«Pido respeto. Entiendan». Una mujeruca negra con el uniforme de guardas del cementerio sorprende con este ruego al bajar del autobús en aquel amable paisaje de césped impecable, árboles centenarios y lápidas. Con voz tenue, pero tan marcada y urgente que se antoja una orden y un grito escondido. «Pido respeto. Entiendan». Se lo pide todos los días a los visitantes del cementerio de Arlington -ahora en verano bajo el aplastante calor húmedo de Washington- esta mujer menuda, de edad imprecisa pero avanzada y marcada por una vida sin duda poco amable, probable habitante de alguno de los tristes bloques de viviendas que se extiende unas millas al sur del cementerio en el suburbio pobre del coqueto y acomodado pueblito residencial de Alejandría con su pintoresco puerto corriente abajo, en la margen derecha del río Potomac. Avara le ha sido la vida a esta pobre negra de Virginia con seguridad. Como a tantos millones de descendientes de esclavos traídos desde el siglo XVII al Nuevo Mundo. Mil penalidades sufrirían sus antepasados pero también, se adivina, ella, sus hijos y sus nietos en esta sociedad tan opulenta que nada regala. Y sin embargo allí, andando ya hacia el Monumento al Soldado Desconocido, en la zona más alta del inmenso camposanto que alberga más de un cuarto de millón de tumbas de soldados caídos en todas las guerras de esta nación desde la Civil a la de Irak, se nota que su única preocupación está en cumplir bien un deber que considera importante y que es respetar y hacer respetar a tanto turista despreocupado aquel lugar que ella, sin ninguna duda, considera sagrado.
La solemnidad en esta mañana no se debe solo al soldado desconocido en cuyo epitafio está grabado el «cuyo nombre solo por Dios conocido» ni a los miles de tumbas de los últimos 140 años. Una vez más -ahora sucede con más probabilidad los lunes al no celebrarse entierros los fines de semana-, se ha abierto una tumba fresca cerca del monumento y se han reunido en torno a ella oficiales de los Marines y civiles, hombres y mujeres, con traje de domingo. Aunque, por respeto, los visitantes no se acercan a la ceremonia ni ven el nombre en la lápida, el honrado no es desconocido a la vista de los muchos que lo lloran. Suenan las salvas de honor, desaparece el féretro en la fosa y se retira en su uniforme azul inmaculado la Guardia de honor. Quedan rezagados compañeros, familiares y amigos. Difícil saber qué y cómo piensan de esa guerra lejana. Con las estadísticas en la mano es más que probable que una mayoría de los asistentes opine que aquella guerra de Irak fue un error, que la posguerra ha sido una absoluta calamidad y que los soldados deberían volver cuanto antes y dejar a los iraquíes a su suerte. Es probable. Lo que también es seguro es que quien más siente en este momento la tragedia de la guerra es la señora de mediana edad que junto a la tumba abierta, inmóvil, abraza la bandera que arropaba el ataúd y que dos soldados le han entregado tras doblarla según el rito.
No suele ser razonable sacar conclusiones de situaciones anecdóticas como la descrita. Todas las tragedias son distintas por mucho que las iguale la muerte, el dolor por la pérdida irreparable. Sin embargo, es mucho lo que los europeos y especialmente los españoles podríamos añorar de este culto al sacrificio que se escenifica por aquellos que han muerto en acto de servicio. Un abismo separa la solemnidad que une a la pobre negra y a la madre del caído de otra anécdota con otro muerto, éste un soldado español, muerto en acto de servicio en El Líbano.
Cuentan las crónicas del funeral por seis soldados que el presidente del Gobierno español, José Luís Rodríguez Zapatero, se acercó a hablar con las familias. En un momento dado se acercó al padre de una de las víctimas y le expresó su condolencia en los siguientes términos: «Una pena. Seguro que había ido al Líbano a comprarse un coche. ¿No?»
