Donde habite la música

«El misterio de la música, tiempo ordenado, movimiento sonoro, estelas dormidas en el mar, espíritu tallado, memoria de piedras sepultadas entre ortigas; allá, allá lejos» Timoteo de Mileto despreciaba la tradición y, rechazando el tañido de la cítara de siete cuerdas, corrompía los oídos de los jóvenes con la polifonía; al aumentar las cuerdas y la vacuidad de la melodía, hacía vulgar y estridente la músicas en cilla y ordenada, componiendo en género cromático en lugar de enarmónico. Por ello, reyes y éforos decidieron reprenderle obligándole a cortar de las once cuerdas las superfluas, volviendo a siete, de modo que cualquiera, viendo la severidad de nuestra ciudad, se cuidase de introducir en Esparta algo innoble o no conducente a la gloria.

Es el texto de un decreto de Esparta recogido mil años después, hacia el 500 de nuestra era, por Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio en su De Institutione Musica para ilustrar la importancia de la música en la educación y en la vida. Los géneros diatónico, enarmónico o cromático, en función de los distintos intervalos dentro del tetracordio, eran capaces de influir en el humor y en el alma. Tan grande era la preocupación por la música –dice Boecio– que los espartanos creían que gobernaba las mentes. Ahora creemos que nada nos gobierna, y menos la música, banalizada como antídoto del silencio. Quienes tocamos instrumentos sabemos que es una tortura practicar viendo no importa qué programa de televisión: hay un fondo musical que todo lo invade y solo lo advertimos cuando una música entra en conflicto con otra, como la materia y la antimateria. Al ver los títulos de crédito al final de una película es difícil no sorprenderse de cuántas canciones, sin darnos cuenta, consumió la historia. Notas como gotas de lluvia una tarde de invierno en Santiago de Compostela. Horror vacui. Según Euclides, matemático y músico, si hubiera quietud y ausencia de movimiento, habría silencio; y si hubiera silencio y no hubiera movimiento, no se podría o ír nada. Pero ¿existe el silencio? ¿Es posible que un movimiento cese por completo? ¿Dónde está la música cuando no se oye?

El 29 de julio de 1856 moría Robert Schumann en Endenich, un asilo junto a Bonn. Tuvo una vida intensa, marcada por la luz de Clara Wieck, su esposa, y las sombras de una inestabilidad mental que, al final, lo eclipsó. En septiembre de 1853 se presentó en su casa Johannes Brahms, con veinte años y una carta de recomendación del violinista Joseph Joachim. Johannes se quedó tres semanas con los Schumann, a los que impresionó extraordinariamente. Clara y él forjaron una amistad que nunca se extinguió, y Robert abandonó su silencio literario para escribir un artículo (Nuevos-Caminos) sobre el joven genio. Las ideas musicales de Brahms –decía Schumann– «parecen manar de cualquier fuente, y él las reúne como el rumor de una corriente, de una cascada, trazando un arco iris sobre el agua para que las mariposas jueguen alrededor de las orillas acompañando el canto de los ruiseñores». Así –proseguía– nos deja entrever «los misterios del mundo del espíritu», hace que «la verdad del arte brille más claramente» y «nos eleva a las más mágicas esferas». Pobre espíritu romántico el de Schumann, que por entonces ya oía música en sueños, cantos de ángeles, melodías que Schubert o Mendelssohn le susurraban al oído. Una de esas melodías fue la del tiempo lento de su concierto para violín y orquesta en re menor, compuesto precisamente en aquellas semanas. Una obra densa y sensible, que aúna el pathos del concierto para violín y orquesta de Beethoven y el rigor minimalista de la chacona para violín solo de Bach. Schumann lo compuso para Joachim, quien le organizó una audición privada con la orquesta de Hannover en octubre de 1853. Tardaría casi un siglo en volver a sonar aquella música maravillosa, estuviera donde estuviera entre tanto.

