Dos monjas en la heladería

El temporal de viento que ha dejado Bruno, una borrasca tempestuosa que ha atestado de arena de playa el paseo del Molinar, invita a un chocolate con cuartos o con churros, aprovechando que las genuinas churrerías han proliferado en Palma; y esto es una buena noticia, pero las cabras, ignorando el frío del invierno, acaban, como siempre, tirando al monte; en esta ocasión, a la heladería.

Esta mañana, el alcalde de Amberes, Bart De Wever, líder de los flamencos belgas, declaraba al periódico Het Laatste Nieuws: «No sé si Dios existe. Pero si existe, vota sin ninguna duda por mí y por mi partido, la N-VA». Y el protector del president errante, que gasta su tiempo en denostar a España, se ha quedado tan ancho.

En la mesa de al lado, dos monjas jóvenes amueblan la tarde de final de año, tomando un helado. Frente a la novicia aniñada, está sentada la que podría ser su maestra de noviciado. Componen una estampa que no se compadece con la de mujeres dóciles o sumisas, como las de aquella escena ominosa, en la que unas cuantas monjas limpiaban el altar ante un tropel de clérigos, cuando Benedicto XVI consagró la Sagrada Familia de Barcelona.

Lejos de la oscuridad y también del vértigo, mantienen la cabeza cubierta con un sutil velo y visten un hábito de color desvaído. La más jovencita se aferra a un cucurucho con chocolate jamaicano, con un toque amargo, "estrella de la casa", y la que parece su protectora se conforta con una tarrina que rebosa vainilla de Tahití.

En El diario de Bridget Jones, la protagonista se atiborraba de helado bajo un edredón. Aquella joven de treinta y pocos años, depresiva, cuyo principal objetivo vital era no morir gorda y sola, lloraba en privado, asida al helado.

Y es que según dicen los expertos, los helados son antidepresivos, animan en los días grises y generan felicidad, llave mágica para producir endorfinas. Y los que se llevan la palma son los de chocolate, pues contienen “triptófano”, un aminoácido que reduce la agresividad y aumenta los niveles de serotonina, la hormona de la felicidad.

El genio que siempre anida en los obradores, en este caso Miquel Solivellas, un histórico de la heladería española, decía que "el cliente tiene la visión tradicional de que es un postre o un refresco de verano", aunque "en realidad, el helado es un ingrediente más de la buena cocina, que sirve para acompañar otros platos". Él fue quien completó el casting e introdujo, entre los más esotéricos, los helados de ajo, pimientos picantes, algarrobas, setas, caquis, almendras crudas o tostadas, higos secos con nueces y otros sabores no asociados al dulce.

En estos tiempos, venturosamente dominados por la devoción a la cocina, el heladero más apreciado de la ciudad recordaba aquel tiempo que ya se fue, en el que se elaboraban helados "con un poder edulcorante bajísimo", que se podían utilizar para primeros o segundos platos. Manjar y alivio para diabéticos.

La conversación entre las monjas es fluida y sin interrupciones. No parecen tener prisa. Como si se hubieran escapado del beaterio (posiblemente de vida contemplativa).

Como ahora el visitador masculino de los conventos sólo aparece cuando ha de llamar la atención a las monjas por alguna cosa, puede que estén, simplemente, compartiendo desvelos, o rompiendo la liturgia intensa de la Navidad. Quizás, cuestionándose si deberían dejar el hábito, no volver a la disciplina del noviciado e irse a vivir en las calles, comer en los comedores sociales, tomar una ducha en los centros de acogida, vestirse con lo que les dan y dormir entre cartones.

Tiene uno la impresión de que, en esta conversa, los helados están sirviendo como exorfinas, que activan el sistema nervioso y proporcionan una sensación de bienestar, pues las dos transpiran carencia de ansiedad y relajación.

Escondidas en la invisibilidad, destilan sencillez, sin malgastar siquiera una sonrisa de azafata. Los clientes contiguos; gente normal de la calle, sí que parecen, sin saberlo, estar clausurados en un espacio de objetos de consumo, de permanente insatisfacción; no prestan atención a la pareja. Cada uno está a lo suyo, como ocurre con frecuencia en las islas, donde los vecinos son parte del paisaje.

Las dos monjas parecen enfrascadas en un universo de confidencias. Sin duda, en su rutina diaria, cocinan, limpian la sacristía, lavan ropa, contestan cartas, pagan las cuentas, cuidan del jardín. Pero aún no han saltado la valla y no duermen entre cartones, en cajeros automáticos, casas desocupadas, porterías, bancos de los parques o solares de un céntrico barrio de la ciudad, donde ya no se muere de hambre, pero sí de soledad.

Quienes la han saltado, siguiendo a Bergoglio, que ha cambiado los grandes textos por los grandes gestos, lo han hecho porque quieren estar más cerca de quienes han caído en la espiral del fracaso, el alcohol, la depresión, el abandono, la ruptura con la familia, la calle... Y en su trayecto vital, de búsqueda de virtud y paz, ya no les resulta suficiente vivir por los pobres, necesitan vivir como ellos.

En la última entrega de Bridget Jones, la protagonista, con unos kilos de más, sigue soltera, insatisfecha, insegura y engullendo helados.

Me habría gustado preguntarles a las monjas qué piensan sobre lo que ha dicho este simple, nacionalista flamenco, y qué creen que opinarán las 37.000 religiosas y los 11.000 religiosos que pueblan España. Pero se han subido a la bicicleta y me han fallado los reflejos.

Luis Sánchez-Merlo es abogado y economista, y fue secretario general de Moncloa durante el Gobierno de Leopoldo Calvo-Sotelo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *