Dos de los nuestros

Hace unos días las Universidades de Alcalá de Henares y Rey Juan Carlos investían doctores honoris causa a don Fernando Álvarez de Miranda y don Antonio Fontán, Presidentes del Congreso de los Diputados y del Senado en la Legislatura que aprobaba la Constitución de 1978. Un reconocimiento que se hacía extensivo a los parlamentarios constituyentes. Un excelente momento, en presencia de los Reyes de España, para reconocer la labor realizada, defender la vigencia de los principios y valores constitucionales y resaltar los méritos de ambas figuras.

Enrique V, el héroe de Shakespeare, decía que el hombre mayor olvida. Mao, la última vez que se encontró con André Malraux, en vísperas de su entrevista con Nixon, mantenía que el hombre joven piensa. Piensa para derrotar al tiempo fugitivo. Piensa para enfrentarse a la desesperanza. Vencer al tiempo, y vencerlo con optimismo. Con la certeza de que existe un saber hacer, privilegio de los grandes hombres. Aquellos que se distinguen por ser testigos del tiempo, servidores de sus conciudadanos y vocacionales defensores del bien común. Grandes hombres que se alojan en la memoria de la Nación y quedan incorporados a su corazón. Al corazón de una España que es razón y pasión. Razón de libertad. Y pasión de convivencia, de un proyecto de vida en común, renovado y compartido. Pasión, pues, de Constitución.

No hay mayor satisfacción que tener la oportunidad de erigir unas reglas de convivencia para una nueva España: la España constitucional. Actuar en la historia común como un Alexander Hamilton, un John Jay o un James Madison. Por más que, a diferencia de las trece colonias americanas, no hacía falta -como describe Gore Vidal en Inventing a Nation-, inventarse una Nación. Aunque la envergadura del reto era enorme: la reconciliación de unos españoles enfrentados en una cainita Guerra Civil, el desmantelamiento de las asfixiantes estructuras de una dictadura y la conformación de un liberalizador Estado social y democrático de Derecho. Nuestros constituyentes daban vida al artículo 16 de la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: «Toda sociedad en la que no se reconocen los derechos fundamentales, ni el principio de separación de poderes, carece de Constitución». Se asumían metafóricamente las palabras del diputado Mirabeau, un 23 de junio de 1789: «Id a decir que estamos aquí por la voluntad del pueblo, y que no nos moverán más que por el poder de las bayonetas». Un mandato recibido del pueblo soberano, que se había escuchado, alto y claro, en los comicios de 15 de junio de 1977.

Doscientos años después se revivía así otro Jeu de paume. Otro Juego de la pelota. Si allí los parlamentarios franceses acordaron, un 20 de junio de 1789, no separarse hasta darse una Constitución, la apertura de aquella Legislatura, un 22 de julio de 1977, fue el arranque de una época ilusionante. Si Jacques-Louis David era el encargado con sus pinceles de inmortalizar el evento revolucionario, aquí lo podría ser El abrazo, ¡qué mejor título!, de un comprometido pintor Juan Genovés. La admonición de Manuel Azaña, un 18 de julio de 1938, desde el balcón del Ayuntamiento de Barcelona, de «paz, piedad y perdón», se hacía realidad. Lo expresó Don Juan Carlos el día de la apertura de la Legislatura: «La Corona desea una Constitución que dé cabida a todas las peculiaridades de nuestro pueblo y que garantice sus derechos históricos y actuales».

Una Constitución llamada a ser, lejos de cualquier azarado constitucionalismo de bandería, de todos y para todos los españoles. Una Constitución que instituía un Estado de Derecho, entendido por John Adams, como government of law, not of men. O, según el presidente Lincoln, «the government of the people, by the people, and for the people». Así las cosas, podríamos aplicar a nuestra Carta Magna las reflexiones de Washington sobre la Constitución americana: «La Constitución podría haber sido más perfecta, pero creo sinceramente que es la mejor que podía obtenerse en ese tiempo; además, queda abierta la puerta para enmendarla más tarde».

Una Carta Magna que no podemos entender sin referencia a la Corona. Una Monarquía parlamentaria -como Poder moderador y neutral- que, al estar au dessus de la melée, carece de ejecutiva potestas pero disfruta de ganada auctoritas. Antonio Fontán lo reseñaba: «España o es un Reino, o es un barullo». Y al frente de ella, Don Juan Carlos, que ha aglutinado las tres legitimidades de Max Weber -la histórica, la racional-normativa y la carismática-, al dar impulso a la Transición Política y a la que fue su expresión jurídica: la Constitución. Con la Constitución nos incorporábamos al elenco privilegiado de los países libres y democráticos. No sin esfuerzos, ni discrepancias, pero sin convulsiones, ni enfrentamientos insuperables. Reconciliación, convivencia y consenso. Sin excluidos, perseguidos o marginados. Una España generosa, acogedora e integradora. «Se había conseguido -diría Álvarez de Miranda- el sueño de muchas generaciones de españoles que aspiraban a una paz serena y duradera».

Transitábamos pues de un malhadado sistema autoritario a un añorado régimen constitucional. Si decía De Lolme, al referirse al Parlamento británico, que éste lo podía todo menos convertir un hombre en mujer, algo semejante podríamos afirmar, ¡aunque la cuestión no era, naturalmente, un asunto de cambio de sexo!, sino de la forma de organizar democráticamente el poder político.Una Constitución democrática sancionada por el pueblo español un 6 de diciembre.

Y a la cabeza de las dos Cámaras, dos hombres justos. Dos hombres buenos. Dos de los nuestros, como apuntaba Joseph Conrad de Lord Jim. Dos hombres que dieron testimonio de generosidad. La grandeza de quienes anteponen el bien común a su propio bien, el progreso de la Nación a su propio progreso, el consenso plural a sus propias ideas, el diálogo al enfrentamiento, el rostro del otro al propio, la confianza a la rivalidad, y la mano tendida al egoísmo y al ensimismamiento. Y testimonio de una inquebrantable lealtad: a la conciencia, a las instituciones legítimas, a la voluntad soberana de la Nación. Álvarez de Miranda y Fontán asumieron el papel de los admirados speakers en la Cámara de los Comunes. A la postre, reseñaba James Bryce en su obra The American Commonwealth, «Una Asamblea es, después de todo, una reunión de hombres. Y como las demás reuniones humanas, ha de ser dirigida y regida». Y a fe que lo hicieron con sabiduría, cintura y una firmeza no exenta de prudencia. La virtud -recordaba el Mitterrand en su Diálogo a dos voces- del hombre público. Fueron nuestros más hábiles parteros.

Sus biografías son el mejor testimonio de que no sintieron el poder como patrimonio particular. Un poder que nunca ejercieron de forma desmesurada, que nunca impusieron de modo arbitrario, que nunca exteriorizaron de manera caprichosa. La democracia es una pulsión ética: de equilibrio, ponderación y responsabilidad. Y aquí el trabajo fue a tiempo completo, sin reservas, dándose y vaciándose de forma continuada. Una labor ejecutada con la precisión de un relojero, la curiosidad de un detective, la paciencia de un franciscano y la inteligencia de los legisladores de la Grecia clásica. Y todo ello, sin que les cegara el falso resplandor con que, esgrimía Sófocles, los dioses deslumbran a quienes pierden.

Dicen que las palabras postreras de Wittgenstein fueron: «Díganles a todos que he tenido una vida maravillosa». A nosotros nos corresponde ahora trabajar por esta España: un país para la convivencia, para la concordia, para la comprensión y para la paz civil.

Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos.