Donde el enemigo se esconde

La victoria militar en la guerra suele llegar después de un esfuerzo continuado, pero aparece de súbito tras un vaivén de éxitos y fracasos. Se reconoce al vencedor por el rostro cansado y la preocupación por el futuro, porque hay que 'ganar la paz', un eufemismo para reconocer que la guerra continua de otra manera o, como dijera Mahatma Gandhi: «Organizar la paz»; algo más complicado que vencer con las armas. Y si no, véase lo que costó llevar a cabo la recuperación de Europa con el plan de otro premio Nobel de Paz, George Marshall, general del Ejército de los Estados Unidos.

Ahora las guerras dejaron de declararse, aunque nunca dejaron de existir, pero se produjeron cambios en cómo afrontarlas. Entre la guerra y la paz, se consolidó la 'gestión de crisis', un método nacido en la administración Kennedy a finales de los sesenta, para llegar a 'tablas' con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, empeñada en instalar sus misiles en la comunista Cuba. Está claro que el método evitó conflictos abiertos, pero propiciaron los encubiertos. Solamente llegó el final de la guerra más cruenta, global y prolongada hasta entonces cuando Ronald Reagan le ganó la mano a Mihail Gorbachov en 1989: «¡Sr. Gorbachov: tire ese muro!»: y el mundo pudo ver la caída del telón de acero.

También varió la forma en que se acometieron las posguerras. «Tras la victoria: magnanimidad; y en la paz: buena voluntad». El presidente estadounidense nunca oyó esta frase de labios de Winston Churchill, pero la aplicó. Hospedó en su casa al adversario para así mostrar mejor el fenómeno de la globalización que se extendía en todo y para todo, hasta en las relaciones personales. Se empezó a hablar de 'competición' en lugar de 'confrontación' y de la posibilidad de 'colaboración' entre unos y otros. Sin embargo, si bien se reconoció a un claro vencedor, condición 'sine qua non' para poder aplicar los principios de grandeza y generosidad, quedó en el aire el verdadero perdedor para reclamar buena voluntad por una de las partes.

A trazos gruesos de la historia contemporánea, lo sucedido tras las tres grandes guerras del Siglo XX puede servir para ilustrar el impacto de esa ausencia de derrotado en la evolución de los posconflictos. El Tratado de Versalles de 1920 impuso condiciones draconianas a Alemania en todos los órdenes: territoriales, militares, morales, políticas, económicas y laborales. Hubo escasa magnanimidad en los vencedores y, ya se vio, mínima buena voluntad del perdedor. Veinte años después se retornó a la guerra. Al término de la Segunda Guerra Mundial, algo cambiaron las actitudes, pero de manera diferente en Europa y el Pacífico. Hubo magnanimidad estadounidense para la reconstrucción del Viejo Continente y de Japón. Sin embargo, se hizo notar la tacañería aliada al aceptar la división política y territorial de Alemania, algo que el general Mac Arthur consideró inaceptable para Japón. Este personalísimo general defendió la integridad del territorio japonés y propició una restructuración política del país nipón por encima de opiniones políticas y militares. El error con Alemania tardó más de cuarenta años en enmendarse, mientras que hicieron falta pocos meses para recomponer políticamente a Japón (La constitución japonesa de posguerra entró en vigor en mayo de 1946).

Si al término de las Guerras Mundiales quedó claro quién ganó y quién perdió, sucedió lo contrario al finalizar la tercera gran guerra del Siglo XX, la Fría. La democracia liberal propiciada por Estados Unidos predominó. Sin embargo, se difuminó la identidad del verdadero perdedor: el régimen comunista. En su lugar, se endosó la derrota a un Estado ya irresponsable por extinto: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, pero se dejó a salvo a totalitarismos ya existentes, como China y sus 'países satélites' que, con el tiempo, adoptaron actitudes liberales en economía, sin perder su alma comunista. A la larga, apareció una pléyade de repúblicas 'populares', 'democráticas', o adjetivadas con el nombre del autócrata de turno, nunca rotuladas como 'comunistas', por más que lo fueran en fondo y forma.

Así, aunque los paradigmas de la situación mundial cambiaron desde el final de la Guerra Fría y se adoptaron otros a raíz de la revolución tecnológica, la apertura del ciberespacio o el tratamiento que se da al entorno cognitivo, la organización mundial de las naciones nacida tras la Segunda Guerra Mundial ni se inmutó. Naciones Unidas, a diferencia de lo que sucediera con la Sociedad de Naciones tras la Primera contienda, además de subsistir, multiplicó su organigrama continuamente hasta nuestros días.

Y a tenor de lo que se lee, se oye y se ve, cabe preguntarse si los verdaderos derrotados de la Guerra Fría tienen que ver con tan expansivo organigrama. Nada es casual. La impresión de que el sistema comunista mutó el rojo del pasado por el azul celeste para diseñar a su medida una agenda para el futuro del mundo. Porque, entreverados con objetivos obvios de buena voluntad como erradicar la pobreza o universalizar la educación y la sanidad, se encubren otros de su irracional y brutal ideología totalitaria. Muestra de tal encubierta doctrina es el apoyo a regímenes políticos asamblearios en lugar de democracias representativas, la sovietización de las economías, la internalización de conflictos locales, la purga demográfica con los inmorales aborto y eutanasia, la intromisión en la vida privada hasta los extremos más íntimos con la aberrante teoría de género, la ruptura de la igualdad de trato de las personas ante la ley y el enjuiciamiento de disidentes políticos en tribunales mediáticos.

Será que, con tal utópico orden mundial, muy distinto al que describe Henry Kissinger en 'World Order', resulta tramposo equilibrar la magnanimidad de un vencedor real con la buena voluntad del inexistente perdedor, porque nunca se reconoció como tal y hoy se aloja en mil organizaciones internacionales, gubernamentales y no gubernamentales, donde se desvanece la representación de los Estados soberanos y se proclama el relato en Asambleas populares.

Apoyados en relatos expuestos en esos foros internacionales se adoptan posturas nacionales populistas que distan mucho de la realidad de lo que ocurre en cada nación. Resulta difícil discernir entre la realidad de los hechos y el relato de las intenciones, para descubrir lo que, escondido tras el discurso de la defensa de los derechos universales de las personas, en realidad apoya enmascarados objetivos ideológicos de antaño.

Hay que buscar el silencio para oír dónde se esconde el enemigo, ese que hoy se sirve del tronar de las armas y el murmullo de los medios para prolongar las guerras y así arruinar a las naciones de aquí y allá, sin que se pueda descubrir en que bando está.

Javier Pery Paredes es almirante de la Armada (R.) y miembro de la Academia de las Ciencias y las Artes Militares

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