El 27 de febrero de 1854 Schumann intentó suicidarse tirándose al Rhin, pero fue rescatado e internado en Endenich, donde fue apagándose trágicamente solo. Joachim convenció a Clara y a Brahms de que aquel concierto para violín, su última gran obra, no merecía publicarse, que mostraba ya el agotamiento del creador. Joachim donó la partitura a la Biblioteca Real Prusiana de Berlín con la instrucción de que no se interpretase hasta cien años después de la muerte de Schumann, en 1956. Épocas que creemos separadas para siempre por el ciclo de las generaciones se reúnen a veces, como el flujo incesante de la música, por afán de los mortales.

Y quién sabe si por algo más. Esta historia triste se reanudó antes de lo previsto. Joachim dejó la secuela de dos sobrinas nietas violinistas. En marzo de 1933, durante una sesión de espiritismo a la que ambas hermanas acudieron en Londres, la menor, Jelly d’Arany, una notable concertista a la que Béla Bartók acompañaba al piano y Ravel dedicó su Tzigane, escuchó la voz de Schumann pidiéndole que recuperara y tocara su concierto perdido, del que la médium dijo no saber nada anteriormente. Por igual procedimiento (aunque esta vez fue el fantasma de Joachim) supo dónde estaba el manuscrito. Jelly se movió lo suficiente en el mundo real como para que en 1937 la editorial Schott enviara una copia de la partitura al violinista Yehudi Menuhin pidiéndole opinión. Menuhin, entusiasmado, quiso estrenarla en San Francisco el 3 de octubre de 1937, pero Jelly d’Arany recabó para sí, por comprensibles razones místicas, la primicia. El Gobierno alemán terció para que ninguno de los dos –judío y húngara– estrenara el concierto. Lo hizo un violinista alemán de pura cepa, Georg Kulenkampff, el 26 de noviembre de 1937 con la Filarmónica de Berlín. Menuhin pudo tocarlo el 23 de diciembre de 1937, en Nueva York, y también d’Arany lo hizo después, en Londres. Hubo espíritu derramado para todos.

No es obra que se programe con frecuencia. Prácticamente no volvió a oírse hasta 1951, cuando se editó la grabación de Peter Rybar, y hubo que esperar a 1964 para la interpretación canónica de Henryk Szeryng con Antal Dorati al frente de la Sinfónica de Londres. Luego vinieron las de Harnoncourt y Gidon Kremer en 1994, sorprendente su lírico tercer movimiento (aunque no tan lento como la marca metronómica indicada por Schumann, 63 negras por minuto, ritmo de corazón tranquilo, de polonesa del siglo XVIII), o las más recientes de Bell y Zimmermann. Podemos preguntarnos si todas son versiones del mismo concierto o son distintas obras – duración, acentos, emoción, latidos– a partir de un guión común. Más allá, podemos preguntarnos también de dónde brotó la inspiración de Schumann y a dónde fue su recuerdo, los surcos de la música en su cerebro lúcido; si no es de algún modo cierto que aquel caudal ordenado de notas le llegó de un topos uranios donde su concierto preexistía antes de conocer a Brahms, donde permaneció mientras el manuscrito yacía olvidado y donde seguirá por siempre, con la rotundidad de un círculo, al menos para quienes un día lo disfruten con los sentidos o el recuerdo.

Yehudi Menuhin escribió al director de la Sinfónica de San Luis con quien iba a compartir el estreno de 1937 admirándose de «cuánto tiempo la música puede conservarse en perfectas condiciones después de hibernar en oscuros archivos, quizás en mejor estado que cuando se toca sometida a tortuosas confusiones para rellenar cualquier ocasión y lugar»; una música «tan romántica, heroica, suplicante y tierna» como si su tinta aún no se hubiera secado y «sus ritmos, armonías y melodías tan sugerentes y nuestras reacciones tan vívidas como siempre han sido y serán ante esos mismos sonidos». Aunque no sepamos cuáles exactamente son, y de dónde vienen o a dónde van, esos mismos sonidos. El misterio de la música, tiempo ordenado, movimiento sonoro, estelas dormidas en el mar, espíritu tallado, memoria de piedras sepultadas entre ortigas; allá, allá lejos.

Antonio Hernández Gil es miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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