¿Dónde está su Gabinete de Guerra, señor presidente?

A Jano bifronte no han dejado de zumbarle los dos oídos toda la semana.

Quienes desde la izquierda de carril consideran que un líder del PSOE no debe distraerse de las ocupaciones propias de su secta para perder el tiempo con un interlocutor que siempre será crítico hacia sus postulados ideológicos han dirigido a Zapatero todo tipo de admoniciones públicas y privadas -a cual más derogatoria para Jano-, sin reparar en que nada puede estimular el sentido lúdico del presidente como que alguien enfatice sus transgresiones.

Y quienes desde la derecha de carril, lindante con la caverna, no conciben que esa interlocución crítica pueda ser compatible no ya con el respeto institucional sino con la cordialidad y el aprecio personal han acusado a mi amigo de bailarle el agua a un hombre abominable al que antes de empezar a hablar habría que arrojar a la hoguera, como mínimo en efigie.

Yo le digo a Jano que no se preocupe, que esta semana voy a cumplir 30 años dirigiendo periódicos y siempre que hemos publicado alguna información exclusiva importante se han desatado las diatribas sobre su intencionalidad y las especulaciones sobre el modo de obtenerla. Que se acuerde de cómo me pusieron a caldo cuando lo del balcón de Carabaña. Pero nada hay tan importante para un periodista -y a Jano se le está contagiando el virus gracias a la relación que mantiene tanto conmigo como con un colega de primera- como el acceso a esa información cualitativa que está encriptada en la corteza interior del ego de los poderosos.

Lo esencial es que gracias a Jano nuestros lectores se enteraron de que Zapatero y otros líderes europeos se refieren a «Pearl Harbor» cuando hablan del fin de semana en que tuvieron que crear el superfondo de defensa del euro e improvisar recortes drásticos del gasto; que el propio presidente resume lo ocurrido con una frase melancólica: «Íbamos a reformar los mercados y los mercados nos han reformado a nosotros»; que ha decidido asumir su responsabilidad de intentar evitar desastres mayores, descartando -mal que nos pese- las elecciones anticipadas y adoptando una hoja de ruta que, además del plan de ajuste, incluye la reforma laboral, el saneamiento de las cajas y la reforma de las pensiones; que por eso considera que este mes de junio es «el más importante» de su vida política y de la «historia de España reciente»; y que por eso vive obsesionado con el diferencial de la deuda -«Te juro por Pablo Iglesias que dijo spread»-, hasta el extremo de bromear con ello en familia.

Claro que no han faltado quienes se han fijado más en la espuma de la conversación -que si menuda escena la de Duran llamándole por teléfono de escaño a escaño; que si menuda cara la de Entrecanales abogando, precisamente él, por el impuesto sobre la riqueza; que si fíjate en la diferencia de que con Botín habla sin parar y de FG sólo recibe papeles que luego elogia-, pero a los lectores inteligentes las confidencias de Jano les han servido sobre todo para interpretar con mejores elementos de juicio los acontecimientos de estos días peligrosos y convulsos.

Ya que transitamos entre Roland Garros y Wimbledon, podría decirse que esta semana hemos salvado tres match balls: el primero el lunes y el martes cuando tanto el Eurogrupo como el Ecofin nos dieron un frío aval del estilo de «progresa adecuadamente, pero tendrá que hacer más reformas»; el segundo, el miércoles cuando el estrepitoso fracaso de la huelga de funcionarios puso en evidencia la debilidad del poder sindical en España y dio por lo tanto margen al Gobierno para aprobar la reforma laboral a fondo que están reclamando y avalando los mercados; y el tercero, el jueves cuando, coincidiendo con la santificante visita al Vaticano, el Tesoro logró colocar su emisión de bonos a un precio alto, es verdad, pero con casi el doble de demanda que de oferta.

