Donde quiera que esté, volveré a casa

¿Quién es esta gente que falta, Mamá? Un tablero, enorme; un piso alto sin ascensor; gente mayor venida de más allá de las nieblas; chiquillos como yo, a medio criar; un cigarrillo en los labios de Papá y un aroma a noche larga, antigua, aguardentosa; algo de musgo en los mármoles de los aparadores; una botella de nombre extraño; una temperatura de familia vieja, trasterrada; una forma de España en platos de comida lenta; un Dios por criar en el pesebre de las cosas; esa blancura de la inocencia, ese frío de entonces, esos truenos que sonaban a lo lejos; los fuegos de las cerillas infatigables y la noche de asfalto sin vegetación, desmigando las paredes del invierno; ese aliento que quemaba los silencios; ese preámbulo de los cantes y del vuelo de las faldas…

Cabalgaba por mis sueños de entonces un pastor de hechuras breves que siempre situaba al pie del Portal. Una gota estrecha salpicaba las horas inciertas de la Nochebuena. No he extraviado los sueños de esta molesta melancolía. Me huelen los huesos al hierro de esos días, pero también a los decires de entonces que hablaban de Navidad y Pascuas inundadas de acento, ese que nos hizo como somos, cuando fuimos pobres y felices, agitándonos como peces en el agua breve del tiempo, ese inmenso mar de la infancia. El primer rincón, el primer sol, la primera luna, la primera combustión de la tribu.

Donde quiera que esté, volveré a casaHay noches en las que viene a mi lecho un hada montando sin riendas a un caballo fatigado, y soy tan bienaventurado como cuando sonaba el timbre de la escuela a mediodía. Trae la luz incierta de aquellos momentos en los que no había prisa, en los que las palabras podían acostarse un par de horas sin que nada cambiara y los anteojos podían descansar de cuatro a seis antes de otear el final del día. En días como hoy quedan espacios vacíos que tratamos de llenar con los nuevos actores de la vida, esa lenta caravana de hormigas que busca el mismo refugio hermoso que nosotros, esa invariable flor de los vacíos, esas tardes amortajadas por el aburrimiento. Noche para el simulacro del recuerdo, mustio y desapacible como una selva abandonada. Puede que hoy le salgan manchas de humedad al techo de los vestigios y que al desfiladero de nuestras sombras vengan a aterrizar naves del pasado llenas de ausentes. Es la furia homicida de la memoria, tan criminal ella; esa que hace que la gente se agolpe en las esquinas del tiempo mirando de soslayo a su espalda.

Qué tiempos aquellos en los que aún no sabíamos de las neblinas, y burlábamos las mediodías y esas jornadas que Dios inventó como días comunes y que no eran más que un tránsito hacia la fiesta. Con los años, con cada Nochebuena, la vida nos ha enseñado a sortear con galanura el dolor de los asedios, los embriones de cada infortunio y todas y cada una de las estrategias puñeteras de la luna. Yo mismo, hoy, añoro la tos entrecortada de mi padre y el olor de todos mis deshechos emocionales. Hoy, como usted, cuento el llanto con los dedos y reconozco cada gozo como cada pliegue del rostro de mis hijos. Hoy, como cada año, entiendo que la Patria del Hombre es un cuarto pequeño en el que cabe un Nacimiento, una bella y rústica geografía de lo que fuimos, un patio de hierba o de arcilla, un descansillo en los altos de un edificio de barrio como el mío o cualquier solejar de límites indefinidos. Es el territorio de la Navidad por el que entraba el susurro del invierno y también del amor, el que algunos han convertido en oro y otros en chatarra, según la vida y las cosas. Somos, en el fondo, una suerte de turbación. Aunque digamos que no nos gusta y aunque hayamos desembarcado en otras playas tan lejanas como inhóspitas y extrañas, volvemos a casa sin saber que lo hacemos. Puede que incluso sin quererlo, enumerando derrotas escoltadas por un escuadrón de Ángeles, pero volviendo a la mesa en la que manos blandas dejaban caer una cena inmemorial y una bella palabrería inmortal.

Hoy es una noche en la que nuestra sombra y nosotros no estamos para nadie. Salvo para aquellos que aún pasean por los pasillos de nuestra costumbre. Todo lo que hacemos a diario es nacer, como hacía aquella noche un Niño entre algodones pobres de extrarradio. Y nacer, que yo sepa, no es motivo de murria y pesadumbre. Si vuelve a nacer Dios, vuelvo a nacer yo, con cuajarones de sangre como cuando salí de ahí dentro, donde tan confortable estaba. Sacad de los armarios los jarros de miel, cruzad y recruzad el río de la alegría con el agua por la cintura: en algún punto del pecho se nos fundó el pellizco este que no deja respirar los días de Navidad a pulmón completo. Pero no decaigamos: los remaches incandescentes de estas horas no son más que colgadores para dejar el sombrero ahora que volvemos a entrar en casa. No es la hora de la ceniza ni de las manos grises: es el momento de llegar nadando a la orilla de la risa y hacer esa cosa tan cursi que se dice en canciones de medio pelo, o sea, colorear espíritus apagados. Alabada sea la gracia aquella del regocijo, la que hoy me hace volver silbando por las trochas en busca del calor de brasero que ya no hace.

Andamos por mil mundos paralelos, aunque estén aquí mismo, y nos gusta tomar el tren por el pescante y que nos lleve a casa, si es que alguna vez tuvimos casa, soltando el vapor de los años. Siempre será hermoso el paisaje de vuelta, porque en Nochebuena hasta los estercoleros parecen acogedores, y los recuerdos que corretean desnudos por las calles limpian hasta los más cochambrosos rincones. Me gusta volver porque sé que un chiquillo de pelo negro y cinco o seis años me espera impenitente sentado en el primer peldaño de la escalera, con su pantalón corto, su camisa a medio botón y sus ojos como luciérnagas. Y me abraza como si no me hubiera visto nunca, cuando viaja conmigo a todas partes. Me espera para dejar, como cada año, a un diminuto Niño en el Portal del fondo del aparador del musgo. Le cojo de la mano, reconozco su piel aún inmadura y verde, y echamos a caminar pasillo adelante. Al fondo, se atisba la Luz.

Descuidad todos. Donde quiera que esté, volveré a casa.

Carlos Herrera, periodista.

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