Dos no se federan si la Nación no quiere

El único sentido del federalismo es ser la respuesta a un problema. Para que sea una solución a un conflicto político debe ser aceptado por las partes.

Pero ¿qué pasa si una de las partes no quiere?

Es muy probable que el sujeto soberano español, la Nación, no quiera ser despojado de parte de su soberanía si conoce en qué consiste la federación (en contraste con las autonomías, por muy asimétricas que estas sean).

Si la federación supone la existencia de dos niveles soberanos, el Estado federal y el Estado federado, es el soberano originario y completo quien debe decidir sobre su partición, no sólo una de las partes. Pongamos por caso, los empadronados en Cataluña.

Un cambio que supone la merma soberana de la Nación en su conjunto debe ser objeto de un referéndum nacional, no local ni resultado del pacto entre dos Gobiernos ocasionales. En caso contrario no sería una federación, sino una secesión ilegitima, al pisotear los derechos de las personas que conforman la soberanía original y legal.

La federación, por mucho que digan los que ven naciones y nacionalismo en todas partes, se pensó para proteger derechos colectivos vulnerables.

Eso no pasa en Cataluña en el caso de los independentistas. En todo caso, la protección debería ser para aquellos que no son nacionalistas tras 40 años de rodillo nacionalista.

Esta protección sólo la puede proporcionar un Gobierno español con soberanía en Cataluña. Un Estatuto federal que abandonara en manos del Govern el poder legislativo, las fuerzas del orden, los tribunales y las cárceles dejaría en clara vulnerabilidad a los catalanes no nacionalistas.

La federación se concibe como una forma de Estado y de gobierno para garantizar la pluralidad de valores y evitar la tiranía de la mayoría. Sus defensores actuales se atreven incluso a citar a Tocqueville en su descripción de los Estados Unidos de América.

Pero el retroceso del Gobierno central en Cataluña tras entregar el aparato estatal a una Generalitat que ha sometido a la población a la inmersión cultural durante décadas ha invertido los papeles. La tiranía procede de la mayoría nacionalista, que persigue a los que no comulgan con la unidad de destino en lo universal del independentismo.

Cualquier organización federal debe contemplar además el derecho a la secesión como muestra democrática de confianza y garantía de cumplimiento del pacto federal. Esto supone reconocer el estatus de nación a la parte federada. Y, por tanto, el reconocimiento de su soberanía.

Supondría por tanto conceder a Cataluña el estatus de nación soberana con derecho unilateral de secesión. Pero ese tipo de federación sólo puede mantener la unidad original allí donde los Estados federados no están dirigidos por nacionalistas supremacistas cuyo objetivo es la independencia. Pensemos en Estados Unidos o Alemania.

Ahora que Pedro Sánchez se sienta a negociar con los independentistas, vuelve el proyecto federal. Fue el PSC el que resucitó el federalismo en España. Pasqual Maragall lo aireó en 2003 para competir con el nacionalismo y José Luis Rodríguez Zapatero lo asumió en 2004 con su lema de La España plural.

Luego, Zapatero prometió aceptar el Estatuto que saliera del Parlamento de Cataluña. ¿Y qué salió de él en 2006? Un texto federal secesionista que hablaba de una nación política; del catalán como lengua preferente en la Administración, los medios de comunicación y la enseñanza; de la extensión de la potestad legislativa y ejecutiva (soberanía); de un poder judicial propio; y de una legislación fiscal propia.

El Tribunal Constitucional lo tumbó en 2010 porque suponía romper la Constitución de 1978. A partir de ahí, el nacionalismo ya tuvo su excusa, si es que le hacía falta. El Estado había traicionado la decisión democrática salida del Parlamento de Cataluña. Las instituciones, dijeron, habían dado la espalda al pueblo catalán demostrando el franquismo sociológico español y la incomprensión de la realidad nacional catalana. En 2012 comenzaron las manifestaciones en las que se pedía la independencia, y a ellas siguió el referéndum ilegal de Artur Mas en 2014 y el golpe de 2017.

Si Sánchez se mete, como Zapatero, en una rueda de promesas que no puede cumplir, o no consigue que instituciones como el Tribunal Constitucional mientan, es posible que nos encontremos con otra sublevación secesionista en Cataluña.

La irresponsabilidad de Zapatero para ganar un puñado de votos, aliarse con los nacionalistas y marginar a la derecha nos llevó a la crisis política que vivimos. Sánchez, en lugar de aprender, está repitiendo los errores de Zapatero.

Los indultos son una amnistía encubierta. La mesa bilateral visualiza dos soberanías. La negociación pasa por el reconocimiento de un conflicto histórico entre dos sujetos (el español y el catalán) al que hay que poner solución.

Sánchez parte de la idea de que España, sus Gobiernos y su Historia, no han sido justos con Cataluña. Que el error ha partido de Madrid. Que el golpe de 2017 fue el resultado de la mala política nacional. De esta manera regala al independentismo el relato y las reglas de juego.

Las consecuencias pueden ser funestas. Sánchez sólo puede ofrecer a los nacionalistas lo que estos quieren: una vía a la secesión. Esa vía será un Estatuto para un federalismo asimétrico, de dos soberanías, que contemple a Cataluña como nación política, la asunción de todos los poderes y, por tanto, el derecho de secesión como muestra de confianza en la satisfacción del acuerdo.

Con esto habremos perdido todos. Porque esa federación no servirá para proteger a las minorías, ni para garantizar derechos o evitar tiranías, sino para satisfacer a unos supremacistas que desprecian la libertad y permitir que Sánchez siga en Moncloa.

El federalismo será así una trampa. La manera de vender con la etiqueta progresista un contenido autoritario.

Un mundo basado en nacionalidades da un paso atrás en las libertades individuales y un paso adelante en estatismo y colectivismo. Por eso solamente el socialismo y el nacionalismo, ideologías ambas con alma totalitaria, pueden ponerse de acuerdo hoy en España para una fórmula federal.

Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento en la Universidad Complutense y autor del libro 'La tentación totalitaria'.

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