Dos años después del 11-S

Walter Laqueur, director del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington (LA VANGUARDIA, 08/09/03)

El balance de conjunto de la guerra contra el terrorismo, transcurridos dos años desde el 11 de septiembre del 2001, es confuso. Se han cosechado numerosos éxitos, pero carece de sentido hablar de victoria porque la realidad del terrorismo, bajo una u otra forma, persistirá mientras haya conflictos de carácter político o religioso y la agresividad no haya desaparecido de la superficie de la Tierra. Lo que equivale a decir que seguirá existiendo hasta donde puede vislumbrarse.

Se han cosechado numerosos éxitos porque muchas células terroristas ocultas han sido destruidas, alrededor de un centenar según algunos cálculos. Han sido detenidos muchos destacados terroristas y se ha bloqueado buena parte de sus apoyos financieros. Ha sido más difícil planificar y llevar a la práctica los ataques contraterroristas, circunstancia que ha podido comprobarse por el hecho de que de forma creciente se han dirigido nuevos ataques, de modo continuado, contra objetivos desprotegidos, tales como el centro de negocios de Bombay o incluso correligionarios musulmanes (en Casablanca, Arabia Saudí, Indonesia y ahora en Iraq).

Ossama Bin Laden y su colaborador el doctor Zawahiri no han sido capturados, pero ello reviste menor importancia de lo que comúnmente se cree. Al Qaeda nunca ha presentado los rasgos de una organización tal y como esta suele entenderse, por más que sus diversas ramificaciones -capaces de actuar de modo independiente-hayan cooperado y se hayan prestado ayuda mutua. Tanto si los líderes de la Al Qaeda histórica se ocultan en una cueva en la zona fronteriza entre Pakistán y Afganistán como si son detenidos algún día, no es este asunto que revista una importancia decisiva.

En cambio, uno de los descubrimientos fundamentales de los servicios secretos es el que afirma: "No sabemos lo que ignoramos". Incluso aunque hayan sido destruidas numerosas células terroristas, otras -indudablemente- siguen existiendo y tarde o temprano habrá sorpresas desagradables.

La tendencia actual entre los sectores menos controlados del universo terrorista consiste en enviar voluntarios a Iraq, cosa enteramente lógica y natural, pues resulta mucho más fácil inducir a jóvenes militantes a librar la guerra santa contra los infieles imperialistas en un país musulmán que en cualquier otro lugar.

Sin embargo, no es viable el despliegue en Iraq de una guerra de guerrillas clásica a cargo de unidades crecientes en número y fuerza. Más del 70 por ciento del país es zona desértica y no existen lugares donde ocultarse, zonas boscosas de montaña o selváticas. Es relativamente fácil tirotear por separado las siluetas de soldados norteamericanos, interrumpir el suministro de agua corriente y electricidad o sabotear oleoductos. Sin embargo, la población local será siempre la principal perjudicada, circunstancia que no granjeará muchas simpatías a los terroristas. Consiguientemente, hay razón para creer que tarde o temprano se reanudarán los ataques contra objetivos en Occidente.

En cualquier caso, la experiencia indica que ha habido que pagar un precio por los logros obtenidos en la lucha contra el terrorismo. Sin embargo, quienes han sostenido que el peligro del terrorismo se ha exagerado notablemente, se han afianzado en su convencimiento de que el 11-S constituyó un hecho aislado, de que no merece la pena hacer tan grandes esfuerzos en la lucha contra el terrorismo ni gastar tanto dinero en este fin, por no hablar de pensar en recortar o ceder en materia de ciertos derechos humanos. Estas personas argumentan ahora que, dado que no se ha producido en el transcurso de dos años un ataque terrorista de la envergadura del perpetrado el 11-S, ha llegado la hora de desconectar la alarma.

De ahí la situación paradójica consistente en que auténticos éxitos logrados por los servicios de inteligencia y las fuerzas de seguridad han tenido como consecuencia una relajación en la vigilancia. No habría sido así en el caso de haberse cosechado menos éxitos y registrado más ataques terroristas. Otro factor negativo derivado de ello es la aparición de una vasta literatura alusiva a las motivaciones y teorías de la conspiración que ocupa los primeros puestos de las obras más vendidas en Francia, Alemania y otros países, y que sostiene que los ataques del 11-S no tuvieron lugar o que fueron perpetrados por emisarios del espacio exterior o por la CIA, el Mossad o el propio presidente Bush.

Por desgracia, todo permite suponer que volverán a producirse ataques terroristas a gran escala, aunque nadie se halla en condiciones de predecir si será la semana que viene o dentro de diez años. El peligro principal radica en el megaterrorismo llevado a cabo con medios (relativamente) obsoletos y, no obstante, susceptibles de provocar daños de grandes proporciones, además de un pánico enorme. Un ataque de tal naturaleza podría asimismo, dado el caso, desencadenar una guerra a gran escala, sea en Oriente Medio o entre India y Pakistán. Es inútil pretender confiar en la sensatez de los terroristas y persuadirles de que tales guerras constituirían una catástrofe para la misma causa por la que combaten. Los fanáticos no suelen dejarse influenciar por consideraciones políticas juiciosas.

Desde un punto de vista más amplio, la cuestión de las armas de destrucción masiva sigue siendo la amenaza principal. Últimamente se ha extendido la moda de restar importancia a este peligro: al fin y al cabo -si no se han hallado tales armas en Iraq- ¿tal vez nunca existieron? Tarde o temprano, sin embargo, se emplearán.

La creencia de que Europa estará relativamente a salvo parece en exceso optimista, aunque sólo sea porque infravalora el alcance incontrolable de las armas biológicas, que no conocen límites fronterizos nacionales y viajan sin visado.

Antes del 11-S solía argumentarse que el terrorismo islámico (que, por supuesto, dista de ser el único de su especie) era más o menos una fantasía inventada por especialistas en la materia animados por intereses creados al objeto de evocar un falso riesgo. Este enfoque constituyó, como se comprobó más tarde, un error fatal. Pero la historia enseña que, con el transcurso del tiempo, estas lecciones se olvidan. Una guerra mundial no bastó para demostrar a Europa las espantosas consecuencias del nacionalismo agresivo; fue necesaria una segunda guerra para que calara la lección.

El 11-S fue una dolorosa lección, pero hay razones de peso para temer que fue la primera, no la última lección de esta naturaleza.

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