Dos Reyes, una Constitución

La Constitución de 1978, como expresó el gran jurista Eduardo García de Enterría en su libro sobre la Ley Fundamental devenido ya en un clásico, se diferencia de todas las anteriores españolas porque «es la primera que ha dejado de ser en nuestro sistema, por ventura, un puro concepto ideal, y es hoy un documento jurídico con un contenido preciso y con unos efectos determinados sobre los ciudadanos y sobre los jueces».

Se podrá hablar y discutir sobre su naturaleza, las fuerzas que la sostienen y cuestiones semejantes. Todo eso, como señala el autor citado, es sin duda importante y nada desdeñable, pero no pone a los teóricos respectivos en la situación del jurista, que ha de esforzarse en la interpretación de los preceptos constitucionales y en los medios de hacerlos efectivos como preceptos jurídicos eficaces. En otras palabras, el gran cambio de la actual Carta Magna es que se trata de una Constitución normativa que ha aplicarse desde el primer artículo hasta el último, porque detrás se halla el aparato coercitivo del Estado dispuesto a hacer cumplir las normas. Si he recordado esta faceta de nuestra Norma Fundamental es para que se entienda mejor lo que voy a explicar y que consiste en que en un mismo artículo hay dos mandatos de orientación no convergente, lo que es una paradoja, y, sin embargo, poseen el mismo carácter normativo. En efecto, el artículo 56 CE, en sus tres apartados, ha sido objeto de debate durante los últimos tiempos, por lo que conviene insistir en que según sea su interpretación dependerá la duración de nuestro régimen político.

Como insiste García de Enterría, hay que dejar bien claro que toda la Constitución tiene valor normativo inmediato y directo, como se deduce del artículo 9.1: «Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico». Es más: como nos vamos a referir a los dos Reyes actuales al comentar el apartado 1º del artículo 56, hay que tener en cuenta otro precepto de la CE que afecta exclusivamente a los Monarcas. Me refiero al artículo 61.1: «El Rey, al ser proclamado antes las Cortes Generales, prestará juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardando y haciendo guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas». Ahora bien, así como Felipe VI, al ser proclamado Rey, realizó este juramento, no ocurrió lo mismo con Don Juan Carlos por la sencilla razón de que, estando vigentes todavía las Leyes Fundamentales del franquismo, tuvo que jurar el respeto a estas normas, lo que le podía producir un sentimiento de perjurio en el supuesto de que intentase una ruptura con el orden jurídico franquista puesto que él había prometido que llevaría a España a la democracia. Este problema que podría haber radicalizado a los franquistas y, especialmente, a los militares, lo resolvió el mejor político español del siglo XX, Torcuato Fernández-Miranda, siguiendo lo que se decía en un libro clave para la Transición cuya tesis se basaba en la reforma legal de las Leyes Fundamentales, origen de la idea de la Ley para la Reforma Política, instrumento que se convirtió en el pasaporte que nos llevó a la democracia. Una ruptura legal y legítima y que supo aprovechar Fernández-Miranda, utilizando sus dotes para domesticar a las Cortes Generales y al Consejo del Reino, todo bajo el impulso que le proporcionaba el Rey y que acabaría con la redacción de la actual Constitución.

Volviendo al artículo 56.1, ha sido utilizado dos veces por los dos Reyes con consecuencias inmediatas. La primera vez que se utilizó, en relación con el 61.1, fue para detener ese extraño golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, utilizando la función de «Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia» y al mismo tiempo que «arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones». El servicio que Juan Carlos I prestó a la Nación es algo que los españoles no podemos olvidar. Como se encontraba prácticamente sólo ante el 23-F, ya que estaban secuestrados el Gobierno y las Cortes Generales, no tuvo más remedio que intervenir, demostrando que el Jefe del Estadio es el responsable último, es decir, es más que un símbolo, de la unidad y permanencia del Estado.

