Dos mociones de censura para un Cicerón demasiado castizo

Dos mociones de censura para un Cicerón demasiado castizo
Sr. García

En España, las mociones de censura funcionan cuando muestran la viabilidad de una mayoría de gobierno alternativa (Sánchez en 2018) o, al menos, el agotamiento de la mayoría en el poder (González en 1980). Fuera de esos parámetros, este recurso constitucional no ha deparado otra cosa que huidas hacia adelante para resolver problemas internos en el partido que las presentaba. Hasta ahora con nulos resultados: cuando la oposición utiliza torpemente los escasos instrumentos de control parlamentario a su disposición, suele hacerlo siempre en beneficio del Gobierno. La moción que será rechazada hoy no será distinta.

En esta ocasión, además, la torpeza es reincidente. Parece que Vox apenas haya aprendido nada del fracaso de su primera tentativa en esta misma legislatura. O algo sí: que su líder electoral ya tocó techo hace tiempo. Por eso, han tenido que buscar un candidato fuera del partido. No deja de ser meritorio haber propuesto de aspirante a alguien que probablemente nunca los votaría, y cuyo ideario, en condiciones normales, tampoco recibiría el apoyo de Vox.

¿Qué quedará de esta moción, fallida ya desde el momento en el que se pergeñó en las mentes de los estrategas de Vox? En términos electorales, nada que no hayamos observado antes en esta legislatura. En realidad, fue un fútil ejercicio que (en términos de equilibrios electorales entre bloques y partidos) no alterará en absoluto ninguna de las tendencias que se vienen configurando desde hace tiempo. Por eso, lo inútil suele ser rápidamente olvidado.

La tramitación previa resultó tan estrambótica que incluso al desconcierto generado en la derecha se le ha sumado la inquietud en el entorno del Gobierno, por si el debate pudiera dar pie a errores no forzados por una réplica mal calibrada. Algo que denota mala conciencia en la mayoría de gobierno sobre su desempeño reciente.

Lo más significativo para entender el valor político de esta moción de censura es que han sido, en realidad, dos mociones, y casi opuestas: la de Vox y la de Ramón Tamames.

Vox ha querido repetir una censura contra su principal competidor, tratando de romper el corsé de actor subalterno del PP con el que se está quedando. Es importante retener el dato: el apoyo a Vox se sigue moviendo hoy en los mismos parámetros con los que inició la legislatura. No ganó espacio con Casado; no lo ha perdido con Feijóo. Disipada la hipótesis de una ultraderecha pescando en caladeros electorales de la izquierda, Vox se encamina hoy por la misma senda de los nuevos partidos que le precedieron: tapar las disensiones internas, apuntalar las posiciones conseguidas, no ser engullido por la mecánica institucional. Resulta que lo más difícil no era llegar, sino permanecer.

En este contexto, quizá algo sí haya conseguido con esta moción: aunque hoy la distancia entre PP y Vox en las encuestas es muy superior a la que había en 2020, esta vez los de Abascal han logrado doblegar a los de Feijóo, forzándoles a modificar su posición por una abstención. Elocuentemente, esta vez Aznar no dijo nada (hace dos años marcó el paso de Casado pidiendo el voto en contra).

Con ello, el PP demuestra falta de confianza en sus expectativas. No las tienen todas consigo. La mayoría de las encuestas indican que podría ganar las elecciones, pero solo sobre el supuesto de una desmovilización de la izquierda que nadie puede dar hoy por cierta. Y, en consecuencia, temen que se vuelva a repetir la profecía autocumplida de 2019: que miles de votantes conservadores anticipen que, a pesar de la absorción de Ciudadanos, Feijóo no tenga suficientes opciones de llegar a La Moncloa, y acaben quedándose en Vox otra vez. Ahora con un incentivo añadido: en 2019 Vox fue un acto de protesta, el voto gamberro; en 2023 será una exhortación para acelerar la llegada de Díaz Ayuso. En ese escenario, PP y Vox podrían sumar la principal minoría en las próximas Cortes: una minoría tan estéril como la actual.

