¿Dónde estamos?

En política es crucial saber de dónde venimos y adónde vamos, pero sobre todo es imprescindible saber dónde estamos, porque cualquier error de percepción condiciona las decisiones futuras y las condena al fracaso. Supongo que las fuerzas políticas catalanas saben de dónde vienen y quizás también hacia dónde se dirigen, pero empiezo a dudar de que estén interpretando correctamente el resultado del 27-S y hayan entendido dónde se encuentra hoy la sociedad catalana.

El Parlament protagonizó el lunes un gesto de ruptura con España que quiere ser definitivo y que en todo caso es el más radical desde el inicio de la transición. Pero lo hizo sin una mayoría absoluta de los votos populares, sin presidente, sin gobierno, sin mayoría parlamentaria y con la coalición ganadora de las elecciones en fase de disolución anticipada, porque Convergència y Esquerra ya han anunciado que irán por separado a las elecciones generales de diciembre y (más sorprendente todavía) probablemente no repetirían acuerdo en unas hipotéticas nuevas elecciones en marzo.

Tal vez hemos entrado en la hegemonía de la llamada nueva política y estoy mayor para estas cosas, pero debo reconocer mi incapacidad para entender y explicar la desconcertante política catalana de los últimos días. En vez de adaptar la hoja de ruta a los resultados y buscar el dos por ciento de sufragios que les podrían dar la mayoría absoluta, los independentistas han reaccionado acelerando ritmos, introduciendo terminologías radicales que no figuraban explícitamente en los programas y han aprobado una proclama tan mal redactada que se ha podido leer como un llamamiento a la desobediencia a las leyes internacionales.

Simultáneamente, Junts pel Sí ha descartado la toma en consideración de una hipotética oferta de referéndum pactado pese a que en campaña Mas, Junqueras y Romeva se habían comprometido a aceptarla si se producía en los próximos dieciocho meses. El referéndum difícilmente será ofertado por el Gobierno español, pero la puerta abierta era una bandera para tranquilidad de moderados y seducción de apoyos internacionales. Sobre todo después de que el 27-S diera al independentismo catalán un tres por ciento más de apoyo (y con un 25% más de participación) que el que recibió el nacionalismo escocés en el año 2011 y le abrió las puertas al referéndum.

El independentismo socialmente más radical –en ascenso electoral, pero minoritario– ha prodigado estas últimas horas humillaciones y vetos a líderes del independentismo mayoritario, que pueden ser percibidos por algunos sectores sociales como una voluntad de expulsarlos del proyecto soberanista. La sensación de exclusión puede afectar al sobera

nismo de centro o de derecha, pero también a una parte de las clases populares confortadas por el liderazgo tradicional de Artur Mas.

Lejos de acercar el independentismo a la mayoría absoluta, tal estrategia está centrifugando parte de los apoyos moderados incorporados recientemente al proceso que puede volver a débiles porcentajes de apoyo como en el pasado. El mayor pulso del soberanismo catalán a las estructuras del Estado coincide con una situación de extrema debilidad interna; una debilidad generada exclusivamente por los líderes del propio movimiento secesionista.

Estas actuaciones tan contradictorias se producen cuando las reacciones suscitadas por la declaración parecen acreditar que el desafío –con otros resultados y otras formulaciones– podría haber constituido el detonante que hubiera obligado finalmente a darle una respuesta política. Hacía falta que la declaración hubiera sido redactada con más cuidado, que hubiera contado con la cohesión radical de las fuerzas que la presentaban y que hubiera mantenido abiertas las puertas a nuevos consensos; con la aspiración de culminarla cuando se llegara a una mayoría absoluta de sufragios populares.

El soberanismo no se puede permitir de ninguna manera renunciar a la bandera del rigor democrático. Estos últimos años ha sido más suya que de ningún otro actor del debate. No debería dilapidar este capital en errores como los de esta semana.

El segundo fracaso en la investidura de Artur Mas redujo ayer la declaración de inicio del proceso de independencia a un gesto insustancial; la declaración está aprobada pero abandonada por sus propios promotores, incapaces de acordar presidente, gobierno y mayoría parlamentaria para intentar hacer realidad lo que se proclama. La declaración era poco elaborada; la nueva situación la hace surrealista: suspendida en el Constitucional y sin apoyos institucionales en Catalunya.

El efecto negativo de estas cuatro jornadas ya es inevitable, internamente y de cara afuera: grandes acuerdos en la proclama e incapacidad para ejecutarla. Un gesto, pues, irresponsable, que ya se está volviendo en contra de sus promotores.

Quizás antes del 9 de enero encontrarán el acuerdo in extremis a que nos tienen acostumbrados, pero el presidente, el Govern y la mayoría parlamentaria serán débiles. No escribiré adjetivos más contundentes por respeto a los anhelos de muchos catalanes (como mínimo un 47,8%), pero estoy seguro de que hoy la confianza es más frágil y la concreción política de estas aspiraciones es mucho más lejana. Eso debería preocupar a todo el mundo. También a los contrarios a la independencia. Como mínimo a quienes no piensan aprovecharse del statu quo para imponer sus tesis y siguen dispuestos a la grandeza democrática de someterlas al veredicto de las urnas.

Rafael Nadal

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