¿Dónde acabará Israel?

Las encuestas pronostican que el resultado de las elecciones que se celebran hoy dará la victoria por poco al bloque constituido por el partido laborista y la formación, minúscula, de Tsipi Livni, el autodenominado Campo Sionista. El partido del actual primer ministro Benjamin Netanyahu, el Likud, quedaría segundo, dos o tres escaños por debajo. Pero habida cuenta del sistema electoral israelí y de la creciente fragmentación de su espectro político, es muy posible que, aun perdiendo, Netanyahu sea el único capaz de formar una coalición gubernamental y acabe renovando un nuevo mandato. En estos momentos, todo es posible.

Ahora bien, sea quien sea el encargado de formar el nuevo Gobierno en Jerusalén, se va a encontrar con un entorno estratégico y de seguridad que no promete más cambio que a peor, en el corto y medio plazo. Para muchos, la continuidad del Ejecutivo sería garantía de seguridad, habida cuenta de la experiencia acumulada; para otros, un giro a la izquierda sólo significaría un cambio en la política social, pero no en lo exterior y en la seguridad. La izquierda israelí no habría sido históricamente menos belicosa que la derecha.

Dónde acabará IsraelLa actual campaña ha girado en gran medida sobre las malas relaciones entre los Estados Unidos de Obama y el primer ministro israelí, Netanyahu. Pero si el líder del laborismo sale triunfante y cumple lo que ha dicho que haría, coger inmediatamente un avión a Washington para reparar el deterioro de la relación bilateral, va a descubrir que poco puede hacer en ese terreno. Por una razón muy simple: la culpa de la falta de entendimiento entre Washington y Jerusalén no la ha causado Netanyahu, sino Obama. Y se fundamenta en una cuestión de base, no en desacuerdos sobre políticas concretas. Para el presidente estadounidense, Israel es una chinita en su zapato que le incomoda para lograr su gran visión del Oriente Próximo. Esto es, una zona donde EEUU tenga poca presencia y en la que la estabilidad se base no en sus tradicionales aliados -Israel, Egipto y Arabia Saudí-, sino en la normalización política de los populismos islamistas -Hermanos Musulmanes y afines- y en Irán. Obama ha demostrado que no tiene líneas rojas con las que defender a Israel. Netanyahu lo ha aprendido dolorosamente desde 2009, Herzog lo tendría que aprender tan acelerada como traumáticamente.

En segundo lugar está Irán. El presidente norteamericano discrepará claramente de Israel en una cosa: para él, es mejor firmar un mal acuerdo sobre el programa nuclear iraní que no firmarlo. Mientras que para Israel es mejor un no acuerdo a un mal acuerdo. Nentanyahu ha hecho lo imposible, incluso dirigirse al Congreso de EEUU días atrás con un polémico discurso para tratar de evitar una pésima negociación. Pero poco cabe esperar de su esfuerzo. La Casa Blanca está convencida de que tiene que lograr firmar algo con los ayatolás en Teherán, por malo que sea. Y está dispuesta a realizar concesiones que hasta hace nada eran impensables.

En ese sentido, el nuevo Gobierno israelí se va a topar con un marco internacional que deja a Irán con su infraestructura de enriquecimiento de uranio prácticamente intacta, con la capacidad de avanzar hacia una bomba atómica cuando lo desee (legalmente en media docena de años; clandestinamente, desde ya) y, lo que es peor, haciendo tabla rasa con su terrible pasado de agresiones en la región, recurso al terrorismo y haciendo la vista gorda a la actual expansión de su influencia en la zona, desde el Levante a Yemen. Desde 1979, todos los gobiernos de Israel han declarado que Irán es una amenaza existencial para su país. La hora de la verdad se acerca peligrosamente y el primer ministro en Jerusalén, sea quien sea, tendrá que lidiar con ese negro escenario.

