Dos Españas

En el Museo Reina Sofía se puede ver hasta enero una pintura horripilante y subyugante titulada La revolución española. Está colgada —cerca de donde se apiñan los visitantes ante el Guernica— dentro de la excelente exposición Encuentros con los años 30, y la pintó en 1937 Francis Picabia, en plena Guerra Civil. Con el tremendismo irónico de muchos de sus cuadros de figura, Picabia representa a una morena tópicamente andaluza, ataviada con un vestido de cola floreado y adornada con un collar de perlas, un crucifijo al pecho y la preceptiva peineta rodeada por la mantilla blanca. Al fondo del paisaje despejado destaca la Torre del Oro, pero eso no es lo primordial; a la bella morena la flanquean dos esqueletos, uno de mujer, con lacio pelo negro y florón rojo sobre la calavera, y el de la izquierda de hombre, con montera torera cubriéndole el cráneo. La joven hermosa se envuelve parcialmente en el trapo de una bandera roja clavada a pica en la tierra. Muy fascinado desde los 20 años por el tema español, Picabia cultivó con frecuencia el retrato de la morenía femenina y la tauromaquia, pero sin la truculencia que muestra su parábola de La revolución española.

Me acordé de ese cuadro hispánico pintado por un francés de ascendencia cubana viendo Blancanieves de Pablo Berger, y del posimpresionismo de vena más purista en muchos momentos de El artista y la modelo de Fernando Trueba, dos estupendas películas españolas que, sin duda por casualidad, coinciden en las carteleras, en la bravía decisión de sus autores de utilizar la imagen en blanco y negro y, de modo más sustancial, en el sesgo metafórico de su evocación. Cada una refleja una España distinta, muy reales las dos y a la vez soñadas, y lo que distingue y les da a ambos largometrajes su gran categoría artística es el logro de que la aguda mirada crítica, moderna, no se impone al trazo, que fluye en todo momento (en el de Berger quizá con algún borrón) con una caligrafía fílmica refinada, ocurrente y, latiendo al fondo del relato, una intención ética que nos concierne, aunque los referentes formales e históricos pertenezcan a un tiempo pasado.

También ha de ser casual el hecho extraordinario de que una sea muda y la otra hablada en cuatro lenguas y distintos acentos por actores de al menos cinco nacionalidades. En un país como el nuestro, tan reacio a leer subtítulos a cambio de gozar de la verdad del cine, resulta estimulante que en estas dos producciones, que están a mi juicio entre lo mejor que se ha hecho últimamente en Europa, no quede más remedio que leerlos, en un caso sustituyendo, como en la época arcaica del séptimo arte, lo que los personajes dicen sin dejarse oír, y en el otro como modo de apoyo lingüístico al idioma un tanto babélico de una historia que sucede en Francia pero está poblada de personajes de otras latitudes, españoles, catalanes, alemanes, italianos, y hasta un norteamericano, el combatiente aliado Stuart Merrill, en cuya fantasmal semblanza Fernando Trueba se permite un guiño anacrónico (para mí, conmovedor) al verdadero Stuart Merrill, el alumno neoyorquino de Mallarmé, millonario, anarquista y poeta simbolista en francés, muerto en 1915, es decir, casi 30 años antes del momento en que sucede la acción de El artista y la modelo. No sé si voy demasiado lejos en mis cábalas, pero ese breve episodio, reforzado con la hermosa escena de los libros franceses legados por el Merrill soldado al joven resistente, me pareció una manera elocuente de afirmar —en una película que abunda en ese tipo de sugerencias— el espíritu abierto, acogedor, que el arte posee, incluso en momentos de confrontación bélica, y más allá de fronteras y lenguas.

Pablo Berger elabora la apoteosis de la españolada, y Trueba, el sueño de una españolidad inquieta y culta, y lo relevante, lo emocionante, es que ninguno de los dos cae en la vulgaridad ni en el cosmopolitismo superficial tan decepcionante en las películas de turista ilustrado del último Woody Allen. Para contar su ácida variante del cuento de los hermanos Grimm, Berger maneja una iconografía autóctona de fuerte contenido atávico, en la que no falta tópico ninguno, en cierto sentido a la manera delirante y burlesca en que lo hizo, en la más sublime españolada jamás filmada (El diablo es una mujer), Josef von Sternberg, curiosamente, y si no me equivoco, el único director clásico que el autor de Blancanieves no ha citado entre sus fuentes: Stroheim, Eisenstein, Browning, Gance, Dreyer, Feyder, Sjöström, el Wilder de El crepúsculo de los dioses y algún otro. Más allá de la idea central de homenaje al cine que late en Blancanieves, Berger demuestra, en la fusión de fragmentos tan bien hilados y en el gusto infalible para el encuadre, de qué modo fructífero pueden convivir una matriz localista y una inspiración foránea como el expresionismo germánico o la épica soviética de vanguardia.

Trueba, por su parte, compone de un modo elegiaco, y sin sarcasmo, su gran poema crepuscular, en el que, junto a la meditación sobre la vejez, el declive de la sexualidad y el perenne deseo de superación artística, también hay, dándole a El artista y la modelo su aliento más poderoso, una voluntad de ecumenismo, formal y moral, nada edificante. La acción transcurre en 1943, es decir, en un momento de guerra y posguerra, de conflagración de países y culturas, y la figura protagónica de Marc Cros, escultor perfeccionista y a los 80 años aún sensual, se inspira claramente en Aristide Maillol, que pasaba largas temporadas en una masía-estudio de la Cataluña francesa donde nació y murió (en 1944). En torno a él y a su mundo pululan la joven catalana Mercè, su novio clandestino, la sentenciosa criada española, la exmodelo y ahora mujer del artista (una extraordinaria Claudia Cardinale mostrando los años que tiene), así como el ya citado militar norteamericano y el oficial nazi que en su calidad de estudioso del arte visita al escultor admirado. Las incidencias discurren armoniosamente en la trama de una película que a ratos podría ser una comedia bucólica del cine francés de los años 1940-1950, y en la que los nombres citados por el escultor Cros, Derain, Cezanne, Matisse, adquieren categoría familiar, subrayada su presencia simbólica por otros que aparecen en los agradecimientos finales del director, y que no solo incluyen a Maillol, sino, por ejemplo, al británico David Hockney.

Que Trueba sea de Madrid y Berger del País Vasco no añade, naturalmente, ninguna moraleja a este cuento actual en el que dos Españas negras, o en blanco y negro, convergen a través del arte y, por una vez, no se enfrentan entre sí ni nos duelen ni nos agobian con sus nimiedades.

Vicente Molina Foix es escritor.

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