Dos cuestiones de Estado

Casi siempre que se habla de competitividad se alude a este término en relación con el mundo de la empresa y su capacidad para adaptarse a los nuevos requerimientos del mercado. Y se suele decir que depende principalmente de su propia voluntad de cambio y de sus posibilidades de adaptación a las nuevas condiciones del mercado. Visto desde este punto de vista, hay quienes han corregido este planteamiento exclusivista de la competitividad, confinado al ámbito empresarial, para extenderlo a otras realidades. Quienes así piensan, hablan de este concepto como un atributo individual, que conecta con el territorio de la actitud y la voluntad del ser humano para seguir mejorando de forma continua a lo largo de su vida laboral, y por extensión se refieren también a la competitividad como una característica de los propios países. En este sentido, podríamos hablar de países competitivos y países que no lo son, dado que estaríamos realizando una suma de las condiciones para competir que presentan tanto las empresas como los individuos que las forman.

Sin duda, es esta visión holística del concepto de competitividad la que más se aproximaría a la realidad de nuestras sociedades, si bien en el enunciado de este planteamiento nos faltaría por apuntar la responsabilidad que tienen los propios gobiernos a la hora de fomentarla. Efectivamente, una empresa tiene la obligación de ser cada día más productiva para que sus competidores no la desplacen del mercado. Y eso supone innovar en procesos, abordar nuevos mercados, mejorar la eficiencia de sus modelos, etc. De la misma manera que la primera responsabilidad de formarse y reciclarse, en aras de favorecer su empleabilidad, recaerá siempre en el individuo. Sin embargo, no es menos cierto que las estructuras jurídicas, o eso que algunos llaman entorno, y que incluiría toda la órbita de normas que gravita sobre las empresas y los individuos, puede convertirse en factores obstaculizadores o favorecedores de la competitividad. Nos referimos a normas que aluden a la fiscalidad, al empleo, al medio ambiente, a la libertad y unidad de mercado, a la facilidad para hacer negocios... Y, sin duda alguna, a la Educación. No en vano son las personas las que constituyen las empresas y las que, además de conocimientos específicos, necesitan absorber los cambios tecnológicos para poder aplicarlos después en forma de innovación en la estructura productiva.

Si nos ceñimos a los datos con los que periódicamente nos ilustran diversos informes de reconocidas instituciones internacionales, España tiene un problema estructural de competitividad (otra cosa son las mejoras puntuales derivadas de la devaluación interna acometida por las empresas para mejorar sus ventas al exterior y con ello revitalizar su actividad en estos años de severa crisis). Sin ir más lejos, el último Índice de Competitividad publicado por el Foro Económico Mundial, que mide cómo utiliza un país sus recursos y capacidad para proveer a sus habitantes de un alto nivel de prosperidad, indica que hemos empeorado en puntuación con respecto a 2013 (4,57 puntos en 2014 frente a 4,60 puntos de un año antes), y nos situamos en el puesto número 35 en una lista de 148 países, con escasos cambios, por cierto, a lo largo de los últimos ocho años.

Si tuviésemos que analizar cuáles son las causas de este estado de postración competitiva que presenta España, sin duda tenemos que referirnos a esos factores relacionados con el entorno de los que hablábamos antes, a los que aluden día tras día las autoridades económicas mundiales cuando exhortan a nuestro Gobierno a no cejar en la senda de reformas ya iniciada para soltar el lastre que impide a nuestro sistema productivo tomar altura. Entre ellas, con toda seguridad, destacaría la Educación, un ámbito en el que, para desgracia de nuestra sociedad, las fuerzas políticas no han sido capaces de ponerse de acuerdo en 37 años de democracia, dando lugar a siete leyes educativas que, apenas nacidas, soportan la amenaza de ser derogadas tan pronto como el correspondiente partido de la oposición tome el poder. Esa misma condena pesa sobre la reciente LOMCE, cuyos efectos se harán patentes desde este mismo curso que acabamos de iniciar.