En estas circunstancias cada día que pasa sin que nuestra economía descarrile y tenga que acogerse a algún tipo de ayuda internacional acompañada de condiciones draconianas es una victoria porque antes o después, si las rectificaciones fructifican, la presión de los mercados amainará. Pero el hecho de que el diferencial de los intereses de la deuda respecto al bono alemán -sí, el puñetero spread- haya oscilado esta semana por encima y por debajo de un inquietante 2% o la propia información de la edición alemana del Financial Times, sugiriendo anteayer que todo está preparado para el rescate de España, indican que el mazo sigue ahí, amenazadoramente levantado sobre nuestra cabeza.

Todo esto hace que la pregunta del momento sea la que planteó Isabel San Sebastián la otra noche en La Vuelta al Mundo: ¿tiene realmente Zapatero la determinación y la lucidez imprescindibles para sacarnos de ésta con un plan consistente? Le contesté que a corto plazo sí, pero a medio plazo no y, como la televisión da más margen para el guirigay que para las explicaciones de fondo, quedaron pendientes los argumentos. Ahí van.

Aunque insisto en que Zapatero es un espécimen político «más racional que emocional», el resorte del desafío, el aguijón de la dificultad y la palanca del ansia de reconocimiento funcionan en él con una intensidad como no recuerdo haber visto en nadie desde Adolfo Suárez. Eso le permite ser groucho-marxista en el sentido de que siempre tiene unos principios de recambio para el caso de que no le funcionen los originales. Y eso le permite entusiasmarse con una política y con la contraria: ahora sale a la calle con su «sustancial» reforma laboral, de la que siempre abominó, como un niño con zapatos nuevos. Lo cual encaja a la perfección en un PSOE convertido en un enorme aparato de poder en el que los vestigios de su antigua ideología sólo sirven de coartada para la retórica ritual.

Pocas veces se ha visualizado el oportunismo de una gran maquinaria política como en el acto de homenaje a Pablo Iglesias en el que veteranos y noveles respaldaron la reforma laboral más contraria a los mitos socialistas de la historia de la democracia por mor de lo que Felipe González describió como la «militancia pura y dura». Al final, claro, las palabras no engañan: se «milita» en un ejército y no hay nada tan «militar» como estos partidos políticos que distribuyen cargos, sueldos y prebendas a cambio de la obediencia ciega. La foto del secuestrador Barrionuevo con su antiguo encubridor y hoy sucesor lo dice todo: ni siquiera una condena del Supremo a 10 años de cárcel puede con la «militancia pura y dura». No, nadie votará en el PSOE contra la reforma laboral, como nadie votó en el PP contra el apoyo a la invasión de Irak.

Zapatero ya nos había demostrado dos veces que la ductilidad de su cintura le permite no ya cambiar de política, sino hacer en un momento dado exactamente lo opuesto a lo anunciado e incluso ejecutado con anterioridad. Ocurrió para mal cuando sustituyó la prometida fidelidad al dictamen del Consejo de Estado sobre la reforma constitucional y el anunciado pacto con Rajoy para hacer juntos el desarrollo autonómico por el impulso unilateral al engendro estatutario catalán de cuyos devastadores efectos no terminaremos de librarnos durante décadas. Y ocurrió para bien cuando la fuerza de los hechos consumados le tiró del guindo de la negociación política con ETA y le obligó a regresar al sabio principio del «leña al mono hasta que hable inglés» con subtítulos en euskara.

De hecho si algo evoca «Pearl Harbor» no son las embestidas especulativas contra el euro, sino el zambombazo de la T-4, el día en que al presidente se le cayeron encima los destrozos provocados por cientos de kilos de explosivos. Pero es cierto, en eso hay que darle la razón, que en uno y otro caso no es que haya cambiado él como fruto de un proceso de evolución intelectual o maduración política, sino que son las circunstancias las que le han cambiado de manera imperativa. «Íbamos a reformar a ETA y ETA nos ha reformado a nosotros», podía haber dicho por las mismas hace tres años. Y en este carácter inducido, en este origen exógeno de uno y otro viraje residen tanto la fortaleza del primer impulso como su debilidad ulterior.

