Dos pistolas en la "caja amarilla" de España

Sin reducir a Patxi López a la condición de burro flautista, me permito apuntar que si produjo este miércoles la más adecuada de las músicas fue sólo por casualidad. Porque de haber sido su alusión intencional, cuando dijo -y dijo bien- que el desenlace de esta legislatura abortada ha supuesto un "ejercicio de melancolía", habría añadido algo parecido a "tal y como escribió el eximio escritor y periodista que hace 180 años fue víctima de una frustración equivalente".

Y es que hay que remontarse a 1836, tiene bemoles la cosa, para encontrar en la historia del parlamentarismo español una legislatura más corta y estéril que la que está en trance de clausurarse. Aquella reunió ambas características porque los diputados electos ni siquiera llegaron a tomar posesión de sus actas, ya que la llamada "sargentada de La Granja" acabó en menos de un mes con el gobierno moderado de Istúriz y la mayoría cosechada en su respaldo.

Uno de esos nasciturus parlamentarios fue Mariano José de Larra, diputado electo por Ávila, circunscripción en la que su cruzaban sus amistades políticas con el arraigo familiar de su desdeñosa amante Dolores Armijo. Fue su única experiencia política. Una vez que la Reina Gobernadora hubo cedido a la coacción de los suboficiales movidos por el oro progresista de la llamada "conspiración de las talegas" y avaló que se neutralizaran unas urnas con otras, a Larra sólo le quedaba acodarse a un muro de las lamentaciones llamado El Español. Es decir, a su periódico.

Dos pistolas en la caja amarilla de España

Es en su primer artículo político tras el trauma -"El día de difuntos de 1836"- en el que Larra incluye ese célebre desahogo autocompasivo que puede considerarse una especie de acta fundacional de la tercera España: "No tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español puede formar una idea aproximada". Una frase que bien podía estar en el subconsciente de Patxi López como vástago político -vía margen izquierda- del "socialista a fuer de liberal" Indalecio Prieto.

Para colocar en perspectiva la dimensión de la "melancolía" que en aquel momento le "acosaba, oprimía y abrumaba", Larra incluyó en su artículo un catálogo de personajes golpeados por la desdicha a los que, en comparación, había que considerar "alegres y bulliciosos". Abría la relación "un inexperto que se ha enamorado de una mujer" y pronto aparecía "un diputado elegido en las penúltimas elecciones". Pero tras estas representaciones de la corteza de su propio yo, surgía una variopinta galería de desgraciados, desde el militar sin una pierna al periodista entrullado "en virtud de la libertad de imprenta". Lo más extraordinario era el cierre de la lista: "Un Rey, en fin, constitucional". O sea lo que España no había tenido nunca.

Las obvias diferencias entre estos dos gatillazos parlamentarios con 180 años de distancia son, por un lado, que pronto comprobaremos como la inmensa mayoría de los diputados de la "penúltima" legislatura se suceden a sí mismos, cobrándonos dos veces por la broma; pero, por el otro, que la Constitución está ya pegada al Rey como si fueran dos cuerpos de un mismo adosado. Eso implica que el coitus interruptus de la nueva política no es consecuencia de un cuartelazo que sucede al anterior y preludia el siguiente, sino fruto de una fatalidad normativa, gestionada desde la mediocridad y el egoísmo.

El lúgubre artículo de Larra veía a Madrid convertido en un inmenso cementerio "donde cada calle es el sepulcro de un acontecimiento". Al llegar al mismo Palacio Real desde el que Felipe VI nos dirigió su ostentoso mensaje navideño, imaginó leer en su frontispicio el más apropiado de los epitafios: "Aquí yace el Trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado".

Algo así habría estado en vigor si hubiera triunfado el 23-F y eso siempre quedará en el haber de Juan Carlos I por muchas rubias chocolateras, elefantes y elefantas que sigan ensuciando su crepúsculo. Para su hijo y sucesor el desafío es menos dramático pero bastante más arduo, pues lo ocurrido en estos meses vergonzosos de interinidad prueba que con estas reglas del juego la soberanía popular queda reducida a la impotencia a través de la caterva de eunucos políticos que la representan. Y la Monarquía de Felipe VI carece no ya de los resortes institucionales, sino principalmente de la autoritas que se requeriría para impulsar la regeneración que al día de hoy se ha dado de bruces con la endogamia de la cupulocracia.

La frustración política del efímero diputado por Ávila y el desengaño amoroso como símbolo de la futilidad de la vida impulsaban en paralelo la melancolía que iba infectando el ánimo de Larra durante los que serían los últimos meses de su vida. Un itinerario autodestructivo que a través de su huella literaria ha sido contemplado, generación tras generación, como metáfora de la recurrente e inexorable decadencia de España.

