La corrupción revela que ese mal no está tan lejos. Está en el partido, en las mejores familias, entre los más estrechos colaboradores... Quienes caen en la trampa no son «monstruos de maldad», quizá simplemente asintieron mientras escuchaban el silencio de otros; metieron la cuchara en el mismo puchero al que todos llevaban la suya... Esa cercanía del mal, esa facilidad y suavidad con la que se desliza, hace recordar a Fausto y a Dorian Gray.
Mefistófeles empieza mostrándose como un caniche que acompaña a Fausto en una noche de tormenta; conserva esa familiaridad del animal doméstico que nos sigue y acompaña fielmente sin hacer preguntas molestas en la desapacible oscuridad. Solo revela su verdadera identidad cuando ha conseguido entrar en nuestros dominios. Ya dentro, con atrevimiento nos propone un pacto después de haber estudiado nuestros intereses y flancos débiles. Ofrece lo que queremos, a cambio se hace dueño del alma. Fausto obtiene el éxito en la vida, el conocimiento; a Dorian Gray le es concedida la eterna juventud y belleza.
El mal es un amante celoso que, como Mefistófeles, se reserva el derecho a quitarnos la vida, si hay alguna cosa o situación que deseemos perdurable. Fausto se resistía a aceptar esta cláusula, pero Mefistófeles se la exige, obligándole a firmar con su sangre. Hasta un niño habría captado la desigualdad de contraprestaciones: Mefistófeles es el dueño del alma en la vida eterna; a cambio, Fausto tendrá el éxito, el conocimiento, y todo lo que quiera en esta vida. Mefistófeles da a Fausto la juventud, para que seduzca con más facilidad a Margarita. Fausto era un hombre de acción, le interesaban el poder y el conocimiento. Mefistófeles le concede por añadidura la belleza de la juventud, y el placer de los sentidos… Es la aparente generosidad del mal. Pero Mefistófeles vendrá a pedirle su alma en cuanto haya algo que desee para siempre. Será inmortal mientras viva en la superficialidad y en la continua acción. Quien vive así, ¿no está ya muerto de algún modo? Bajo la apariencia de una vida llena de éxito, poder y sabiduría Fausto obtiene una condena a la agitación, el desasosiego y la frivolidad.
Conseguir cualquier meta a la que conduzca de modo natural un camino incierto y arduo es también posible tomando el cómodo y seguro atajo de la corrupción. En verdad, quienes a cambio de fraudes amasan inmensas fortunas, se ven privados de las condiciones necesarias para disfrutarlas. Alcanzado lo que se desea para siempre, Mefistófeles se cobra lo pactado. El prestigio se trueca en despiadado juicio de la opinión pública; el poder de antaño es ahora padecer el acoso de un ejército de reporteros; los momentos de gloria son después pasacalles de insultos por la puerta trasera del juzgado…
El caniche de Fausto es la estatuilla de un gato que representa a una divinidad egipcia en Elretratode DorianGray. El mal presenta aquí también una figura animal, conserva la cercanía de una mascota. Ejerce su poderosa fuerza atractiva desde la inmovilidad. Es Dorian quien, bajo su influjo, se agita: sube y baja al desván donde oculta su retrato... Con su conducta causa el suicidio de su amada, induce a seres inocentes al homicidio. Todo en una constante agitación. Y el mal no se mueve, el gato está inmóvil. Aparentemente, respeta nuestra libertad; el gato es frío, Dorian arde en pasiones y decide empujado por ellas. Asegurada la juventud y la belleza, sigue el dictado de su capricho veleidoso. Los mesianismos terrenales participan de la lógica de Mefistófeles. Ese orientar la propia conducta del modo más mezquino –apropiándose de lo ajeno, pagando la cocaína de los amigos con dinero de los parados–, mientras se razona con ideales grandilocuentes y se anhelan metas altruistas y heroicas; ese sacrificar todo lo humano, concreto y real, en aras de lo abstracto y superior, constituye un modo de pactar con Mefistófeles, que firmamos con sangre ajena. Por una Universidad ideal, se amañan plazas, se justifica como estancia de investigación de tres meses la que lo fue de tres días. «Por el bien de la causa» (Solzhenitsyn) se pisotean legítimos derechos, porque así lo requieren los mesianismos utópicos de cada gremio.
La tentación de que sea nuestro retrato quien asuma las consecuencias de nuestra conducta caprichosa, mientras disfrutamos de eterna juventud y belleza, puede ser realidad cotidiana. No es tan difícil convertirse en personas que cuidan su imagen más que su conciencia. Para que tú y yo seamos Dorian o Fausto, sólo hace falta que dialoguemos con Mefistófeles, que escondamos nuestro retrato mientras sentimos la exótica cercanía de la estatuilla del gato. Quizá falte una Margarita o una Emily, que nos ayuden a deshacer lo andado. Eso lo dejo para otro día.
María J. Roca, catedrático de la Universidad Complutense.