Dos fronteras españolas

¿Se imagina cómo es vivir en una ciudad que limita con el mar y un país extranjero que periódicamente reclama ese territorio y amenaza con aislar a sus habitantes cuándo y cómo quiera? ¿Sabe lo que supone habitar un espacio donde, año tras año, cientos o miles de personas (entre adultos, adolescentes y niños) traspasan sus vallas por la fuerza o nadan hasta su costa, saltándose la ley para dejar atrás mundos de opresión, guerra y miseria, encomendándose unos a la caridad y la asistencia social y precipitándose otros a una vida de marginalidad? ¿Ha residido en un lugar donde el hondo sentido patriótico expresado de sus habitantes conviva con la sensación de que sus compatriotas ignoran sus inquietudes y problemas?

Si usted ha vivido en una de las dos ciudades españolas enclavadas en el norte de África habrá respondido afirmativamente a las anteriores preguntas. Igualmente, se dolerá de que las únicas noticias que suelan poner a Ceuta y Melilla en cabeceras de periódicos, televisores y pantallas desdibujen de forma torticera sus realidades, luminosas por otras facetas casi siempre ignoradas. Y usted sabrá también lo que la situación recientemente desencadenada en Ceuta ha vuelto a mostrar: que los mayores problemas que pesan sobre aquella ciudad y su hermana Melilla derivan de su condición fronteriza y la vecindad con Marruecos.

Dos fronteras españolasAl servir como puerta de entrada al continente europeo desde África, las fronteras de Melilla y Ceuta están permanentemente expuestas a tensiones de primer orden que repercuten sobre la seguridad de toda España y de Europa. Hablamos de la raya que marca la mayor diferencia de renta per cápita del mundo entre dos países que, además, mantienen una estrecha relación económica (por muchos años España ha sido el primer socio comercial de Marruecos). Aludimos también a dos fronteras que, debido a una variedad de factores geográficos, económicos, sociales, políticos y geoestratégicos, no son precisamente impermeables. Y nos referimos a dos ciudades pequeñas pero muy pobladas (Ceuta con 18,5 kilómetros cuadrados y Melilla con algo más de 12 kilómetros cuadrados) que cuentan con un amplio sector de población que, por razones de origen y parentesco, mantienen una fuerte vinculación con las localidades cercanas de la nación vecina.

Durante la última década del siglo XX los flujos transfronterizos (regulares e irregulares) de personas y mercancías empezaron a crecer, potenciados al principio por ciudadanos marroquíes y engrosados luego por migrantes provenientes de otros muchos países, hasta convertir nuestras fronteras terrestres en África en las más transitadas del continente. Sucesivas crisis migratorias estimularon adaptaciones españolas y marroquíes en las políticas de inmigración y el aumento siempre insuficiente de las capacidades de control de las fronteras. Se generaron así una variedad de efectos perniciosos y complicaciones para Melilla y Ceuta: crecimiento de los tránsitos irregulares, dificultades para identificar y sancionar actividades relacionadas con tráficos ilícitos, episodios esporádicos de tensión en las fronteras (con avalanchas, agresiones, emigrantes y policías y guardias civiles heridos, algunas muertes trágicas, etc.), sobreocupación de los centros de retención de inmigrantes, momentos de relativa inquietud en las calles, acumulación de menores no acompañados (menas), más los costes de gestión sobrevenidos por todo ello. Simultáneamente, cada vez que lo han estimado conveniente, las autoridades marroquíes han alterado el ritmo de los flujos transfronterizos, aminorándolos o interrumpiéndolos en unos casos y facilitando llegadas masivas de inmigrantes en otros. Por fin, hace algo más de un año Marruecos decidió unilateralmente cerrar sus fronteras con Ceuta y Melilla, propiciando otros problemas nuevos y distintos, como la pérdida de empleos para ciudadanos suyos que trabajan en las ciudades españolas, el aislamiento terrestre de éstas y el estrangulamiento de sus frágiles economías. Melillenses y ceutíes han soportado con estoicismo todas esas dificultades, manteniendo siempre el civismo y protagonizando innumerables demostraciones de solidaridad.

Lo vivido en Ceuta esta semana no tiene precedentes. Juan Vivas, presidente de la ciudad, bien conocido por su prudencia, empleó la palabra ‘invasión’ para referirse a la situación, reflejando correctamente la impresión que cundió entre la ciudadanía. Ceuta recibió en un día un número de ilegales que casi representa la décima parte de su población: unos 10.000 en una localidad de 85.000 residentes. Las escenas difundidas a través de las redes sociales y los medios de comunicación fueron estupefacientes: gentes y niños salvados de ahogarse por las fuerzas de seguridad; manadas de jóvenes circulando por las calles sin rumbo; asaltos a casas para esconderse de la Policía; robos en puestos de alimentación; soldados y carros blindados enviados al perímetro fronterizo para contener las llegadas; masas de personas en el horizonte aguardando su oportunidad para violar la frontera ceutí. Y, sobre ese trasfondo, la arrogancia y desfachatez mostradas por las autoridades marroquíes y un Gobierno español aturdido ante una represalia para la que no supo prepararse, pese a los signos evidentes en el horizonte, y superado por los acontecimientos, ante los que tardó demasiado en reaccionar.

Nuestros gobernantes y los españoles se equivocarán si suponen que Ceuta y Melilla van a quedar liberadas de toda presión tras haberse aceptado las devoluciones de los asaltantes. Marruecos espera compensaciones económicas y políticas que, en caso de producirse, le estimularán a continuar comportándose como un socio y un vecino malcriado. Arrastramos complejos que nos mantienen inmersos en esa inercia y solo hay una forma de abandonarla: cambiar de táctica y construir una estrategia (de la que todavía carecemos) para asegurar nuestras ciudades en África. ¿Cómo? Primero, construyendo un discurso de firmeza y de apoyo (estatal y multipartidista) a Ceuta y Melilla que afirme su españolidad incuestionable e irrenunciable. Segundo, reactivando nuestra diplomacia, saliendo de la indolencia y torpeza últimamente mostradas en ese terreno. Tercero, aumentando nuestras capacidades militares, pues las de Marruecos se acercan ya a las nuestras, mientras aquí seguimos rebajando año tras año nuestros presupuestos de Defensa. Y cuarto, convenciendo a nuestros socios europeos de que no conviene seguir premiando políticas chantajistas sin más. Nada de esto es fácil, claro. Pero la alternativa es seguir igual o quizá ir a peor.

Luis de la Corte Ibáñez es profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.

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