Que la Educación tiene un peso fundamental sobre la Competitividad, y que esta relación causa-efecto es de sobra conocida por los expertos, se pone de manifiesto en los pasos que ha ido dando la Unión Europea en los últimos años para hacer converger las titulaciones universitarias dentro de un Espacio Europeo de Educación Superior. Quizás, uno de los puntos clave de esta reforma, haya sido el intento de adaptar el contenido de los planes de estudio de las titulaciones que se imparten en las universidades españolas, haciendo posible que los futuros profesionales respondieran, en términos de habilidades y competencias, a las necesidades reales de las empresas. No obstante, se trataría de una meta aún inalcanzada, en la medida en que ambos mundos carecen aún de pasarelas o puentes por los que transiten, en un viaje de ida y vuelta, las propuestas y demandas de una y otra parte, como periódicamente vienen denunciando los agentes económicos.

Para corroborar este hecho, baste con fijarnos en un detalle muy elocuente: el elevadísimo volumen de literatura científica generada por las universidades españolas y publicado en las revistas de su género, hasta el punto de haber alcanzado en pocos años el número 10 del ranking mundial, y en cambio, un escaso número de patentes registrado, que nos coloca en el puesto número 15 de la lista global, en una posición más que distante de los países de nuestro entorno, como Alemania. Si este país solicita alrededor de 18.000 patentes al año, España apenas si sobrepasa las 1.600, según datos del reciente Estudio de Patentes 2014, que elabora Online Business School. Probablemente, un sistema de enseñanza superior que solo basa la promoción de sus docentes en el aspecto de la producción y la publicación científica, más que en la materialización de sus hallazgos en innovación, pueda llegar a ser una de las causas de este desajuste que, de ninguna manera, se debería corresponder con un país que representa la quinta economía europea y que, en algún momento de su reciente historia, aspiró a formar parte de las diez mayores del mundo.

Como la experiencia se ha encargado de confirmar, la conexión entre conocimiento y tejido productivo constituye un factor clave para la generación de riqueza y debe estar en la base de cualquier proyecto que se proponga cambiar nuestro modelo de crecimiento. A título de ejemplo, en un país como Estados Unidos, a la vanguardia de la innovación mundial, ha sido su decidida apuesta por la investigación y el desarrollo lo que explica más de la mitad de su crecimiento económico en los últimos setenta años. Y la pieza clave de este engranaje han sido las universidades, bien como promotoras de empresas de base tecnológica, bien como impulsoras de marcos de colaboración entre investigadores y profesionales de otros sectores, o como polos de atracción de empresas en clusters de innovación; empresas, por cierto, que financian líneas de investigación que luego redundan en innovación y mejoras competitivas en sus estructuras.

Seguramente, como señalan algunos, el problema para solucionar este déficit de innovación en nuestro sistema sea consecuencia de falta de dinero y presupuestos, y probablemente no les falte razón, pero también es cierto que a veces no se trata solo de dinero, sino de la corrección del modelo. Un modelo, por cierto, que es capaz de generar el mayor número de universitarios de toda Europa (otra cosa es analizar si la enorme oferta de titulaciones de las universidades españolas se corresponde con una demanda real desde el punto de vista del mercado) y, al mismo tiempo presenta el menor índice de titulados en Educación Secundaria no Obligatoria (Bachillerato y FP de Grado Medio). Según el informe Panorama de la Educación 2013, de la OCDE, tan solo un 22% de los españoles tienen alguna de estas titulaciones frente a un 48% de media que sí la poseen entre los países de nuestro entorno (UE-21) y un 44% de la OCDE. Y más preocupante, si cabe, es el hecho de que alrededor del 46% de los españoles en edad de trabajar posean por única titulación la ESO o ni siquiera. Esta última cifra baja al 25% en la OCDE y a un 24% en la UE-21.

Nos encontramos, por tanto, ante un sistema educativo que en sus niveles superiores no sólo no favorece el trasvase de innovación hacia el sistema productivo, sino que además ha crecido en los últimos años en términos de oferta, sin que en muchos casos esa oferta se corresponda con las demandas reales de las empresas. Y en lo que se refiere a los niveles medios, tampoco ha sido capaz de reducir el fracaso y el abandono, poniendo en cuestión el papel de igualación social y generación de oportunidades que debería corresponder a nuestro modelo educativo. Se trata por tanto de un desafío a la sociedad española y, en particular, a nuestros gobernantes. Todos ellos deben comprender que estamos ante una cuestión que trasciende el ámbito ideológico y de partido para situarse en la auténtica base fundamental que determina el camino hacia el progreso.

Ricardo Martín Fluxá es Presidente de la Fundación Ankaria y del Consejo Social de la Universidad Rey Juan Carlos.

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