‘Doping’ político

Un informe del Senado francés señalaba que el 70% de las muestras de los ciclistas del Tour de 1998 contenían EPO. Esto se ha podido saber tras un análisis retrospectivo realizado en 2004. La sospecha de doping en el ciclismo es tan generalizada que Chris Froome tuvo que dar muchas explicaciones después de su espectacular subida al Mont Ventoux en el último Tour.

Esta actitud la explica con sencillez el dilema del prisionero. Un ciclista, ante la expectativa de que sus contrincantes se doparán, se dopa también moviéndose a la peor situación, pues ambos ponen en peligro su salud, consiguiendo el mismo resultado si el dopaje es del mismo tipo y les influye de la misma manera. Además, al final, los métodos de detección acaban encontrando los EPO cada vez más sofisticados. En el caso de los ciclistas, aunque puedan gozar de varios años de gloria, al final, si se descubre el dopaje, pierden los títulos e incluso quedan inhabilitados de por vida.

En política también existe el doping. Se llama financiación ilegal. Al igual que en el ciclismo, todos creen que los otros se financian ilegalmente, y por tanto, utilizan las mismas tácticas. Con esta visión en mente no tranquiliza en absoluto oír al jefe de la oposición argumentar que hace 20 años su partido fue condenado por financiación irregular y han aprendido la lección. La interpretación de aprender en este contexto es, cuanto menos, inquietante.

La diferencia entre el doping del ciclista y el doping electoral es que, si una campaña política financiada con fondos obtenidos ilegalmente hace ganar un Gobierno, un Ayuntamiento, etc., cuando cinco años después se descubre el engaño, ya no se puede hacer nada. No se puede volver atrás y quitar el maillot amarillo al partido político que ganó gracias a esos fondos ilegales. Este es el problema real de la financiación ilegal. Si los fondos no se utilizaran en campañas, las soluciones coercitivas podrían ser suficientes.

En los últimos meses se han presentado distintas iniciativas, plataformas y grupos con propuestas para resolver el problema de la corrupción política en España. La lista de propuestas es enorme. Una de ellas es muy genérica, la que pide «más democracia». Es infantil clamar por más democracia como solución. Primero, porque el supuesto de la perfección de la democracia como fórmula de gobierno es falso. Churchill, en un famoso discurso en la Cámara de los Comunes, lo expresó con mucha precisión: la democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las demás que se han intentado de vez en cuando.

Es cierto que esta frase la dijo unos años después de perder las elecciones de 1945, pero su realismo es independiente de este hecho. Segundo: ¿Quién querría vivir en una escalera que tuviera 47 millones de vecinos? ¿Se imaginan aprobar una derrama? También es posible que los que proponen como solución más democracia olviden que personajes imputados, e incluso condenados, han sido elegidos como alcaldes con frecuencia. Si los vecinos de una localidad ganan con las recalificaciones ilegales de un alcalde, ¿por qué dejarían de votarle?

Así funciona la democracia. Lo cierto es que en las dos últimas elecciones locales más del 50% de los candidatos relacionados con casos de corrupción consiguieron la reelección. Por tanto, lo primero que hay que aceptar es que la democracia, en cualquiera de sus modalidades, es una forma de gobierno imperfecta. Además, como la fórmula establece que gana quien más escaños consigue, la tentación del doping es muy fuerte.

En el resto de soluciones que se proponen existen dos tipos de versiones: una visión es la de crear más legislación para un control mayor tanto administrativo como popular. Una visión alternativa sería la de crear los incentivos adecuados para reducir la tentación de la corrupción, en general, y la financiación ilegal en particular.

Por lo general, las propuestas controladoras suponen incrementar la burocracia y los controles sobre los partidos políticos y los cargos públicos. Pero el típico problema español es que existe exceso de legislación y muy bajo cumplimiento, favorecido por la lentitud de la Justicia. Es sorprendente cómo muchos ayuntamientos se han saltado sin ningún rubor, durante mucho tiempo, la obligación de presentar las cuentas. O cómo escondían facturas en los cajones para ocultar el incumplimiento presupuestario, sin ninguna consecuencia. Y cuando se decide que debe haber un castigo se le impone a la ciudadanía, en forma de retención de subvenciones, y no al responsable político.

Entre las propuestas controladoras destaca la futura Ley de Transparencia. Pero mucho me temo que esta legislación por sí no será suficiente para luchar contra la corrupción. Seguramente en algún momento se descubrirá el teorema que dice que siempre existe una combinación de constructora-partido político-condonación de deuda bancaria tal que no deja huellas visibles de la cantidad aportada ilegalmente. Además, no es factible pensar que por mucha transparencia que hubiera se pudiera controlar en todas las transacciones que el precio pagado es un precio de mercado.

Recordemos también que los pagos en B no dejan huella en las declaraciones de Hacienda. La mayoría de los casos de corrupción no han sido destapados por el Tribunal de Cuentas, sino por investigaciones policiales surgidas a partir de delaciones de participantes en las tramas. Una posible ventaja de la transparencia sería que las empresas perjudicadas en una adjudicación pública, suponiendo que se sigan los criterios de contratación por concurrencia, denunciaran irregularidades, como ha sucedido en algún caso en las Islas Baleares.

No obstante, esta ventaja tiene su inconveniente: podría generar una avalancha de acusaciones injustificadas causadas por las pérdidas de los contratos y generaría más inseguridad jurídica.

El límite de las propuestas controladoras lo ejemplifica la propuesta del expresidente de la Junta de Extremadura, Rodríguez Ibarra, para intervenir las finanzas de los partidos políticos igual que se hace con las empresas en concurso de acreedores. Argumenta que la situación actual es de quiebra de los partidos políticos y que la intervención restablecería la confianza perdida. Pero una propuesta muy controladora solo estaría justificada para la financiación de las campañas electorales, donde no se puede devolver el maillot amarillo cuando se comprueba el dopaje con posterioridad.

Convertir en delito la financiación ilegal, como parece que pretendería el Gobierno en la reforma del Código Penal, no resuelve el problema del retorno del maillot. Pero sin llegar a la intervención, una posibilidad sería que sólo se pudiera hacer campaña en medios de comunicación y pabellones de titularidad pública y cada partido político tuviera asignado un crédito, a partir de retener una parte de su asignación de fondos públicos, para financiar dicha campaña.

De este modo, no habría transferencia de dinero sino cancelación paulatina del crédito. Y así sería muy sencillo asegurarse de que ningún partido político supera los límites establecidos.

Para el problema de la corrupción en general, la solución estaría en reducir los incentivos de los políticos y aumentar los castigos individualizados. Una legislación larga y compleja no resolverá el problema. Necesitamos unas pocas reglas cuyo cumplimiento pueda comprobarse de forma sencilla. Creo que dos serían los elementos fundamentales: limitación de los mandatos políticos a ocho años en cualquier cargo y solicitar que el candidato pueda demostrar que ha cotizado a la Seguridad Social en un puesto de trabajo no relacionado con un partido político. ¿Realmente cada ocho años no se pueden encontrar 350 ciudadanos competentes para ocupar el Congreso que no hayan sido anteriormente diputados, alcaldes, o presidentes de CCAA durante dos legislaturas? Este procedimiento aumentaría la competencia interna en los partidos, renovaría con periodicidad a los dirigentes y crearía incentivos para alejarse de la corrupción. Es cierto que «la experiencia es un grado» pero no es menos cierto que «el poder corrompe» cuanto más se ejerce.

José García Montalvo es catedrático de Economía de la Universidad Pompeu Fabra.

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