Tercero, Israel está siendo testigo del colapso de los regímenes tradicionales y de las fronteras trazadas en la zona, a su alrededor. Y poco puede hacer al respecto porque poco ha tenido que ver en ello. Eso sí, a sus fronteras se acercan peligrosamente las fuerzas del yihadismo islamista, algo que es relativamente nuevo para Israel. Al Qaeda nunca tuvo interés operativo real en Israel, pero el Estado Islámico y otros grupos menores sí que lo tienen. En su frontera con Siria, Israel ha tenido al Frente Al Nusra, afiliado a Al Qaeda, pero las luchas internas están dando entrada en la zona a yihadistas asociados con el Estado Islámico.

Igualmente, en el pasado, la preocupación en el Sinaí era la infiltración de armas, dinero y pertrechos para Hamas en Gaza; ahora el Sinaí es una de las 19 provincias reconocidas por el Califato, donde pulula a sus anchas Ansar Bayt Maqdis, hoy conocido como Wilayat Sinai tras su afiliación con el Estado Islámico. El acercamiento a Jordania del mismo, así como la creciente penetración yihadista en el reino, o la explosiva situación del Líbano, donde también el IS se ha hecho presente, ofrece un escenario poco confortable para los estrategas israelíes.

En cuarto lugar, Israel ha disfrutado de un pequeño paréntesis de tranquilidad mientras ha estado en campaña electoral. Pero eso se le acabará en cuanto las urnas decidan quién ha sido el vencedor y se forme una nueva coalición de gobierno. A pesar de que nada de lo que se ha vivido en la región en los últimos años tiene su origen en el proceso de paz entre israelíes y palestinos, la mitología internacional sigue pensando que su solución acabará con todos los problemas de la zona. Cabe esperar, por tanto, que Obama empuje con un nuevo plan de paz, secundado por la Unión Europea, y que llame a la retirada de Israel hasta las líneas de 1967, antes de la guerra, la división o internacionalización de Jerusalén y establezca compensaciones en el terreno del supuesto retorno de los refugiados. No es lógico pensar que Israel puede aceptar todo eso sin sufrir un trauma político. Y menos si se percibe como la consecuencia de la debilidad del nuevo Gobierno. Más si ha habido alternancia a la izquierda.

ES MÁS, cabe imaginar que incluso con la aquiescencia israelí, los palestinos no estén interesados en estos momentos en firmar plan de paz alguno que les exija algunas concesiones de su parte. En los últimos meses han preferido siempre ir por su vía unilateral y ni el secretario de Estado John Kerry ni Obama han logrado mover un milímetros de sus posiciones al rais palestino, Mahmud Abas.

De hecho, y ése es un quinto problema que se le abre a Jerusalén, es muy probable que la campaña de deslegitimación del propio Estado de Israel se recrudezca en los próximos meses. Por pura decisión palestina. A Fatah -y no digamos ya a Hamas-, le da igual quién esté en el Gobierno israelí y seguirán promoviendo la política del odio y no de la reconciliación. Lo veremos en la Corte Penal Internacional y las anunciadas querellas contra los líderes israelíes y los miembros de sus fuerzas armadas. Los movimientos tipo Boycot, Desinversiones y Sanciones, en realidad lo que buscan es la desestabilización de Israel, no influir en sus políticas. Y eso también es algo que se mantendrá sea la izquierda o la derecha la que gobierne en Jerusalén.

En fin, las elecciones -los españoles lo sabemos bien- producen consecuencias. El dilema entre bienestar y seguridad con el que han jugado muchos candidatos a lo largo de esta campaña en Israel, no es un buen planteamiento. El país se enfrenta a enormes problemas en su entorno y lo que sus líderes decidan va a determinar el papel internacional y la forma y el fondo de la nación. Eso quizá no sea nada nuevo. Lo que sí lo es el estrecho margen de error con el que cuenta el primer ministro israelí que salga de estas elecciones. No es momento de equivocarse. Ni en las urnas, ni en las políticas que salgan de ellas.

Rafael L. Bardají es director de Política Internacional de FAES.

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