Últimamente ha levantado ampollas el proyecto europeo sobre la jornada de 65 horas semanales, cuestión tan llamativa como poco explicada, que, en cualquier caso, no es flor de un día, sino parte del proceso de deriva europea hacia la liberalización de las relaciones laborales. Una carga de profundidad contra el sistema de garantías de los trabajadores, la cuña que resquebraja la protección y nos encarrila a niveles impensables de flexibilización de las condiciones de trabajo en el marco de las políticas sociales más neoliberales y globalizadoras, a mayor gloria de la precarización laboral.
Algunos apuntes de esta deriva: en enero del 2004 se hizo público el proyecto de directiva de servicios en el mercado interior, más conocida como directiva Bolkestein, nombre del insigne comisario que en mala hora la alumbró y que, entre otras perlas, bajo el criterio de "el país de origen", pretendía con la libre prestación de servicios transnacionales que empresas y trabajadores se rigieran por las condiciones de trabajo y retribución de su país de origen, lo que, naturalmente, suponía enviar al garete los convenios colectivos, así como una caída de los salarios, puesto que contingentes de operarios de países comunitarios de renta baja harían legalmente el mismo trabajo en jornadas más largas y a mitad de precio. Se cargaba, entre otros avances, el Estado social europeo, y fundía de un plumazo las conquistas sociales del último siglo. Afortunadamente, esta hidra de siete cabezas no triunfó, pero influyó y me temo que aguarda en el cajón a la espera de mejores oportunidades.
A finales del 2006, la Comisión Europea abrió un debate sobre condiciones de trabajo con el Libro verde sobre el derecho del trabajo, subsidiario de la estrategia de Lisboa, que empezaba con engañosos conceptos como flexiseguridad, que incorpora en el nombre el palo y la zanahoria, y sondeaba nuevas formas de contratación y estabilidades relativas al trabajo, bajo el chantaje de la quimérica integración de los trabajadores informales y los outsiders, con una solución nada original: informalizar a todos los trabajadores, es decir, enrasar por abajo.
En diciembre del 2007, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas dictó dos sentencias significativas: el caso Vikingo bendice la restricción del derecho de huelga supeditándolo a la libertad de establecimiento de empresa. La otra sentencia, el caso Laval, determina que es contraria a derecho la adopción de medidas de conflicto contra el dumpin laboral, convalidando que no se aplique el salario y el convenio colectivo del lugar a trabajadores desplazados de otro Estado miembro. ¡Y que conste que la directiva Bolkestein se aparcó!
Ahora, la Comisión Europea pone en marcha la reforma de la directiva 2003/88/CE reguladora del tiempo de trabajo. Esta andanada, de hecho, no aumenta la jornada semanal a 65 horas, sino que la irregulariza sin garantías. Habría que explicarlo un poco. La jornada de trabajo en España está fijada por el límite de 40 horas semanales de promedio en cómputo anual (1.800 horas/año), esto permite alternar semanas de más y de menos horas sin límite. Pese a todo hay que conjugar tres garantías: a) Descanso mínimo de 12 horas entre jornadas, es decir, un máximo de 12 horas diarias de trabajo; b) 36 horas consecutivas de descanso semanal, acumulable cada dos semanas, y c) la irregularidad de la jornada solo puede establecerse a través del pacto colectivo, nunca por acuerdo individual, la más eficiente de las garantías que protege de abusos, por la debilidad del individuo ante la contratación laboral.
El marco legal europeo actual es similar. ¿Qué plantea la reforma? El aspecto más incisivo es la posibilidad de irregularizar la jornada a través del pacto individual empresa-trabajador: el límite de 65 horas es el tope en este esquema, tope hasta la fecha innecesario, ya que el acuerdo colectivo minimiza la posibilidad de abuso, que será más fácil.
Estamos ante una propuesta sesgadamente flexibilizadora, que rompe la fuerza colectiva y debilita la protección del trabajador en la contratación, con un inevitable efecto precarizador. Se olvida la conciliación de la vida laboral y familiar, amparando solo la fijación por la competitividad empresarial, mientras ignora las necesidades conciliadoras del trabajador. Y un efecto aún más nefasto: la limitación y la distribución de jornada constituyen necesarias medidas de seguridad y salud laboral, y esto también hace agua. Jornadas tan dilatadas e irregulares se convierten en factores de riesgo para la salud, y debilitan el nivel de seguridad: todos conocemos el efecto del cansancio en el trabajo, y las largas jornadas son una apuesta por la siniestralidad.
Ante la ofensiva liberal en el mercado de trabajo europeo, que avanza discreta pero firmemente, ¿dónde están los sindicatos? Sorprende la falta de reacciones decididas que indiquen el límite de lo tolerable, o que se admitan reformas sin negociación. Europa supera la acción sindical y la negociación a nivel estatal, pero la condiciona. Los sindicatos tienen que mojarse. La pasividad da pie a que los hechos consumados marquen la pauta de la creciente precarización, una actitud admisible solo por los que están dispuestos a aceptarlo sin reconocerlo.
Ramon Llena, Magistrado y miembro de Jueces para la Democracia