Dos almas y un partido

La decisiva cita hoy del Supermartes electoral servirá para despejar dos variables fundamentales en las primarias del Partido Demócrata. La primera es la posición de Bernie Sanders como favorito. Tras ganar el voto popular en el fallido caucus de Iowa e imponerse con claridad en New Hampshire, Sanders logró conquistar en Nevada hasta el 70% del voto latino, que será decisivo en Texas y California. Una victoria en ambos Estados le podría proyectar con fuerza hacia la nominación.

La segunda tiene que ver con la reagrupación del centro del partido, hasta ahora fragmentado, en torno a un único referente para la gran pelea contra Sanders. Frente al mensaje revolucionario de Sanders, Joe Biden diseñó una campaña marcadamente conservadora: se presenta ante el país como un valor seguro, garantía de una especie de restauración política, la vuelta al sentido común tras la gran anomalía trumpiana. Su principal baza, que explota hasta la saciedad, es haber sido el vicepresidente de Barack Obama: “Si queréis un candidato que sea un demócrata de toda la vida, un demócrata orgulloso, un demócrata de los de Obama y Biden, uníos a nosotros”, dijo este fin de semana como invitando a despertar de una pesadilla. La apelación nostálgica a los días de 2008, cuando un país sacudido por la crisis financiera se entregó entusiasmado a la política de la esperanza que prometía Obama, es su registro preferido. Pero hasta su rotunda victoria en Carolina del Sur este fin de semana, el mensaje ha estado lejos de funcionar por sí solo. Biden no es Obama, y en un ambiente político muy polarizado, el centro moderado ya salió derrotado contra Trump hace cuatro años.

El mal inicio de campaña de Biden alimentó las esperanzas de sus contrincantes en la disputa por el ala centrista del partido. La ausencia de un claro favorito hizo que ninguno de los candidatos moderados tuviera incentivos para ceder antes de tiempo y retirarse; todos se veían lo suficientemente cerca de la cabeza como para resistir y esperar su oportunidad. Esa fragmentación del voto centrista ha despejado hasta ahora el camino para Sanders, multiplicando la ansiedad del establishment y los llamamientos a la unidad para frenarle. Desde las primarias de Nevada, esa ansiedad se expresa a través de dos relatos con repercusión creciente pero difícilmente compatibles entre sí. El primero afirma que un septuagenario enfermo del corazón que se declara abiertamente socialista no puede ganar las elecciones en Estados Unidos. Se dice que es una opción extrema, demasiado radical para el pueblo estadounidense, aunque ese pueblo ya no es el que era: en un sondeo reciente, el 51% de los y las jóvenes decían tener mejor opinión del socialismo que del capitalismo. Sanders, que en 2016 ya ganó las primarias en 23 Estados, sale victorioso en un hipotético enfrentamiento contra Trump en 67 de las últimas 72 encuestas nacionales.

El segundo relato afirma que Sanders es como Trump, pero de izquierdas: el problema ya no es que no pueda ganar, sino precisamente que pueda hacerlo. Un columnista de The New York Times ha llegado a comparar la elección entre Trump y Sanders con tener que optar entre un cáncer o una hemorragia cerebral. Aquí es donde comienzan las especulaciones sobre las posibles maniobras del aparato del partido con vistas a la convención de Milwaukee: una segunda vuelta donde todos unan fuerzas si Sanders no logra la mayoría absoluta de los delegados, un candidato “de consenso” que aparezca a última hora al margen del proceso de primarias, o incluso que se presente un tercer candidato a la elección presidencial para salvar de la orfandad al centro moderado. Vuelve la memoria de Ross Perot, el independiente que en la campaña de 1992 obtuvo casi un 19% de los votos. Entonces su candidatura, y la recesión que motivó el eslogan clintoniano del It’s the economy, stupid!, le costaron la reelección a Bush padre.

Desde la Segunda Guerra Mundial, tres presidentes han perdido la reelección. George H. Bush contra Clinton fue el último en 1992. Previamente, a Ford le derrotó Vietnam, la herencia del Watergate y la crisis económica; a Carter la inflación y el paro. Con una economía en crecimiento y bajo desempleo, Trump hoy por hoy se siente invencible. Su mensaje electoral es tan claro como efectivo: “Esta gente quiere asaltar vuestro modo de vida”. Reforzado tras un impeachment estratégicamente fallido, Trump sigue desbordando sus mítines y marcando a golpe de tuit los tiempos del debate público norteamericano.

La opción que teme el establishment demócrata es precisamente la que busca Sanders: confrontarle en campo abierto, polarizar ideológicamente el escenario, oponer al populismo cultural e identitario de Trump un populismo económico fieramente democrático y progresista. Los 15 Estados del Supermartes deben aclarar al menos esas dos cosas: si existe un katechon demócrata contra el sanderismo, y cómo de lejos estamos de esa pugna formidable entre dos almas contradictorias, pero igualmente existentes, de un país aún herido por los efectos de una crisis que nunca se cerró del todo.

Pablo Bustinduy es profesor adjunto en el City College de Nueva York. Fue responsable de la secretaría internacional de Podemos y diputado en las XI y XII Legislaturas.

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