¿Dónde está el arma homicida?

Hace unos días, mi amigo Juan-José López Burniol, hombre profundamente interesado en los grandes problemas políticos de este país, publicaba un artículo titulado Entre todos la mataron..., cuya tesis central creo que puede resumirse en estas palabras: "El Estatut de Catalunya constituye un grave error, desde el punto de vista de los intereses del Estado español, por introducir --aunque sea de forma embrionaria-- unos mecanismos de bilateralidad impropios de un Estado federal --que, al fin y al cabo, es un Estado unitario-- y típicos de una confederación". Para afirmar, hacia el final, que "la única alternativa realista ante el secular problema catalán es el Estado federal o la autodeterminación".

Pero yo discrepo. Tal vez porque, como soy un poco más viejo que mi amigo, intento ver las cosas con otra perspectiva, y es que, a medida que transcurren implacablemente, los años van introduciendo en los espí- ritus --quizá en algunos-- un cierto grado de escepticismo saludable, que lleva a una posición dialéctica útil: la relativización de los conceptos.

Por otro lado, creo que la bilateralidad está en la Constitución. Es decir, quedaba claro en su artículo 2, que el Estado estaba integrado por comunidades autónomas con entidad nacional --las llamadas nacionalidades-- y por otras que eran calificadas únicamente como regiones. Y si alguien tenía que dar algún sentido a esta dualidad de sujetos políticos, más allá de lo retórico, la diversa terminología debía tener su consecuencia en los contenidos, precisamente políticos, de ambas autonomías.

Algo que encaja con el doble diseño que resulta del título VIII, el cual junto a la autonomía solo administrativa del artículo 148, presenta, introducida a última hora, la autonomía política del artículo 152, que, al revés de ese, sí habla de Gobierno, Asamblea Legislativa y Tribunal Superior.

Por lo tanto, en una lectura neutra de los textos todo parece apuntar a Catalunya y el País Vasco, en lo que podía ser un intento de resolver el gran problema estructural: el encaje de estos dos territorios en el mapa político del Estado. Sin embargo, como todos sabemos muy bien, nada de esto ha sucedido y, al final, desde el poder central --incluido el determinante beneplácito del Tribunal Constitucional-- se optó por la generalización de la autonomía política, que en su reverso tenía una consecuencia inevitable: la erosión de las competencias.

Eso podía ser asumible en territorios con una personalidad no excesivamente diferenciada, pero es evidente --y no solo por el hecho cultural-- que este no es el caso de Catalunya. Con lo cual, la reacción ha sido inevitable: el planteamiento de un nuevo Estatut, con los objetivos lógicos de alcanzar: en primer lugar, una consolidación del marco competencial; en segundo lugar, una reducción del drenaje fiscal, y en tercer lugar, un cierto grado de bilateralidad en la relación con el Estado, aspectos que --con el reconocimiento de los derechos históricos-- creo que son los grandes rasgos que caracterizan el texto del 2006.

En definitiva, diríamos que, por encima del federalismo y de la independencia, la búsqueda de una relación especial, porque el primero, precisamente por su uniformidad, ignora el hecho diferencial, y la segunda --y, por lo tanto, yo me declaro un independentista nostálgico-- no es viable.

Miren: según datos de la Cambra de Comerç, Indústria i Navegació de Barcelona relativos al 2005, el saldo comercial de Catalunya con el resto del mundo fue negativo en 4.305 millones de euros, mientras que el relativo a España fue positivo en 20.956 millones. Y es que, como todos sabemos muy bien, el primer mercado de las empresas catalanas más importantes y de las que no lo son tanto, desde las agroalimentarias hasta las farmacéuticas, pasando por Editorial Planeta o Gas Natural, es el Estado español. Y, para dar otra referencia, si nos fijamos en la implantación de La Caixa o del Banc Sabadell, el resultado es el mismo, porque resulta que, entre el 64,85% y el 67,32% de sus oficinas están emplazadas en el resto del Estado.

Por lo tanto, yo diría que sí, que el Estatut del 2006 se corresponde, de momento, con los intereses de Catalunya, pero creo que también con los del Estado español, si de lo que se trata es de regular con imaginación un hecho estructural que es el que es y que, por lo tanto --España es diferente o, si ustedes quieren, la realidad va más allá de la teoría--, no debe encallarse en las limitaciones que puedan significar los conceptualismos de un derecho político de laboratorio.

Por eso sería grave que se cumpliera lo que insinúa López Burniol: "Este Estatut nunca será objeto de desarrollo". Entonces estaríamos de nuevo ante una nueva evidencia de que, como siempre, es precisamente allí, en el centro del Estado, donde no quiere resolverse su problema estructural. Cuando resulta que aquí:

a) Tras la conversión a un cierto catalanismo del PSC --bajo el mando no de los chicos de Sant Gervasi, sino de los hijos de los inmigrantes de la segunda mitad del siglo XX-- la reivindicación del nuevo Estatut se ha hecho sobre una base política muy mayoritaria.

b) Desde el nacionalismo, el Estatut es solo un nuevo objetivo en el proceso de recuperación institucional iniciado por Enric Prat de la Riba hace casi cien años, en 1914, con la Mancomunitat.

Josep M. Puig Salellas, notario.