Donde reside la dignidad

Se cumplen diez años de la invasión de Irak. Diez años de aquel acto ignominioso que produjo cientos de miles de muertos y millones de desplazados, aquella guerra que destrozó todas las estructuras sociales que sostienen un país. En su momento, la invasión fue descrita como un golpe de Estado internacional. EE UU y sus escasos aliados se enfrentaban al mayor rechazo jamás organizado contra una guerra, muy por encima incluso del que en su día se vivió contra la intervención norteamericana en Vietnam. Quizá por ello pusieron todo su poderío propagandístico, político, diplomático y militar encima de la mesa para ganar una batalla que para ellos tenía tanto valor estratégico y económico como simbólico. Torcieron la ley internacional con mentiras de corto recorrido para entrar a sangre y fuego en el país donde, entre el Tigris y el Éufrates, nació nuestra civilización.

No creo estar exagerando. Las armas de destrucción masiva que justificaban la intervención, aquellas armas que nuestro presidente de entonces nos juró que existían, aquellas que iban a ser usadas de forma inminente contra la humanidad, nunca fueron halladas. No existían. Después llegaron los crímenes de guerra, el asesinato de periodistas, protegidos por las leyes internacionales que rigen las guerras, los casos de torturas y los asesinatos indiscriminados de civiles por parte de tropas regulares o de mercenarios. Y después, cuando todo se derrumbó, los conflictos sectarios.

“No queda nada, casi todos mis amigos están muertos o se han ido, no hay nadie al otro lado del teléfono cuando marcas números de Irak, ya nadie deja las puertas de las casas abiertas, los teatros están vacíos, no hay música, solo hay miedo”. Así me hablaba hace unos años Jamal, un amigo bagdadí que ahora reside en Noruega. Jamal pasó por la cárcel de Abu Ghraib, sufrió en sus carnes la tortura y le ha costado mucho esfuerzo enterrar sus lágrimas para seguir adelante, para no derrumbarse cada día al recordar una vida que ya no volverá en un país que ya no existe. No era él un hombre afín al régimen, de hecho no se libró de las cárceles de Sadam, pero desde el primer momento se opuso a la entrada de tropas invasoras en su país. Hoy, en la distancia, Jamal trata de educar a sus dos hijos en el amor a un pueblo que ellos casi no recuerdan.

Han pasado diez años de la guerra de Irak, diez años del NO A LA GUERRA. Una redactora de EL PAÍS me ha pedido que hable de lo que supuso el activismo de aquellos años, qué relevancia tuvo la protesta que tantos ciudadanos llevamos a cabo en España. Pero me da pudor hablar de nosotros, no puedo evitarlo, no puedo dejar de pensar en ellos, que lo perdieron todo y que lo entregaron todo. En ellos, por quienes nos manifestábamos.

Con respecto a nosotros, solo puedo decir que mereció la pena. Una y mil veces mereció la pena. Uno no lucha por la justicia solo porque crea que tiene opciones de triunfar, sino precisamente porque cree que los motivos de la movilización son merecedores de esa lucha. Ganar no es la medida de lo digno, de lo noble, de lo justo. Solo diré que vencimos en dignidad, en dejar claro que el pueblo español, de forma mayoritaria, rechazaba la guerra.

Aquello permitió que hoy podamos mirarnos a la cara sabiendo que hicimos todo lo posible. Aquello tejió redes de solidaridad y de activismo que se mantienen a día de hoy, y supuso la mayor implicación en la vida pública de toda una generación, así como su despertar a la política. Y cuando digo política me refiero a la política, a la actitud que se preocupa por lo colectivo no en sentido partidista.

Aquello permitió a toda una generación aprender algo que hoy es más importante que nunca: la realidad la debemos configurar nosotros y no delegarla en otros cuyos intereses son muy distintos a los nuestros. La historia es lo que nosotros, con nuestra implicación y lucha, hacemos de ella y depende de nosotros cambiar las cosas. Si creen que estoy exagerando, simplemente háganse esta pregunta: ¿Qué pensarías de ti mismo si nunca hubieras gritado NO A LA GUERRA?

Juan Diego Botto, actor, participó activamente en las movilizaciones contra la guerra de Irak.

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