El caso de su hijo es diferente. Gracias a su discurso del 3 de octubre de 2017, España pudo superar un grave escollo creado por los independentistas catalanes que podía habernos llevado a un callejón sin salida, ante la pasividad del presidente Rajoy, que no hizo absolutamente nada para cortar en seco el brote separatista.

Lo que se está demostrando día a día es que la normatividad de la Constitución que he explicado más arriba se está diluyendo cada vez más, porque este Gobierno infringe la Constitución y la ley cada vez que le viene en gana. Es absolutamente inaudito que todavía siga en el Ejecutivo Podemos, partido empeñado en traer la República a España, insultando no sólo a Juan Carlos I por sus presuntas irregularidades, sino también a Felipe VI, que es sin duda el mejor Monarca que hemos tenido por su preparación y por su forma de ser. Las Cortes Generales son también inviolables y lo pagaron muy caro los golpistas del 23-F, pero los ministros antimonárquicos ahí continúan cacareando.

Por esas intromisiones del azar en las cuestiones más diversas, los constituyentes incluyeron a propósito de la inviolavilidad regia un emplazamiento que no es el debido y con una redacción que se presta a la confusión en cuanto a la privacidad del Rey, en la que también estaría cubierto por esta prerrogativa, lo que es una barbaridad. Es un párrafo que procede de nuestras Constituciones histórica, en las que se decía que el Rey era «sagrado e inviolable». Menos más que se suprimió lo de sagrado, pero se dejó la inviolabilidad y la irresponsabilidad porque los actos del Rey exigen un refrendante, que es quien responde por él.

Por supuesto, yo no voy negar la presunta culpabilidad del Rey Juan Carlos I en lo que se le achaca. Pero, una vez que ha sido despojado de su casa y, en parte, de su inmenso capital, hay que resaltar que el emplazamiento de esta materia en el artículo 56.3 no es adecuado y que su mala redacción, en vez de aclarar, fomenta su confusión. Efectivamente, después de señalar que es la primera autoridad del país y de la importancia de sus funciones ya demostradas, señala que es inviolable e irresponsable, porque sus actos son siempre refrendados por la persona competente. Sea como fuere, estas cuestiones se refieren siempre a los asuntos de Estado, pero no a la vida privada del Rey, admitiendo que a veces es casi imposible separar con una línea roja sendos ámbitos.

Por lo demás, si pusiésemos en el platillo de una la balanza lo que le debemos los españoles a Don Juan Carlos por la normalización de nuestro país y, en el otro, las irregularidades que se le imputan, estoy convencido de que el peso será mayor en el primer platillo. Y, por otro lado, hay que recordar que los ataques, justos o injustos, que recibe de un Gobierno ilegítimo y sus seguidores, a quien más perjudican es al actual Monarca, que ya ha demostrado que tiene una cabeza mejor amueblada que los que forman el Consejo de Ministros.

Para acabar, me remito al párrafo 2º del artículo que no he comentado todavía, pero que podría ser útil. Según este párrafo, su título es el de Rey de España, pero la existencia de dos Reyes, uno en ejercicio y otro con carácter honorífico, produce también confusiones, hasta el punto de que algunos quieren quitar a Juan Carlos el título de Rey. Posiblemente tienen razón, pero se puede recurrir a lo que dice el párrafo 2º de este articulo o incluso crear un nuevo título para él. Se me ocurre, por ejemplo, que si su padre fue conocido como Conde de Barcelona, salvo Luis María Anson que se refería siempre a él como Juan III, se le podría crear, por ejemplo, el título de Conde del Teide, el pico más alto de España, en las Canarias. Cuando nuestras islas afortunadas están en una situación difícil, esta ayuda simbólica les vendría muy bien.

Acabo. Ante el paisaje aterrador que tiene agarrotados a los españoles, merece la pena recordar el verso del poeta alemán Friedrich Hölderlin que dice así: «Donde hay peligro, crece también lo que nos salva».

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional.

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