Dos Españas, dos tristezas

Isabel Díaz Ayuso, durante la misa por los enfermos y fallecidos en la pandemia de la covid-19, en la catedral de la Almudena de Madrid el 26 de abril.COMUNIDAD DE MADRID
Isabel Díaz Ayuso, durante la misa por los enfermos y fallecidos en la pandemia de la covid-19, en la catedral de la Almudena de Madrid el 26 de abril.COMUNIDAD DE MADRID

Comunismo o libertad, dice Ella. Comunismo o Cruzcampo, responden los memes. Da un poco igual ahora que las ideas ya no dividen España. Es una pena, pero estamos todos demasiado tristes como para ocuparnos de ellas así que en vez de a partidos, muy pronto nos afiliaremos a tristezas políticas. Por eso triunfan los populismos, las maniobras electoralistas y el cortoplacismo. Los políticos, igual que nosotros, se sienten más tristes y más solos que antes. Y a menudo actúan movidos por la desesperanza, ese sentimiento que todos hemos acunado en nuestros dormitorios, como a un bebé que no quiere dormir. Es un hecho que todos estamos tristes, pero no todas las tristezas son iguales. Por eso urge distinguir unas de otras, para votar en consecuencia cuando toque.

Por un lado está la tristeza de quienes se pasan el día negando y en el otro extremo, la pena de quienes se pasan el día llorando. Los primeros quieren imponer a toda costa la realidad en la que creen, que suele ser la que pasa por su cabeza en cada momento. Su tristeza es tan profunda que no pueden siquiera reconocerla. Así que se limitan a negar lo que hay para intentar vivir en un mundo mejor. ¿Y qué hace esta tristeza con la pandemia? Eliminarla, por supuesto. El exponente máximo de esta forma de melancolía se llama Isabel Díaz Ayuso. Al otro lado está la tristeza de quienes se dedican a reconocer la desgracia, todo lo que nos está pasando y la penosa manera en que hemos llegado hasta aquí. Esta tristeza suele ser más evidente y menos vital que la primera. Su peligro es caer en un victimismo paralizante y sus virtudes son la empatía, el reconocimiento del otro y la solidaridad. Cuando estas dos posiciones se encuentran quieren destruirse mutuamente por razones obvias. Por eso cuando Errejón posó la pena sobre la mesa del Congreso alguien gritó: ¡¡Vete al médico!! Antes de eso, la tristeza negacionista se había reído de sus palabras. Ha dicho Lexatín, ha dicho Prozac, ha dicho Valium. Como si hubiera dicho caca-pedo-culo-pis. ¡Qué risa! No tiene gracia que haya diez suicidios diarios en nuestro país. Pero la tristeza negacionista se descojona de la estadística y de los tristes. No tendrá empatía, pero le sobra vitalidad. Esa es sin duda la virtud de su tristeza.

Hay tres cosas que alimentan la mente: el recuerdo, el pensamiento y la proyección en el tiempo. Y la pandemia ha arrasado con todas. De modo que todos estamos objetivamente tristes. La covid ha cercenado la proyección en el tiempo con la misma frialdad con que ha cortado las alas de nuestros aviones. Los recuerdos inmediatos son tan duros que estamos intentando olvidarlos y el pensamiento no tiene sobre qué aplicarse porque todo es inminente e incierto. Es decir, todos padecemos los síntomas habituales de una depresión. No podemos pensar, no tenemos deseo y todo lo de atrás, toda la memoria y toda la biografía nos parece un balance penoso. En cualquier caso, mucho peor de lo que nos parecía antes. No pasa nada. Podemos aprender a estar tristes. Incluso vamos a dejar de estarlo. Pero empieza a ser urgente distinguir la tristeza de cada uno para poder estar entre los otros. Para elegir también de qué lado estar en la batalla y junto a quien en la alcoba. Cuidado con los amantes negacionistas, también con los amigos victimistas que se adjudican el monopolio legítimo de la tristeza.

En un momento tan crítico como este ya no hay buenos ni malos, ni comunismo ni libertad, solo formas de estar tristes. Pienso en las tristes infantas vacunándose como si su desdicha fuera la única del mundo. O la de Pablo Iglesias y su deseo infantil de recuperar la alegría. Él solo quería volver a un Vistalegre feliz y ha terminado pareciendo ególatra, oportunista y patriarcal. Recuerdo también las lágrimas de Salvador Illa cuando supo que ya solo quería ser cabeza de ratón. Él que nos había prometido defender hasta el final la cola de un león. Pero se puso triste y no fue capaz. Igual que Díaz Ayuso, la Dolorosa, la de la tristeza más pura y más loca de todas. Su pena es tan grande como su personaje. Su desdicha no conoce límites y podría acabar por matarnos a todos. Ella es, sin lugar a dudas, un personaje trágico dispuesto a cumplir su destino. Igual que Pablo Casado, convencido ya de que la única medicina para su alma se llama Vox, una pastilla de nueva generación cuyos efectos secundarios dan más miedo que los trombos de AstraZeneca. Pobrecito. Él que juró superar la pena a fuerza de voluntad. Y ahora no es capaz de sostenerse a sí mismo. Empastilladito perdido va a acabar.

Es evidente que no todas las tristezas son iguales, las hay con látigo y con ética. También que en medio de una peste la poca libertad que nos queda es la de elegir nuestra manera de estar tristes. Quienes se nieguen a convivir con el dolor, terminarán antes o después haciendo daño. Pero aquellos que solo puedan ya vivir en él, tendrán cada día más difícil escapar de su yugo. Ante semejante encrucijada, la tristeza honesta es la única salida. Todos deberíamos vacunarnos con ella pera evitar males mayores. Es gratis, se puede administrar a todas las edades y se conserva en las librerías en forma de poema. Una cosa es segura, los que consigan una buena dosis, serán los primeros en ver pasar la alegría.

Nuria Labari es periodista y escritora.

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