Dos de mayo de 1808. ¡Viva la nación!

La fecha, en sí misma, ya tiene algo de bella bandera, izada al mismo tiempo que florecen los parques y plazas de Madrid, donde junto a los árboles hay estatuas pacíficas del siglo XIX, estatuas de militares liberales, tribunos románticos y poetas olvidados. El dos de mayo de este 2008 que comienza será la conmemoración de otro dos de mayo de hace doscientos años, cuando un levantamiento del pueblo madrileño, repentino, inesperado y devastador, sin que nadie se hubiese valido de proclamas impresas ni de artificios de oratoria para provocarlo, iluminó con su esplendor de furia heroica no sólo a la España ocupada por las tropas de Murat sino también -y en palabras de Chateaubriand- a una Europa pusilánime que, siguiendo el ejemplo español, iba a oponer al emperador Bonaparte un enemigo más poderoso que los reyes: la nación, que en 1808 comienza su alzamiento en España. Las naciones, que desde el Rhin al Neva van a levantar sus armas contra las águilas hegemónicas de Napoleón, contra el Gran Corso a quien acusa la sombra de los ideales jacobinos traicionados y cuya voz se ha visto alterada por el despotismo y la embriaguez de los éxitos militares:

«¿Acaso se quiere establecer la soberanía del pueblo? Pues bien, en tal caso, yo me hago pueblo, pues mi intención es estar siempre allí donde se halle la soberanía».

Hay fechas en que los acontecimientos se precipitan como si la historia tuviese más prisa en hacer correr el tiempo. El dos de mayo de 1808 es una de esas fechas. Un espectador profético de la carga del mameluco y del coracero sobre la multitud que respondía al arma blanca, o de la desesperada resistencia de Daoiz y Velarde en el parque de Artillería de Monteleón, hubiera visto que un racimo de apariencias futuras acompañaban al pueblo madrileño en su inmenso clamor de dies irae contra el invasor francés: la sombra del guerrillero y la proclama del orador de la Cortes de Cádiz, la joven Alemania que se rebela contra el emperador Napoleón y la mirada victoriosa del orgulloso duque de Wellington posando para Goya, el paso apresurado de Simón Bolívar, que ya empieza a alzarse en el horizonte, y la independencia de las posesiones americanas, el pistoletazo del suicida Larra o la desolación de la quimera del Torrijos pintado por Gisbert y cantado por Espronceda.
Como la nación en armas francesa el año 1792, los españoles, en masa, en 1808. Porque es ahora, el dos mayo de 1808, cuando el pueblo real, el pueblo llano, generoso, verdadero, terrible y admirable, se adelanta al primer plano de la historia y se empeña en actuar de altavoz y protagonista. Es ahora, frente a unas instituciones sumisas a los dictados del invasor, un ejército acuartelado, que abandona a los pocos oficiales unidos al arrebato pasional de los madrileños, una larga nómina de gente letrada que confía en las tropas imperiales y en un rey de dinastía napoleónica para la prolongación del despotismo ilustrado, y una burocracia y unos monarcas entregados a Napoleón, cuando pasa por la península ibérica entera, estremeciéndola, el grito colectivo, coral, arrebatado y memorable izado por el pueblo madrileño.

Llamarada de cólera, el levantamiento del dos de mayo flota sobre la deserción de Fernando VII, primero de los afrancesados, y enciende la mecha de la guerra de la Independencia, un seísmo patriótico, nacional, que diluye las viejas barreras históricas y culturales y fusiona todas las regiones españolas en una respuesta común contra el ejército imperial . Lo sabe ver a tiempo Jovellanos, que se resiste a seguir las ofertas de sus amigos afrancesados para unirse a la corte de José Bonaparte y comprende un porvenir donde el pueblo español exigirá ya el nombre de nación:
«La nación se ha declarado generalmente y se ha declarado con una energía igual al horror que concibió al verse tan cruelmente engañada y escarnecida».

