Dos autos históricos de Garzón

El desprecio... pero quedarán. La risa y la mofa... pero quedarán. El rechazo, el chiste, el escarnio, el insulto... pero quedarán. Los dos autos de Garzón se pueden leer en la red y quedarán, sí, para la historia y para que se sepa, dentro y fuera, la brutal realidad del criminal régimen de Franco. Régimen cuyo acceso al poder, y luego permanencia en el mismo, fueron facilitados --que no se olvide-- por la cobardía y la pusilanimidad de los entonces gobernantes de Francia y de Gran Bretaña, dos sedicentes democracias que, como nunca dejó de señalar Antonio Machado, tenían el deber de apoyar a la República.

Es evidente, más de 30 años después de la muerte del dictador, que la derecha española es todavía incapaz de asumir la verdadera y horrorífica dimensión de la política de exterminio y de odio hacia el adversario practicada por el franquismo, sobre todo después de la guerra. Prefiere que se olvide antes de conocerse. Los alemanes han afrontado con valentía su reciente historia. Lo han hecho los franceses, aunque les ha costado. Asimismo, los argentinos, los chilenos. Pero aquí una preconstitucional ley de amnistía (1977) ha llegado a ser una ley de punto final. Garzón razona que es inaceptable, porque el crimen de lesa humanidad, y aquí lo hubo, no prescribe. El Comité de Derechos Humanos de la ONU, nada menos, está de acuerdo y recomienda su abolición.

Aquí lo hubo, sí, y con premeditación. Para el lector no especializado me imagino que lo más tremendo de los dos autos (16 de octubre y 18 de noviembre del 2008) reside en la documentación que aportan sobre el plan de exterminio elaborado por los conspiradores. Plan sistemático y preconcebido puesto en marcha nada más iniciarse la rebelión y, en opinión del juez, "delito permanente de detención ilegal, sin ofrecerse razón sobre el paradero de la víctima, en el marco de crímenes contra la humanidad". Garzón cita, entre otras pruebas, el siguiente decreto: "Quedan depuestos de sus cargos el presidente de la República, el presidente del Gobierno y todos los señores ministros, con los subsecretarios, directores generales y gobernadores civiles. Todos ellos serán detenidos y presos por los agentes de la autoridad como autores de los delitos de lesa patria, usurpación de poder y alta traición a España" (la cursiva es mía). Y la Octava Orden de Urgencia: "En el primer momento y antes de que empiecen a hacerse efectivas las sanciones a que dé lugar el bando de estado de guerra, deben consentirse ciertos tumultos a cargo de civiles armados para que se eliminen determinadas personalidades, se destruyan centros y organismos revolucionarios". Los documentos hablan por sí mismos.

El 19 de julio de 1936, en marcha la insurrección, declaró Mola: "Es necesario propagar una imagen de terror (...) Cualquiera que sea, abierta o secretamente, defensor del Frente Popular debe ser fusilado". ¡Abierta o secretamente! ¡Receta para el genocidio! Y en 1937 pronunció lindezas como: "¿Parlamentar? ¡Jamás! Esta guerra tiene que terminar con el exterminio de los enemigos de España". O: "A los que han hecho armas contra nosotros, contra el Ejército, fusilarlos. Yo veo a mi padre en las filas contrarias y lo fusilo".
Franco no le anduvo a la zaga. Se declaró dispuesto a matar a media España si hacía falta.

Queipo de Llano, con todo, fue el más sádico. "Yo os autorizo, bajo mi responsabilidad, a matar como a un perro a cualquiera que se atreva a ejercer coacción sobre vosotros", recomendó en una de sus arengas radiofónicas. No faltó la acusación de que los rojos eran unos afeminados. Tampoco la incitación a violar: "Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los rojos lo que es ser hombre. De paso, también a las mujeres de los rojos, que ahora, por fin, han conocido a hombres de verdad, y no castrados milicianos. Dar patadas y berrear no las salvará".

Y luego, los niños perdidos del franquismo, arrancados de los brazos de sus madres en la cárcel --muchas de ellas, luego fusiladas--, "reeducados" en el nacionalcatolicismo por el Estado o entregados a parejas adictas al régimen, con sus apellidos originales borrados. Miles de niños que desconocen su verdadero origen, niños incluso buscados en el exilio por el servicio de "repatriación" franquista, niños considerados por el nefasto psiquiatra Antonio Vallejo Nájera --teórico de "las íntimas relaciones entre marxismo e inferioridad mental"-- como una plaga nociva, heredera de las taras innatas de sus progenitores. La crueldad mostrada hacia ellos --a veces les decían que sus madres los habían abandonado-- sublevará, seguramente, a muchos lectores. Así como la complicidad de la Iglesia.

En solo un mes los dos autos de Garzón han servido para provocar una intensa reflexión sobre las deficiencias de la ley de la memoria histórica y para impulsar el reconocimiento y la recuperación de las víctimas del holocausto español. ¿Quedará todo ahora en agua de borrajas, tras la "inhibición" del juez y el traslado a los juzgados? No lo quiero creer. Debe prevalecer la decencia humana.

Ian Gibson, escritor.