De hecho, hace ahora cien años que Ortega reprodujo en El Espectador otro de los artículos clave de Larra en aquellas postreras colaboraciones para El Español: "Horas de invierno". Es el texto en el que, mirándose al espejo, lo que queda de Figaro musita con timbre mortecino: "Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí?".

"Un artículo de Larra escrito para 1916", puso como encabezamiento Ortega, alegando que se trataba de "un caso ejemplar de synfronismo con el estado espiritual de los hombres mejores que hoy tiene España". Todo parecía repetirse: el aislamiento internacional, la cerrazón de las élites, la esterilidad de la crítica... la "ausencia de los mejores". Como dice su biógrafo, Jordi Gracia, Ortega sentía que Larra había escrito ese artículo "para él" y libraba acuse de recibo: "Un escritor español, consciente de sus destinos, no puede leer estos párrafos sin lágrimas en los ojos y un ardor de iracundia en el corazón".

Aun hay dos artículos imprescindibles más que preceden al féretro de Larra y su España doliente. El primero son las "Exequias del conde de Campo Alange", en el que celebra la fortuna del joven difunto por "morir viviendo todavía", frente a la desdicha de quienes "viven muertos y le envidian". El segundo, "La Nochebuena de 1836" -subtitulado con motivo como "delirio filosófico"-, que desemboca en el misterio de la "caja amarilla". En el presagio de la "caja amarilla". En la tragedia de la "caja amarilla".

Larra se ha levantado el 24 de diciembre envuelto en una bruma de tristeza. Tras comparar sus artículos con los nichos de los cementerios -"en cada uno entierro una ilusión"- y alegar que "la mayor desgracia que le puede suceder a un hombre es que una mujer le diga que le quiere", se enzarza en una discusión con su tosco criado asturiano que termina entre vapores etílicos. El artículo concluye en tercera persona. "A la mañana, amo y criado yacían, aquel en el lecho, éste en el suelo. El primero tenía todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio en una caja amarilla donde se leía "mañana". ¿Llegará ese mañana fatídico? ¿Qué encerraba la caja?".

La "caja amarilla" era supuestamente la caja de las pistolas de la que Larra sacó el artefacto con el que se descerrajó la sien mes y medio más tarde. Como nadie la ha visto jamás, la "caja amarilla" es desde entonces el símbolo de ese destino fatídico que Larra, como Ortega, como tantos intelectuales antes y después, han visto interponerse una y otra vez en la marcha de España hacia la modernidad y el progreso. En la "caja amarilla" están depositados nuestros demonios familiares: el cainismo, el orgullo hueco, la mala leche, la corrupción, la envidia. También, según Carmen Iglesias, las "ganzúas estereotipadas que destrozan lo que tocan" cada vez que pretendemos abrir la puerta del pesimismo nacional con una "profecía autocumplidora".

¿Sería pertinente presentar hoy "Horas de invierno" como "Un artículo de Larra escrito para 2016"? ¿"Escribir en Madrid", denunciar la mediocridad egoísta de nuestros dirigentes, requerir la retirada de todos los corruptos y sus protectores, clamar por la regeneración, exigir cambios drásticos en las leyes y la vida de los partidos, continua siendo "llorar"? ¿Sigue condenado todo "liberal español" a esa "melancolía" sin remedio de la vox clamantis in deserto?

Si el rasero fuera el del desánimo por la esterilidad del 20D, resultaría difícil contestar a estas preguntas negándolo tres veces. Pero ahora el riesgo no es quedarnos como estamos sino desembocar, nuevas urnas mediante, en algo peor. Me refiero a una polarización tan artificial como peligrosa entre inmovilismo y revolución, equivalente a aquella entre carlistas y comuneros que inauguró el guerracivilismo patrio ante la exasperación de Larra.

Rajoy y Pablo Iglesias han sacado ya las pistolas de la "caja amarilla" del macizo de la raza y aunque simulan un duelo entre ellos, pronto veremos que se pondrán a disparar contra todo aquel que ose quedarse en medio. En estas circunstancias la resignación, el abatimiento y la parálisis son antesala segura del suicidio. Sólo el inconformismo, la resistencia y la reiterada movilización del pensamiento crítico podrán mantenernos a salvo.

Aferrémonos pues al alentador mensaje de la directora de la Academia de la Historia de que "no siempre lo peor es cierto" y dispongámonos a dar una nueva batalla contra lo que Churchill definía como el "perro negro" de la depresión. La mejor prueba de que lo que no se logró en diciembre puede obtenerse en junio está en lo ocurrido en 1837. Una vez que Larra se hubo quitado de en medio, y contra todo pronóstico, el centro se impuso a los extremos y España contó por primera vez con una Constitución de consenso. Pero esa es otra historia que espero relatar alguna vez con la extensión que merece.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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