El propio Napoleón, que más tarde se reprocharía haber presentado la empresa española como una descarada conquista «al desnudo», que ya en el crepúsculo de la derrota se repite a sí mismo «la inmoralidad debió de mostrarse de manera demasiado patente, la injusticia de manera demasiado cínica», también sabe reconocerlo en el memorial de Santa Elena: «Los españoles, en masa, se portaron como un hombre de honor».

Y Goya, primer reportero gráfico de guerra moderna, nos muestra la realidad más profunda y estremecedora de aquella jornada histórica en su pintura El dos de Mayo de 1808, donde los príncipes y capitanes han desaparecido y sólo vemos al paisanaje madrileño en el momento de acometer a los mamelucos imperiales, símbolo del pueblo alucinado y pululante que se agita en los Desastres de la guerra.

Por supuesto, el dos de mayo de 1808 tiene también algo de temible, hasta de absolutista. La atmósfera de cataclismo da miedo a las personas templadas, que recelan de un pueblo exhortado desde los púlpitos a guerrear «las guerras del Señor, contra sus enemigos los franceses libres». Los tedeum y las persecuciones de la España de Fernando VII, donde el pueblo rechaza su identidad política, recién descubierta, y vuelve a la pasividad del pasado despótico, entre vivas al Rey Deseado que reviven las cadenas, pueden devolvernos también a los lugares comunes más gastados por aquellos intelectuales victimistas que todavía hoy nos aburren subrayando la vocación cainita del español, diciéndonos que no hay peor enemigo del español -y de lo español- que el español mismo: ya saben, la Inquisición, la sangre caliente, la intolerancia, los frailes , la predisposición a matarnos los unos a los otros...

Junto al despertar de la nación y al recuerdo de lo que a nosotros, dentro de España, a menudo se nos olvida, el recuerdo de una hazaña colectiva que asombró a Europa, en el segundo centenario del dos de mayo quizá convendría también poner de relieve que las pasiones sectarias enfrentadas no son ni han sido nunca exclusivas de nuestro país. ¿Fue más civilizada en sus luchas políticas la Francia de Robespierre y Napoleón que la España de Carlos IV y la guerra de la Independencia cuando el primero cortaba las cabezas de sus compatriotas y el segundo hacía cargar sobre media Europa unos sufrimientos como si fueran un tributo que le era debido? ¿Acaso los príncipes de Alemania no faltaron igualmente a las promesas cultivadas por los poetas durante la lucha contra Napoleón y los hijos de las musas no fueron mandados también a los calabozos en pago por su abnegación y su noble credulidad?

No se trata de comparar horrores, pero sí de poner un poco las cosas en su dimensión histórica, y de no aceptar esa mirada desdeñosa hacia nuestro pasado y ese deleite fatalista y no poco masoquista que condena la España nacida del dos de mayo a la negrura de la reacción más grotesca.

Si tras el levantamiento madrileño la movilización partió de la Iglesia y de la nobleza en defensa de sus prerrogativas, la prolongación de la guerra favoreció la obra de los jóvenes jacobinos que se habían unido al pueblo contra el invasor francés. De los conde Toreno, Argüelles, Flórez Estrada, Muñoz Torrero, Martínez de la Rosa... puede decirse lo que escribe La Forest del poeta Quintana: partidarios ardientes de la Convención, moderados admiradores del Directorio, enemigos juradosdel Bonaparte del 18 de Brumario. Con ellos, que se rebelan por devenir algo nuevo y algo mejor que el Antiguo Régimen , amanece en Cádiz el sueño liberal del constitucionalismo y nace en España la promesa de una nación de ciudadanos iguales en derechos y deberes. Un sueño quijotesco al comienzo, hecho realidad a lo largo del siglo XIX, vivo en el siglo XXI, no por supuestas identidades milenaristas sino por la voluntad democrática de sus habitantes de reconocerse en una historia común y una cultura sin imposición alguna.

Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto.