Dos elogios de Sevilla

Se están cumpliendo durante estos meses los quinientos años de la epopeya de Hernán Cortés y es por tanto un buen momento para recordar un episodio que, como se refiere mucho más a Sevilla que a la conquista de México, no podrá ofender a nadie en ultramar. El episodio es conocido, pero quizá no se le ha prestado toda la atención que merece. Su protagonista se llamaba Jerónimo de Aguilar. Natural de Écija, recibió las órdenes menores, hoy inexistentes, que se concebían como un camino de acceso al sacerdocio. Jerónimo de Aguilar pasó a América y estuvo con Núñez de Balboa en Panamá. En 1512 se embarcó rumbo a La Española, la isla que hoy comparten la República Dominicana y Haití, pero el buque naufragó frente a las costas del Yucatán y todos perecieron, salvo un marinero, Gonzalo Guerrero, y el propio Aguilar. Guerrero se adaptó a la vida de las tribus mayas y alcanzó un cierto prestigio como jefe militar. Jerónimo de Aguilar decidió seguir siendo quien era, aunque ello le costara la esclavitud, en la que permaneció hasta que, siete años más tarde, se encontró con los hombres de Cortés en el cabo Catoche. Sabido es que Jerónimo de Aguilar fue extremadamente útil a Cortés como intérprete de la lengua maya. Pero yo querría concentrarme aquí en aquel encuentro de Aguilar con sus compatriotas en una remota playa americana, cuando ya había desesperado de recuperar alguna vez su mundo y su vida.

El momento tuvo un hondo dramatismo. Si nos atenemos al relato clásico de ese auténtico Jenofonte español que fue Bernal Díaz del Castillo, cuando Aguilar saltó a tierra desde una canoa y vio a los españoles, dijo: «Dios y Santa María y Sevilla». Según Bernal, hablaba un castellano «mal mascado y peor pronunciado», iba «tresquilado a manera de indio esclavo», traía «una manta vieja muy ruin e un braguero peor», y llevaba un Libro de Horas, es decir, un devocionario, un libro de oraciones, también muy viejo. Jerónimo de Aguilar volvía a su patria y quiso resumir en tres conceptos, dos espirituales y uno temporal, lo que su patria significaba para él: Dios y Santa María y Sevilla. Asombra el poder evocador que ya tenía Sevilla hace quinientos años. Su nombre bastaba para traer a la imaginación un inmenso conjunto de cultura y de vida que sin duda excedía de los límites de la ciudad. De una manera muy española, Jerónimo de Aguilar llegaba a la patria grande a través de la patria chica, y con ello le hacía a Sevilla un elogio difícil de igualar.

Ciertamente, hicieron falta cuatrocientos años y la inspiración de un gran poeta sevillano para que el elogio de Aguilar se igualara, y no solo en su valía, sino en su misma expresión literal. Ya adivina el lector por donde voy. Ha escrito no hace mucho en estas páginas Andrés Amorós que Manuel Machado «remató, con la elegancia de una media verónica, su poema a Andalucía: “Y Sevilla”». Otra vez un universo entero se encapsulaba en dos palabras, en las mismas dos palabras. En el poema, todas las capitales andaluzas precisaban una breve evocación, que a veces consistía en un solo adjetivo: Málaga, cantaora, Almería, dorada, plateado, Jaén… En el caso de Sevilla, su nombre bastaba. No vendrá mal añadir en esta sede que Manuel Machado recordó en su discurso de ingreso en la Real Academia Española que su canto a Andalucía se debió a un encargo de ABC.

Ha pasado otro siglo y Sevilla sigue teniendo -y ahora lo diremos con palabras de Antonio Machado- la capacidad de activar «el don preclaro de evocar los sueños». En unos cuantos meses, vencida definitivamente la pandemia, Sevilla volverá a ser la de siempre. Y muchos de fuera, contentos de haber recuperado nuestras vidas, iremos a comprobarlo.

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín es jurista.

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