Donald Trump necesita un plan para prevenir la hambruna en Venezuela

Caracas, febrero de 2019. Credit Meridith Kohut para The New York Times
Caracas, febrero de 2019. Credit Meridith Kohut para The New York Times

Nicolás Maduro tiene una gran habilidad para desafiar las profecías sobre su caída.

Cuando fue elegido presidente de Venezuela en 2013, la gente dijo que no duraría ni doce meses en el cargo. Trece meses después, cuando las manifestaciones sacudían a la nación, la gente dijo que sus días estaban contados. Al año siguiente, cuando los partidos de la oposición ganaron la mayoría en la Asamblea Nacional y, de nuevo, cuando pelearon por un referendo revocatorio en 2016 y otra vez con el regreso de las protestas masivas en 2017, la gente dijo que ese sería el fin de Maduro. Sobre todo, se suponía que Maduro no sobreviviría a la campaña que se organizó este año con el fin de derrocarlo: un esfuerzo internacional que comenzó en enero y llegó a un punto culminante el fin de semana pasado.

Sin embargo, en la práctica, Nicolás Maduro sigue siendo el presidente de Venezuela.

Esta realidad representa un problema para Estados Unidos. El mes pasado, el país norteamericano impuso sanciones económicas diseñadas para acelerar la salida de Maduro. Si dimite, el mundo se alegrará; si no —si Maduro se aferra al poder—, las sanciones intensificarán el sufrimiento de Venezuela. Para evitar esto, Estados Unidos necesita un plan alternativo.

Nadie duda de que Nicolás Maduro ha causado destrucción: el peor derrumbe económico del que se tiene registro en la historia latinoamericana, el pisoteo incesante de los derechos políticos y la violencia policíaca despiadada. La pobreza ha aumentado del 27 al 94 por ciento.

Para los millones de personas en Venezuela y en todo el mundo que quieren que termine este régimen, el mes pasado surgió una esperanza en el líder de la oposición Juan Guaidó. El 23 de enero, Guaidó se juramentó como presidente encargado de Venezuela y prometió convocar elecciones; Estados Unidos de inmediato reconoció su presidencia.

Desde entonces, el pueblo venezolano se ha manifestado en masa. Con el apoyo del Grupo de Lima, la Organización de los Estados Americanos y la Unión Europea, los venezolanos han presionado a sus fuerzas armadas para que obliguen a Maduro a renunciar. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, amenazó con invadir el territorio. El fin de semana pasado, Richard Branson patrocinó un concierto de ayuda repleto de estrellas en el lado colombiano de la frontera con Venezuela. Y más de cincuenta países han reconocido a Guaidó y se han sumado al coro de voces que exigen la salida de Maduro.

Las sanciones se consideran una herramienta clave para fomentar el cambio de régimen. El mes pasado, Estados Unidos impuso sanciones a PDVSA, la petrolera propiedad del Estado venezolano; ordenó a las empresas estadounidenses que se retiraran del sector petrolero de Venezuela y amenazó con castigar a los negocios no estadounidenses que siguieran comprando petróleo venezolano. Un conjunto previo de sanciones bloqueó el comercio de bonos de deuda emitidos por el gobierno venezolano y por PDVSA, lo cual dejó a Venezuela fuera de los mercados financieros.

El gobierno de Trump calcula que las sanciones le costarán a la economía venezolana 11.000 millones de dólares, mientras que algunos analistas estiman que el costo será tan bajo como 4000 millones de dólares. En cualquier caso, esa es una porción significativa del total de importaciones de mercancías del año pasado, que fue de 11.700 millones de dólares. Además, las importaciones de 2018 no fueron suficientes para alimentar a los niños venezolanos. En la actualidad, el 80 por ciento de las familias venezolanas no tienen seguridad alimentaria y la desnutrición se ha triplicado.

Para entender la dimensión del peligro, consideremos lo que sucedió en Irak: la comunidad internacional impuso sanciones como parte de un esfuerzo para debilitar al régimen de Sadam Husein. Pero el régimen no sucumbió y las sanciones siguieron en vigor. Los niños iraquíes sufrieron. Antes del embargo, Irak tenía uno de los índices de disponibilidad de alimentos per cápita más altos de Medio Oriente. A pesar de ello, tras seis años de sanciones, una cuarta parte de los niños iraquíes estaban malnutridos, y decenas de miles murieron. Los niños de Venezuela están enfrentando sanciones con estómagos que ya están vacíos. Si dejan de comer aún más, podrían morir de hambre.

El presidente Trump ha declarado que tiene un plan b para Venezuela. “Siempre tengo un plan b”, dijo. “Siempre tengo un plan b, c, d, e y f”.

Quizá el plan b era invadir el país, a pesar del pesimismo justificado en torno a las consecuencias de una invasión semejante. Sin embargo, esa opción afronta obstáculos políticos cada vez mayores. El lunes 25 de febrero, nueve países latinoamericanos junto con Canadá y la Unión Europea rechazaron con vehemencia la intervención militar. Veintiún miembros de la Cámara de Representantes de Estados Unidos han propuesto un proyecto de ley que prohibiría la acción militar en Venezuela sin autorización previa del congreso. Además, de acuerdo con las encuestas de opinión, la mayoría de los venezolanos se opone a una invasión.

Un plan alternativo más adecuado permitiría que Venezuela intercambiara su petróleo por productos de primera necesidad. Por ejemplo, Estados Unidos podría comprar el petróleo venezolano con la condición de que todos los ingresos acumulados en cuentas en custodia —sujetas a supervisión internacional— se utilicen únicamente para comprar alimentos, medicamentos e infraestructura para el sector petrolero.

Al igual que en el caso de Irán, Estados Unidos podría eximir de las sanciones a terceros países que comercien con Venezuela (tales como India y China), de nuevo con la condición de que los ingresos se destinen a la compra de productos de primera necesidad.

Si bien la ayuda humanitaria por sí sola no llenará por completo el vacío provocado por las sanciones, Estados Unidos podría colaborar en iniciativas multilaterales diseñadas para desarmar en lugar de motivar el aberrante esfuerzo de Maduro para bloquear la ayuda humanitaria.

En Irak, un programa de petróleo a cambio de comida sí alivió el sufrimiento pese a la corrupción y la mala gestión. Pero llegó siete años después de la imposición de sanciones. Los niños venezolanos no pueden esperar siete años.

Sin un plan b, Washington ha hecho una apuesta segura para el presidente Trump, pero peligrosa para el pueblo venezolano. Si las sanciones contribuyen a una salida rápida de Maduro, Trump será considerado un héroe. Si no es así, el presidente de Estados Unidos se lavará las manos de todo el lío. No pueden culparlo si los venezolanos mueren de hambre, ¿o sí? ¿Acaso no estaban muriendo ya de hambre antes de las sanciones? Si se dice que las sanciones empeoraron las cosas, Trump dirá que son “fake news”.

Algunos han dicho que privar de dinero en efectivo al gobierno venezolano es un imperativo moral, ya que no hacerlo equivale a pagar el rescate de un secuestro. Esa consigna dice que no deberíamos recompensar a secuestradores como Nicolás Maduro. Pero en la práctica la comunidad internacional ya lo ha hecho, en Irak y en otras partes. Les pagamos a los secuestradores, no porque eso nos haga sentir bien o sea lo correcto, sino cuando la alternativa resulta peor.

Dorothy Kronick es profesora adjunta de Ciencias Políticas en la Universidad de Pensilvania.

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