Donald Trump gobierna como un autócrata: para sus amigos, la impunidad; para sus enemigos, la ley

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Credit Doug Mills/The New York Times
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Credit Doug Mills/The New York Times

El proceso de retroceso democrático en Estados Unidos está ocurriendo de una forma perceptible. El Partido Republicano ha demostrado que no está dispuesto a frenar los peores impulsos del presidente, Donald Trump, quien está tomando el siguiente paso en su búsqueda de más poder para el ejecutivo. Es lo opuesto a lo que pretendían los fundadores de Estados Unidos con la constitución.

Los presidentes en todo el mundo usan diversas tácticas para conseguir facultades ilimitadas para gobernar, pero un enfoque común es erosionar la imparcialidad de la ley. La meta es siempre usar y abusar de esta para protegerte a ti mismo y a tus aliados. A esto se le llama legalismo autocrático.

El resultado del juicio político contra Trump y el escándalo de Roger Stone nos dicen que el proceso de crear un legalismo autocrático ya está en marcha. El poder ejecutivo parecer tener todo lo necesario para usar, abusar e ignorar la ley para recompensar a sus partidarios y tal vez incluso castigar a sus detractores.

Cuando Trump comenzó a tuitear en contra del Departamento de Justicia para influir en la sentencia de su aliado Roger Stone, estaba adoptando por completo el legalismo autocrático. El presidente se ha estado valiendo del principio de impunidad para sus partidarios desde la campaña electoral de 2016. En un mitin realizado ese año que se volvió famoso por la violencia registrada, Trump dijo a una multitud de simpatizantes: “Si ven a alguien preparándose para lanzar un tomate, reviéntenlo a golpes, por favor… Les prometo que yo pagaré los gastos legales”. Ese es el grito autocrático por excelencia. Apóyame, y tanto la ley como yo estaremos de tu lado.

Fui testigo del concepto de legalismo autocrático mientras estudiaba al fallecido presidente venezolano Hugo Chávez entre 1999 y 2013. Chávez creó un sistema de impunidad sin igual. Sus simpatizantes, especialmente sus amigos capitalistas, podían obtener contratos con el Estado sin licitaciones, acceso especial a una tasa de cambio favorable, protección de auditorías fiscales y un trato conveniente de parte del sistema legal.

El mayor beneficiado del legalismo autocrático era, por supuesto, el mandatario. Un famoso estudio descubrió que ninguno de los 45.000 fallos judiciales entre 2004 y 2013 desafió la voluntad del presidente.

El legalismo autocrático no es fácil de lograr en las democracias, pero no es imposible. Trump nos recuerda cómo se hace. Primero, el presidente necesita que el partido gobernante sirva como escudo legal. Hecho. Después, se satura el sistema legal de jueces partidistas. En proceso. Luego, comienza la interferencia en las sentencias. Ahora en evidencia.

De nuevo, Chávez fue un arduo defensor de la presión legal. Después de coparcon partidarios suyos el Tribunal Supremo de Justicia en 2004, Chávez comenzó a despedir a jueces de niveles más bajos que no se alineaban. Más de 400 jueces perdieron sus trabajos, mientras que otros fueron encarcelados. Una de las presas políticas más famosas de Chávez, la jueza venezolana María Lourdes Afiuni, fue arrestada por ordenar la liberación de un crítico del gobierno acusado de malversación. Chávez ordenó el arresto de Afiuni en televisión nacional. Los jueces de menor nivel aprendieron a ponerse del lado del presidente si deseaban conservar sus empleos y su libertad.

Trump ya ha demostrado una afinidad por la presión legal. Su reciente diatriba contra las juezas Sonia Sotomayor y Ruth Bader Ginsburg por ser críticas, en la que además les exigió que se abstuvieran de ejercer sus responsabilidades legales en todos los “asuntos relacionados con Trump”, delata un impulso de convertir al sistema judicial en un sistema de apoyo.

El paso subsecuente hacia el legalismo autocrático es usar y abusar de la ley para atacar a los críticos. Esto también es un lugar común en muchos países con presidentes electos dentro de un sistema democrático. En Rusia, Vladimir Putin usa las campañas anticorrupción para arrestar a los críticos que lo acusan de corrupción. En Turquía, Recep Tayyip Erdogan ha destituido a alcaldes electos después de acusarlos de terrorismo. Y a principios de febrero, el partido gobernante de Polonia, otro país en proceso de retroceso democrático, aprobó una ley que permite a los políticos multar y despedir a los jueces cuyos fallos consideren dañinos. Los analistas piensan que esta ley será abusada por el ejecutivo para convertir al sistema legal en un arma contra los detractores.

Trump ha participado en campañas de desprestigio contra sus críticos desde el inicio, a menudo, al cuestionar su postura legal precisa. Barack Obama es “el mentiroso bajo juramento” (en referencia a su acta de nacimiento), Hillary Clinton es “una criminal” (en referencia a sus correos electrónicos) y Joe Biden es el corrupto (por el caso de Ucrania).

Parece que Trump ya ha usado más que tuits para atacar a sus enemigos. Incluso antes de su interferencia en el caso Stone, el gobierno ya estaba presionando al Departamento de Justicia para que actuara con fuerza en una investigación en torno al exsubdirector del FBI Andrew G. McCabe. A Trump no le agradaba McCabe por haber investigado la participación de Rusia en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016.

Estados Unidos obviamente no está ni cerca del límite peligroso de usar la ley para atacar de manera sistemática a la disidencia. Para llegar a este nivel, se necesita más que solo un presidente bocón y un partido gobernante que lo respalde. Por ejemplo, en Hungría, el presidente Viktor Orbán logró el legalismo autocrático después de reformar la constitución, cambiar las reglas de votación en el parlamento, obtener el control de la burocracia entera, socavar la autonomía de los gobiernos regionales y locales, y apuntarse victorias electorales impresionantes en las urnas. En Venezuela, el Estado se benefició de su control sobre los medios, pues ayudó a minimizar el debate sobre estos ataques.

Este tipo agresivo de legalismo autocrático todavía no ocurre en Estados Unidos. Sin embargo, ya se dieron los primeros pasos. Es atractivo por una razón: la dualidad del legalismo autocrático —impunidad para los simpatizantes, presión legal para la oposición— es una herramienta útil para los presidentes represores porque necesitan desesperadamente que el público vea hacia otro lado. Al decir que el lado contrario es peor, pueden lograr esto. Si pueden probarlo mediante la ley, aún mejor.

Y una vez que está en marcha, el legalismo autocrático es difícil de frenar. Por definición, el sistema de tribunales queda desarmado. La indignación pública puede ayudar a lentificar el legalismo autocrático, pero solo hasta cierto punto. Aunque una campaña masiva de redacción de cartas en 1937 ayudó a convencer a algunos senadores de rechazar la iniciativa de ley del presidente Franklin Delano Roosevelt para saturar la Corte Suprema, no queda claro si los simpatizantes de Trump en el congreso actualmente cederían. Por lo tanto, el principal recurso restante son las elecciones. La indignación pública contra el legalismo autocrático puede funcionar, pero solo si se traduce en votos de castigo contra quienes lo permiten.

Javier Corrales es profesor de Ciencias Políticas en el Amherst College y autor de Fixing Democracy: Why Constitutional Change Often Fails to Enhance Democracy in Latin America.

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