Por eso, quizá el único que podía disfrutar de esta jornada era el propio Ramón Tamames. Después de semanas siendo vituperado por la incoherencia de su paso con su edad y trayectoria, el candidato ha demostrado que sí sabía dónde se metía y lo que quería decir: ser el Cicerón que pronunciara unas castizas catilinarias contra la coalición de izquierdas gobernante, hurgando con el dedo en sus debilidades.

Probablemente Tamames lo ha sabido expresar mejor y más libremente en las entrevistas dadas a la prensa en los últimos días que en su intervención parlamentaria, sometida al control y gusto de sus anfitriones. El problema es que, con ello, el viejo catedrático se ha expuesto tal y como es desde hace años: un tertuliano del siglo XX que no maneja bien las circunstancias de gobernar un país en 2023. Todo un prototipo de nuestro tiempo: académicos, políticos e intelectuales de otras generaciones cuya nostalgia les lleva a traicionar su pasado para no perder la última oportunidad en un presente que desprecian. Un reverso a la Manrique de tanto adanismo apadrinado por la nueva política.

Aunque con ello, quizá la censura del viejo profesor (que no la de Vox) ha ofrecido al Ejecutivo la enésima advertencia sobre cómo el espectáculo acaecido en las últimas semanas puede dar al traste con los logros recogidos por este Gobierno ante aquel segmento del electorado socialdemócrata que no era favorable a esta coalición, pero sí será determinante para reeditarla.

Son a esos votantes moderados, menos lejanos de Tamames que de algunos miembros de la coalición, y que empatizaron con Rubalcaba cuando este habló de “Gobierno Frankenstein” (no por azar rememorado por Tamames), a los que Sánchez no ha dejado de apelar desde que alcanzó el poder, con resultados más que inciertos. Hoy lo ha vuelto a hacer desplegando los hitos de una acción de gobierno que le ha resultado excesiva al tertuliano Tamames.

Sin embargo, el presidente pareció olvidar, en su réplica, que la censura que debe temer de sus votantes menos leales no se refiere al rendimiento agregado de sus políticas públicas, sino a la fórmula política que ha permitido desplegarlas, una coalición de equilibrios inestables que no solo es el reflejo de una necesidad parlamentaria, sino también de una hipótesis histórica, considerada durante años casi una herejía: que izquierdas y nacionalismos pueden gobernar con eficacia y estabilidad una España plural. Eso le confiere una gravedad de la que algunos de sus componentes, dentro y fuera del Ejecutivo, no parecen ser plenamente conscientes. El problema para el presidente es que un líder clave de esa fórmula política, ahora ya fuera del Ejecutivo, parece cada vez más persuadido de que incluso una derrota de la coalición podría resultarle beneficiosa para sus cuentas a largo plazo.

Por eso, el mayor rédito para el Gobierno quizá fuera la réplica ofrecida por la vicepresidenta Díaz. En contraste con lo visto en las últimas semanas, demostró que es posible ser el socio menor del Ejecutivo y, en cambio, poder reivindicar todas y cada una de sus facetas, incluso las más controvertidas. Siendo cierto que los gobiernos de coalición son el patrón de la Europa democrática, no lo es menos que resulta muy infrecuente un nivel de cohesión como el manifestado en esa intervención. Con ello, parecía la vicepresidenta refutar la idea de que el ruido y la brega interna son necesarios para el futuro de la coalición, tal como emiten algunos dirigentes de Podemos últimamente.

Ese quizá sea el único aspecto constructivo de una doble moción de censura que vino a visibilizar que ni hay mayoría alternativa viable, ni la actual está agotada. Con todo, esto solo significa que, quienes no se vean beneficiados por este desenlace, deducirán que hay que elevar la presión ambiental en lo que queda de legislatura.

Juan Rodríguez Teruel es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Valencia y fundador de Agenda Pública.

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