se trata de una actitud igual de peligrosa, pero que sorprendentemente no ha concitado la más mínima controversia. Básicamente, frente a la desaforada reacción de Trump, nos encontramos con el negacionismo de Obama. Un negacionismo que en aras de la multiculturalidad y de un buenismo liberal niega cualquier relación entre el islam y la violencia terrorista que el mundo lleva sufriendo en las últimas décadas. De una manera insistente, Obama ha evitado conscientemente hacer nunca la más mínima referencia al componente religioso asociado a la cadena de atentados contra Occidente. No solo eso, también ha ordenado a las diversas agencias de seguridad norteamericanas evitar referirse al islam o a los musulmanes en cualquier valoración sobre los riesgos a la seguridad del país. Escudándose bajo el lema «el islam es una religión de paz», Obama ha llevado a cabo una política de la avestruz.

Frente al catastrofismo ciego de Trump no se puede anteponer la impasibilidad deshonesta de Obama. Ambas posturas son contraproducentes: mientras que la actitud de Trump llevaría a alimentar el odio y propagar el fuego, la actitud de Obama niega las raíces del problema y por lo tanto impide una adecuada respuesta al mismo, dejando que a la postre también se propague. Cualquiera que se haya molestado en leer el Corán o en interesarse mínimamente por la vida y hechos del profeta Mahoma sabe que en las bases del islam hay ejemplos sobrados de intolerancia e incitación a la violencia. La buena noticia es que la mayoría de musulmanes optan por ignorar esos pasajes y deciden llevar una vida pacífica en base a las instrucciones pacíficas y tolerantes que también pueden encontrarse en el Corán y la vida de Mahoma. Por lo tanto, con respecto al islam no se pueden obviar sus problemas, y respecto a los musulmanes no se puede generalizar y criminalizarlos a todos.

Para entender mejor el dilema podemos poner como ejemplo la violencia asociada al nacionalismo, que ayudó a provocar conflictos como la Primera Guerra Mundial y ha dado pie a grupos terroristas como ETA. Pues bien, la postura de Trump equivaldría a criminalizar cualquier manifestación nacionalista o de amor a la patria, con el objetivo de acabar de raíz con el problema. Mientras tanto, la postura de Obama equivaldría a ignorar la conexión y negar que exista ningún problema con el nacionalismo. En este caso, es obvio que el nacionalismo puede derivar en dos corrientes principales: una sana que promulga un sano patriotismo y orgullo por la historia, la tierra y las gentes que pueblan el país en el que uno vive, y otra de carácter excluyente que deriva en conflicto, egoísmo, división y racismo. Si el objetivo es evitar otra guerra mundial o el afloramiento de nuevos grupos terroristas, la solución no pasa por perseguir a toda persona con una bandera o un mínimo entusiasmo por su país ni por cerrar los ojos ante los nacionalismos excluyentes y de odio al vecino.

Se trata, por tanto, de abrir una tercera vía entre el populismo radical de Trump y la ceguera voluntaria de Obama. Hay asuntos del islam que hay que tratar y son ineludibles por su potencial violento y desestabilizador: el trato a la mujer, la separación Iglesia-Estado, la idea de tolerancia para con las minorías, el lugar de lo sagrado en la esfera pública… No podremos avanzar en la lucha contra el radicalismo islámico si no se promueve una revisión de ciertos aspectos del Corán y de la tradición del islam. Asimismo, no hay que caer en la trampa de que la mayoría de los musulmanes son unos devotos seguidores de esos principios y costumbres tan problemáticos. Probablemente, esos musulmanes simplemente los ignoren, o quizás hayan sido los primeros en tratar el tabú de la violencia y la intolerancia. Sería bueno aprender de su experiencia y metodología a la hora de interpretar el Corán y la historia del islam para desterrar su vertiente sangrienta.

Javier Gil Guerrero, investigador del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra.

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