Zapatero está demostrando ser todo un profesional de la supervivencia política. Nada tiene tan claro como que lo que ahora necesita son resultados porque hay materias en las que sólo las obras son amores. En el caso de la política antiterrorista cada vez que cae una cúpula de ETA se acallan las dudas sobre la sinceridad y fiabilidad de su vuelta al redil de la ortodoxia. En el caso de la política económica su imagen sólo se rehabilitará cuando comience a disminuir el todavía disparado «riesgo país» y eso lo irán diciendo las bolsas, las agencias de calificación y, sí, el puñetero spread de la deuda.

Hay que reconocer que pocos habrían tenido la sangre fría, o si se quiere la cara dura, necesaria para plantarse aquel miércoles en el Parlamento y anunciar el recorte de 15.000 millones al que se había negado una semana antes, tirando además por la calle de en medio de la congelación de pensiones y la destrucción del Pacto de Toledo. Y hay que reconocer que España está un poco menos mal desde que esa reducción del gasto ha entrado en vigor, como estará un poco menos mal cuando se aplique la reforma laboral anunciada -sobre todo si se aprovecha el trámite parlamentario para concretar las causas del despido objetivo y el descuelgue de convenios-, como estará un poco menos mal si se cierra la reestructuración financiera con fusiones de verdad como la de Caja Madrid y Bancaja y como estará un poco menos mal si se retrasa la edad de jubilación a los 67 años.

Pero en el caso de que todo esto permita llegar a fin de mes sin caer en el barranco del peor escenario que no ha tenido más remedio que contemplar Zapatero -el de tener que acogernos a la ayuda internacional-, no estaremos sino en el final del principio de la guerra que hay que librar simultáneamente contra el déficit y el desempleo. Ya que ha sido él quien ha buscado la referencia de la Segunda Guerra Mundial, conviene aclararle que su situación se parecerá más a la de Churchill después de Dunkerke que a la de Roosevelt después de Pearl Harbor, pues habrá conseguido salvar sus opciones de entablar el combate pero seguirá estando bajo asedio y tendrá por delante batallas tan arduas como la de la reforma del Estado autonómico para hacerlo asumible, la de la financiación municipal, la de la recuperación del crecimiento o la de la elaboración de un plan energético liberado de sus supersticiones antinucleares.

Y es con ese horizonte de «sangre, sudor, lágrimas y esfuerzo» -¿por qué se olvida siempre el cuarto ingrediente de la receta churchilliana?- cuando resurge el mayor de los escepticismos respecto a que este hombre sea capaz de mantener un nuevo rumbo consistente. Sólo si Zapatero pudiera contestar en breve de forma convincente a la pregunta que sirve de título a este artículo, lograría disipar en parte esas dudas universalmente compartidas porque la situación requiere el mejor de los gobiernos posibles y él ha formado casi el peor de los imaginables. Con la mentirosa Calamity Helen al frente de la Economía, Chaves arrastrando sin función alguna la triste figura del socialismo botejara y Bibiana Aído obsesionada en prohibir los anuncios de servicios sexuales en sintonía con la extrema derecha, la extrema izquierda y el imam de Cartagena, no hay quien se crea a este Gobierno de opereta.

Hablemos claro. Zapatero no puede comparecer en el Debate sobre el estado de la Nación sin formar un Gabinete de Guerra de no más de una docena de personas. Del equipo actual sólo De la Vega, Rubalcaba, Blanco, Miguel Sebastián, Trinidad Jiménez y tal vez Chacón -que cubre el flanco del PSC- están a la altura del desafío. Lo ideal hubiera sido que se tratara de un gobierno de coalición pero la cercanía de las elecciones lo impide. Lo siguiente mejor a eso es incorporar a un par de pesos pesados del partido, un par de jóvenes promesas con gancho y otro par de independientes de prestigio hasta moldear un gobierno meritocrático más de centro que de izquierdas. Sólo así podrá Zapatero pronunciar el «no nos rendiremos nunca» sin que nos entre la risa floja.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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