Dos recetas de política para la crisis global

Algo que los expertos saben, y los inexpertos no, es que saben menos de lo que los inexpertos creen. Esto fue evidente en las recientemente finalizadas Reuniones de Primavera del Fondo Monetario Internacional y el Grupo del Banco Mundial: tres días intensos de conversaciones que reunieron a ministros de economía, funcionarios de bancos centrales y otros responsables de políticas.

Nuestra pericia económica tiene limitaciones fundamentales. Consideren las políticas monetarias y fiscales. A pesar de décadas de cuidadosa recopilación de datos e investigación matemática y estadística, para muchas preguntas importantes contamos con poco más que criterios generales aproximados. Por ejemplo, sabemos que debemos bajar las tasas de interés e inyectar liquidez para luchar contra el estancamiento, y aumentar las tasas de interés de intervención y los coeficientes de reservas bancarias para contener la inflación. A veces confiamos en nuestro criterio para combinar la acción sobre las tasas de interés con operaciones de mercado abierto. Pero es un hecho que nuestra comprensión sobre la mecánica de esas políticas es rudimentaria.

Estos criterios generales funcionan (al menos tolerablemente) como resultado de la evolución. Con el tiempo, las medidas incorrectas son penalizadas y sus usuarios aprenden observando a otros, o desaparecen. Logramos que nuestras políticas monetarias y fiscales sean correctas de la misma forma en que los pájaros construyen sus nidos.

Como en todo comportamiento evolutivo, cuando el entorno cambia, existe el riesgo de que las adaptaciones vigentes se tornen disfuncionales. Esta ha sido la suerte de algunas de nuestras políticas macroeconómicas estándar. La formación de la zona del euro y medio siglo de incesante globalización han alterado el paisaje económico mundial, tornando ineficaces a políticas de validez comprobada.

Cuando se fundó el Riksbank sueco en 1668, seguido por el Banco de Inglaterra en 1964, se creía que cada economía debía contar con un único banco central. Durante los tres siglos siguientes, a medida que los beneficios por instituir un monopolio sobre la creación del dinero se reconocieron más ampliamente, se establecieron muchos bancos centrales, uno por cada economía con fronteras políticas.

Lo que no se anticipó fue que la globalización erosionaría esos límites. Como resultado, hemos regresado al pasado del que intentamos escapar: una economía única, en este caso, el mundo, con múltiples autoridades capaces de crear dinero.

Esto claramente muestra una falta de adaptación y explica por qué las masivas inyecciones de liquidez de los bancos centrales en los países avanzados no logran poner en movimiento a las economías y crear más empleos. Después de todo, en una economía globalizada, gran parte de esta liquidez se derrama a través de las fronteras políticas y genera presiones inflacionarias en tierras distantes, precipitando el riesgo de guerras monetarias mientras el desempleo local mantiene niveles peligrosamente elevados que amenazan con erosionar las habilidades de los trabajadores. El daño en el largo plazo podría ser devastador.

Lo evidente en las Reuniones de Primavera del Banco Mundial/FMI fue que casi todos los responsables de políticas están consternados y ninguno de ellos tiene una respuesta completa. Tampoco yo, pero les propongo dos ideas sencillas que pueden ayudar a mitigar la crisis.

En primer lugar, ante la ausencia de una única autoridad mundial de banca central, es necesario un atisbo de coordinación de la política monetaria entre las mayores economías. Necesitamos un grupo conformado por las mayores economías –llamémoslo «G Mayor»– que anuncie políticas monetarias en forma coordinada.

Para entender por qué, consideren el caso de Japón. Los responsables de políticas japoneses tienen buenos motivos para promover cierta inflación, e incluso corregir parte de la apreciación secular del yen durante los últimos seis o siete años. Pero, en el mundo unilateral actual, otros bancos centrales rápidamente responderían inyectando liquidez, provocando al Banco de Japón a actuar nuevamente. Estas acciones habitualmente se justifican como políticas para impulsar la demanda local, pero terminan alimentando una guerra monetaria sustituta de baja calidad.

Si, sin embargo, las economías del G Mayor anunciaran trimestralmente los cambios venideros significativos en las políticas –por ejemplo, una pequeña ronda de flexibilización cuantitativa en el país X, una mayor inyección de liquidez en los países Y y Z, etc.– los mercados sabrían que no hay una guerra monetaria en curso. Los movimientos de los tipos de cambio serían mínimos y solo aquellos buscados. Se limitaría la volatilidad, porque las inyecciones por represalias ya no tendrían lugar y la especulación disminuiría. Por otra parte, las inyecciones de liquidez probablemente tendrían mayor impacto sobre la demanda, ya que la sincronización reduciría los derrames transfronterizos.

La segunda recomendación tiene que ver con la mecánica de la inyección de liquidez, gran parte de la cual se realiza actualmente –en Europa, Japón y otros sitios– mediante la compra de activos. La Reserva Federal de EE. UU., por ejemplo, compra actualmente activos (muchos de ellos con respaldo hipotecario) por $85 mil millones cada mes.

Las inyecciones de liquidez y las bajas tasas de interés tienen un efecto microeconómico que ha recibido poca atención: bajan el costo del capital respecto de la mano de obra, y eso causa una disminución relativa en la demanda de trabajo. Muy probablemente, esto exacerba el problema del desempleo; ciertamente, no lo mitiga.

Una solución es canalizar parte de las inyecciones de liquidez para contrarrestar esta asimetría en los costos de los factores. Entonces, por cada $100 de nueva liquidez, podríamos usar $60 para comprar activos y el resto para brindar a las empresas un subsidio por la creación de empleo marginal, que podría resultar particularmente eficaz en economías con mercados laborales flexibles que permitan contrataciones de corto plazo.

Incluso si el subsidio al empleo se ofreciera durante, digamos, un año, las empresas se verían tentadas a usar más trabajo durante ese tiempo. Y, como el brote actual de elevado desempleo se autorrefuerza, una vez que se rompa el equilibrio por un tiempo, la economía podría pasar a un equilibrio permanente con mayor empleo, sin necesidad de apoyo gubernamental adicional.

Esta recomendación tiene un problema. Las compras de activos no generan efectos sobre los balances, porque los activos reemplazan al dinero. Subsidiar el empleo, por el contrario, constituye una inyección de liquidez pura. Sin embargo, precisamente por ese motivo, un subsidio al empleo probablemente será más efectivo para impulsar la demanda, por lo que una menor inyección de este tipo podría aumentar la demanda tanto como lo haría una compra de activos de mayor volumen.

Entre las pocas certezas disponibles para diseñar la política económica, está la necesidad de adaptarse al cambio externo. Nuestro desafío es como el de las mariposas en la época de la Revolución Industrial, que se adaptaron a su nuevo entorno contaminado con hollín oscureciéndose (para poder ocultarse mejor de los predadores). En una economía globalizada, no debemos dejar a los responsables nacionales de políticas volando en círculos alrededor de la luz.

Kaushik Basu is Senior Vice President and Chief Economist of the World Bank and Professor of Economics at Cornell University. Traducción al español por Leopoldo Gurman.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *