Dos fracasos y la sospecha de otro

Por José Antonio Zarazalejos. Director de ABC (ABC, 14/05/06):

EL ADN de las sociedades lo proporciona su propia historia. En 1932, Manuel Azaña decía en el Congreso de los Diputados que «Cataluña está descontenta, impaciente y discorde», y, en tanto José Ortega y Gasset creía que tal estado de malestar catalán no era remediable -sólo se podía conllevar-, el jefe del primer Gobierno de la II República, el mismo que avaló y aplicó con implacabilidad la ley de Defensa del régimen republicano a cuyo amparo se reprimió, censuró y excluyó, supuso que la izquierda española disponía de capacidad para absorber e integrar al nacionalismo catalán. Los hechos entonces dieron la razón a Ortega y se la retiraron a Azaña, como luego él mismo reconoció con amargura. Pero, como quiera que la izquierda española está permanentemente sugestionada por una megalómana consideración de sus posibilidades políticas, Rodríguez Zapatero, con pautas mesiánicas adivinables también en Manuel Azaña, acaba de repetir el episodio histórico que se consumó en 1932. Y al hacerlo, no sólo ha fracasado en la incorporación de la izquierda nacionalista y republicana al régimen constitucional, sino que la ha irritado hasta el punto de consolidarla en sus criterios prácticamente subversivos.

Si ese hubiese sido sólo el estropicio, podríamos darnos por contentos. Pero es que a ese fracaso se ha unido otro: la división interna en el socialismo catalán y en el español, en el que se ha producido una dilución de sus signos de identidad. Convergencia y Unió ha ganado la partida de largo, volverá a ocupar el Palau de la Generalitat, persistirá en el victimismo nacionalista reclamando en poco tiempo más autogobierno, azuzado por una ERC todavía más radical, y esgrimirá para ello las trampas jurídicas y políticas incluidas de tapadillo o abiertamente en el Estatuto que acordaron Mas y el presidente del Gobierno, para reabrir, cuando convenga, una enésima negociación con el Estado. Si el tal Estatuto es refrendado, al doble fracaso de Rodríguez Zapatero se unirá la práctica ruptura del espíritu constitucional que ni siquiera el buen ánimo mostrado por la presidenta del Tribunal Constitucional podrá remediar. El texto estatutario catalán provocará en el Principado una frustración añadida porque ya estamos en condiciones de suponer que no será respaldado, ni de lejos, ni con el porcentaje de participación ni con el número de síes que recabó el vigente de Sau. De tal manera que la estrategia (¿) de nuestro presidente se ha convertido en un naufragio en el que se han ahogado el tripartito, Pasqual Maragall, el PSC y toda una operación que se esperaba fuese replicada en el País Vasco.

A esta situación se ha llegado por la acumulación de insolvencias políticas y por una alarmante ausencia de escrúpulos políticos. ERC está en el borde del sistema democrático. La entrevista de Carod con ETA en enero de 2004 -revelada por ABC-, a espaldas de Maragall, en la que el dirigente republicano y los terroristas acordaron una tregua exclusivamente para Cataluña, era la tarjeta de presentación contemporánea de un partido independentista con abierta vocación de reventar el sistema. Lejos de romperse entonces el gobierno tripartito nacido bajo el signo del sectarismo plasmado en el pacto de Tinell, Maragall estrechó lazos con ERC hasta convertirla, con la complacencia de Rodríguez Zapatero, en un socio de uso doble: en Barcelona y en Madrid. Si Carod traicionó en 2004 a la decencia con su entrevista de Perpiñán, Maragall también lo hizo al nombrar hace apenas una semanas a un consejero de ERC que, con un pasado terrorista reciente -también desvelado desde estas páginas-, está sometido a investigación fiscal por posible delito de coacciones a funcionarios y empleados de la Generalitat.

Todo esto, y la quiebra de la misma Constitución, ha sido amparado y consentido por Rodríguez Zapatero y el Gobierno socialista y ahora la situación se vuelve en incertidumbres, traiciones, peleas intestinas en una Cataluña que sigue, casi como siempre, «descontenta, impaciente y discorde». ¿Pero sólo Cataluña lo está? Lo están todas las comunidades autónomas, desde la Andalucía que se reconoce ahora como «realidad nacional» hasta Baleares, que apela a su condición de «comunidad histórica», pasando por la tentación de unos y de otros de introducirse en una espiral de alocada emulación que va a llevar al Estado a una situación evanescente y gaseosa, casi invisible. Para que este efecto implosivo se muestre en toda su dimensión hace falta todavía que transcurran algunos meses y la banda terrorista ETA -como acaba de hacer-demuestre que su propósito con «el alto el fuego permanente» no es otro que tutelar un proceso de paz formal, pero que no está dispuesta ni a disolverse ni a dejar las armas, ni a reconvertirse ni mucho menos a renunciar -otra cosa será ralentizar- a los objetivos por los que desde hace más de tres décadas viene asesinando, destruyendo y coaccionando. Bastará que el Gobierno asuma que el proceso es de paz formal y no de libertad -el único admisible- y se avenga a aceptar el sistema de mesas que proponen Batasuna y ETA, para que la situación general entre en un descontrol político completo. La sospecha de que el proceso de ese inicio del principio del fin de ETA sea también un fracaso -y por lo tanto, un nuevo error del Gobierno- se perfila cada día más como una hipótesis desgraciadamente verosímil.

La consumación de los errores en Cataluña, donde se ha fortalecido al nacionalismo que se decía pretender integrar, debiera ser una advertencia definitiva para evitar convertir el diálogo con los terroristas en un nuevo episodio de la liquidación del Estado constitucional. Así como ERC no ha engañado a Rodríguez Zapatero acerca de sus propósitos independentistas, ETA tampoco le está ocultando cuáles son sus intenciones: autodeterminación y soberanía en una Euskadi de la que Navarra es parte esencial. Si, pese a todo, el Ejecutivo persistiera en una política de demolición de la construcción democrática de 1978 y en la adopción de medidas inconsistentes y desacertadas para con los intereses del común, la situación española se adentraría en un terreno crítico cuyos umbrales ya se perfilan en el horizonte.

Debemos apelar a la democracia, al instinto de conservación de las sociedades, las naciones y los estados, a la acción independiente de los jueces y tribunales y a la fuerza inercial del sentido común. Deberíamos contar, además, con una oposición eficiente, que aprovechase las oportunidades en vez de dedicarse a espectáculos estériles en las Cámaras legislativas, que estuviese unida y resultase eficiente en sus estrategias, que se guiase por sus propias convicciones y no por los intereses de camarillas, que pensase obsesivamente en el futuro y no en las heridas del pasado, que reclamase el Estado de Derecho antes y después del 14-M y no sólo cuando a los intereses de algunos rencores conviene. Pero también para conseguir esa oposición -que llegará porque algunos tinglados de la vieja farsa comienzan a desvencijarse- habrá que esperar. Una espera confiada en que los fracasos de ahora no deriven en un colapso multiorgánico que berlusconice el Estado y balcanice la nación.