Dos crisis

Vivimos tiempos cada vez más raros, más descompuestos. Hace cosa de un mes, el Gobierno obtuvo apoyos suficientes para sacar adelante los Presupuestos pagando al PNV un precio que todavía está por aclarar y cuyas consecuencias obran solo en el conocimiento de algunos, si es que hay alguien —y no es seguro que lo haya— en situación de saber qué variables intervienen en la ecuación. Pero esto ocurría, por así decirlo, anteayer. Poco después se producía la crisis ministerial, con la emergencia poderosa, y también misteriosa, de Rubalcaba. La llamo «misteriosa», porque no nos consta qué papel toca jugar en el drama nacional a este superviviente de la etapa felipista. Las conjeturas cubren un arco amplísimo. El análisis convencional sugiere que un Zapatero fuertemente erosionado necesitaba protección y refuerzos, y que se ha convocado al hombre que mejor podía proporcionárselos. Sin embargo indicios complementarios, lo bastante numerosos para generar una atmósfera, un estado de opinión, apuntan en otro sentido. Según algunos analistas, el nuevo Gobierno sería un equivalente del Comité de Salvación Pública que los republicanos franceses crearon en 1793 para hacer frente a una situación de emergencia máxima. El paralelismo con la Revolución, por supuesto, es imperfecto. La prioridad del PSOE es salvarse a sí mismo, no salvar al régimen, y lo que habría, en vez de un rey ciudadano separado de sus prerrogativas hereditarias, es un presidente parcialmente destituido por su propio partido, o mejor, por algunos notables dentro de su partido. De ser la hipótesis cierta, incluso en un cincuenta por ciento, ignoraríamos, en este instante, quién es el responsable de la política frente a la nación. Como vivimos en una democracia, esto último viene a ser lo mismo que decir que no existe, a fecha de hoy, un responsable de la política nacional. Hecho que debería asombrarnos si no estuviéramos curados de asombro. El único destello de luz, en mitad de la opresora oscuridad, es una noticia mala, aunque en absoluto sorprendente. El proyecto estrella que este Gobierno ha incorporado a la agenda del anterior huele a pólvora: evitar la derrota electoral liquidando al contrario. En los países civilizados se vence a la oposición con políticas que promueven los intereses generales. Aquí buscamos atajos. Lo que no sea esto se nos antojan floreos pusilánimes cuyo solo efecto es desviarse de la línea recta que pasa por el corazón del adversario.

¿Por qué decidió el PSOE que era preciso apuntalar al presidente, o tal vez —segunda hipótesis— que había llegado la hora de reducirlo a una mera prótesis, adherida a la mayoría parlamentaria? La respuesta se le alcanza a cualquiera: las encuestas daban muy mal para los socialistas. ¿Y por qué daban tan mal? La interpretación, ahora, es menos clara. Tenemos, es verdad, la crisis, empeñada en no aflojar su presión sobre el cuello de los españoles. Pero la crisis llevaba con nosotros bastante tiempo, sin que su persistencia y la mala gestión del Ejecutivo se hubieran traducido, hasta hace unos meses, en una caída proporcional en el apoyo popular al Gobierno. El solo factor diferencial, lo único que puede dar cuenta del cambio, es un episodio que nos remite al mes de mayo pasado: el giro copernicano en política económica, su carácter repentino, y la falta de explicaciones. O peor todavía, un intento de justificación de consecuencias devastadoras para la legitimidad del presidente. Lo que llegó al ciudadano fue el mensaje de que Zapatero no había contradicho sus principios, sino que los habían impugnado otros: el FMI, Obama, la Comisión Europea. En dos ocasiones señalé, por esas calendas y desde este mismo espacio de la Tercera de ABC, que el hecho era tremendo, y destructivo de los presupuestos sobre los que se basa cualquier democracia, o, aún más, cualquier forma respetable de gobierno soberano. Es verdad que circunstancias críticas fuerzan a veces una revolución en los mores políticos. Si el precio del petróleo se multiplicara de pronto por cien, todo el mundo comprendería un recorte radical de las prestaciones públicas. Lo malo, sin embargo, no fue eso. Lo malo fue que muchos españoles llegaran a sentir que mandatarios políticos que no están donde están gracias a su voto ordenaran a quien sí depende de su voto una alteración súbita en la conducción de los asuntos colectivos. Esto destrozó moralmente al presidente. Los ciudadanos han asistido, relativamente impávidos, a la dinamitación del Estado a través de la revisión del Estatuto de Cataluña. Han sobrellevado que el PSOE, durante la legislatura anterior, coqueteara con la idea de iniciar un proceso constituyente en la sombra impulsado por la ambición, o la visión, de un anuncio espectacular: el final de ETA. Han tolerado, en fin, lo intolerable, pero no la novedad de no saber quién les gobierna, o de sospechar que no les gobierna el que teóricamente debería gobernarles.

La catástrofe no afecta solo a España. Afecta a Irlanda, Portugal, Grecia. Afecta, en menor medida, a Francia, e incluso, en un «diminuendo» de afectaciones, hiere a Alemania. La situación peregrina y peligrosísima brota por lo derecho de la constitución incompleta, por usar un eufemismo, de la Unión. En un artículo reciente —«The Crisis & the Euro», The New York Review of Books, 8-7-2010—, escribió George Soros, a propósito del proceso de construcción europea: «Se ponían objetivos y plazos firmes. Se movilizaba la voluntad política para un pequeño paso, sabiendo bien que al poco se reconocería la insuficiencia de este y la necesidad de pasos sucesivos. Así es como la Comunidad de los seis creció hasta convertirse en la Unión Europea, paso a paso».

De acuerdo. Deja sin embargo un tanto estupefacto que el maquiavélico Soros haga este resumen sin advertir que el carácter sigiloso, casi fraudulento, de la operación podía pagarse a un precio muy alto. Lo que en esencia está ocurriendo es que los europeos se ven coartados a seguir juntos, o a intentarlo, en un vacío moral y político. Falta una estructura legal, faltan líderes, y falta un proyecto claramente enunciado. Estas carencias se colman, o no se colman. Sucede lo primero no solo cuando la voluntad de forjar una unidad superior cuenta con el beneplácito de la mayoría, sino, además, cuando existen instrumentos para que dicha voluntad se haga efectiva. Ello implica que alguien tome decisiones y, sobre todo, que lo haga sin reparar en gastos, ni propios ni ajenos. No existe memoria de una creación nacional sin alguien dispuesto a asumir los riesgos y sacrificios que toda creación nacional entraña. No aprecio en Europa los fermentos necesarios para que cuaje el invento. Constato, más bien, un «cul-de-sac»: Alemania quiere extender una fórmula económica que cree que le conviene, pero que es más que dudoso que convenga a las naciones periféricas, entre otras España. De aquí a poco los gobiernos que, precisamente porque son gobierno, representan de oficio la causa europea podrían verse condenados, en porcentaje alto, a perder las elecciones a que hayan de afrontarse en sus países respectivos. Basta, de otro lado, hojear de vez en cuando la prensa alemana para constatar el cambio de opinión que se está verificando en aquella tierra. Me refiero a la desconfianza, y el desdén creciente, hacia Francia. Sí, los españoles tenemos dos problemas. En tanto que españoles, y en tanto que europeos.

Álvaro Delgado-Gal, escritor.