«Respeto, entiendan», pedía la vieja negra de Arlington para aquellos que a lo largo de la historia corta de los Estados Unidos de América habían muerto sirviendo a su patria. Honor, respeto y sentido de la trascendencia del sacrificio y de la vida, pedía para sus queridos muertos aquella mujer sencilla con su raído uniforme de guarda. El presidente del Gobierno de España, de una de las naciones con más larga historia del mundo, no encontraba en cambio otra forma de acercarse al padre del militar caído que buscar un circunloquio para llamar mercenario al hijo. Muchos somos conscientes desde hace tiempo de que el problema fundamental que tenemos con el presidente Zapatero trasciende ya del campo de la política, de las diferencias ideológicas, de opinión o percepción. Toda su conducta ha ido revelando de forma inconcebible primero, después ya irrefutable, que la impostura moral permanente no es en él gesto puntual ni un recurso para la añagaza sino hábito de vida o, peor aun, carácter. Como tarde lo entendimos cuando, en una situación similar a la relatada, le dijo a la madre de Irene Villa que él la entendía porque su abuelo «también» había muerto en la guerra. El hecho de que el presidente comparara un atentado terrorista en democracia contra una mujer y su hija con la ejecución de un militar de cuestionable trayectoria durante una guerra civil no era un simple desprecio más a unas víctimas que siempre consideró aliadas o influidas por su auténtico enemigo, los españoles que se niegan a unirse a esa comunidad mágica del progresismo. Aquella respuesta revelaba que él sí entendía su malhadado «proceso de paz» como el final dialogado de una guerra en la que los dos contendientes tienen sus razones. Para entonces ya tenía a sus dirigentes socialistas vascos conciliando intereses de su partido y su gobierno con ETA, a espaldas de la sociedad española.
Su trayectoria vital como profesional del aparato político parece haberle dado tiempo para especializarse en la intriga y en el engaño personal que le atestiguan todos los que en algún momento creyeron en su palabra. También para fabular sobre las bondades del pretendido abuelo heroico. Pero parece que no para reflexionar sobre el sentido real de la muerte y del luto, de la guerra y sus víctimas, ni del sacrificio del soldado. Por eso es capaz de decir lo que dice. Zapatero goza de la fe en la trivialidad de un orden sin esfuerzo que siempre se recompone porque «no pasa nada» y «eso se hace como sea». Eso le lleva a despreciar todo sentimiento de trascendencia y por supuesto de religiosidad todo lo que ponga en duda su inanidad y todas sus banderas tan impostadas como sus leyendas familiares y su visión de la historia de España. En esa realidad perfectamente plana en la que toda palabra, todo acuerdo, toda persona y toda idea es perfectamente sustituible por otra, no hay al final lealtades últimas. Todo es manejable a conveniencia. La voladura del parking de la T-4 con dos ecuatorianos muertos fue un trágico accidente y un apagón de luz es un accidente muy grave. «Vive como si la muerte no existiera» se solía decir de aquellos que vivían sin rumbo, guía ni razón. Él sí tiene una razón que es él y su alter ego en matrimonio, además de su mundo inventado, infantil, que le liberan de la necesidad de reflexión alguna sobre valores o lealtades que trasciendan a sus vínculos de interés o afecto inmediato.
Nada en el carácter esencialmente furtivo de este presidente le permite otorgar relevancia a anclajes morales inamovibles. Así lo único realmente inmutable en su pequeño universo mágico, subproducto de la subcultura izquierdista, es el enemigo, la «derecha» y el «imperialismo». No tiene otra bandera que la de la revancha. Incapaz de proclamarse jefe de un Gobierno de todos los españoles, nunca ha perdido la ocasión de zaherir, ridiculizar o insultar a esa España que detesta tanto como a Estados Unidos. Por eso este hombre jamás podrá entender lo que supone para las dos mujeres de Arlington la solemnidad como reflejo de la trascendencia de la muerte. Y la bandera como símbolo de unión, libertad y esperanza.
Hermann Tertsch, periodista.