Dos siglos de los Estados Unidos de México

Lo malo de inventarse la historia es que la verdad del pasado, huidiza y discutible si se quiere, pero tan real como la vida misma, está ahí, disponible para el que tenga el coraje cívico y moral de buscarla. Hace casi doscientos años, el 28 de septiembre de 1821, con un antiguo oficial criollo del ejército imperial español de origen navarro como primer firmante, Agustín de Iturbide, fue dada a conocer ‘el acta de independencia del imperio mexicano’.

En la medida en que una interpretación delirante y falsaria del bicentenario de México amenaza con intoxicarnos con sus mentiras a ambas orillas del Atlántico, en tres versiones, indigenista fanática, negrolegendaria y de ‘izquierda caviar’, se hace necesario contraponer a ficción y mitología las certidumbres de la historia. La primera de ellas se ha caracterizado por servir a los intereses de una parte significativa de las clases dirigentes iberoamericanas del último siglo. A imitación de lo que aconteció en el imperio británico y en Estados Unidos durante el siglo XIX, jamás en la anterior monarquía española, aplicaron un principio maquiavélico, el fin justifica los medios: ‘el mejor indio es el que está muerto’. La grandiosa retórica populista actual de defensa de incas, mayas (desaparecidos como civilización clásica seis siglos antes de que por allí apareciera español alguno) y aztecas, que solo existen así en la imaginación de ‘intelectuales’ a sueldo, constituye una fantástica operación de despiste. Si me proclamo, diría la telenovela o culebrón de turno, ‘más originario o nativo que ninguno’, a ver quién puede discutirme algo.

Dos siglos de los Estados Unidos de MéxicoLa epidemia de apellidos napolitanos, irlandeses, piamonteses, vascos y catalanes, entre otros, que ostentan destacados políticos populistas afiliados al radicalismo indigenista, apenas enmascaran la realidad histórica de un pasado que ignoran por completo. Seguro que su bisabuelo no estuvo allí, defendiendo a los nativos, mientras quedó alguno vivo. Cuando los indígenas pudieron decidir, es decir, cuando formaron parte de las elites gobernantes del imperio español, destacaron por lo contrario, una lealtad inquebrantable al rey y la monarquía española. Durante las guerras civiles de disolución llamadas ‘de independencia’, entre 1808 y 1825, de manera casi totalmente homogénea figuraron en las filas de los realistas opuestos a ella. El exterminio y la persecución comenzaron luego. Cuando no quedaron soldados del Rey dispuestos a hacer cumplir la ley que los protegía, ni misioneros inquietos por la salvación eterna de sus almas. Esta operación de nacionalismo ficcional fue simultánea en México con la propagación de un indigenismo arqueológico que funcionó como ideología de Estado, en especial a partir de la revolución iniciada en 1910.

Durante las décadas anteriores, como ha demostrado el historiador Tomás Pérez Vejo, México se debatió entre un proyecto de nación conservador, católico y sensible al reconocimiento de la herencia cultural y civilizatoria española, y otro liberal, hostil a ella y abiertamente anticlerical en no pocas ocasiones. El indigenismo ‘de Estado’ fue muy útil. Sirvió para promocionar y controlar ocasionales clientelas en áreas indígenas. Al mismo tiempo, consagró una pedagogía nacional mexicana que hizo de lo antiespañol una seña de identidad.

La vergonzante postergación del verdadero fundador del México actual, Hernán Cortés, supuso el triunfo de esa tendencia del nacionalismo mexicano. Vinculada, mejor diríamos enredada con los asertos indigenistas, se halla la segunda interpretación delirante del pasado mexicano hispánico, la negrolegendaria. Heredera en línea directa de la ilustración francesa en su vertiente insultante, tuvo su texto fundacional en el famoso artículo de Nicolás Masson de Morvilliers en la ‘Enciclopedia metódica’ de 1782, ‘¿Qué se debe a España’. Cabe dudar de que alguno de los oficiales y soldados franceses o mercenarios que asaltaron la península ibérica a sangre y fuego desde 1808 no lo hubiera leído para sentirse ‘legitimado’ y matar, violar y robar sin escrúpulo alguno. La versión negrolegendaria de la historia de España genera un bucle melancólico y desarma las energías creativas de la sociedad civil, pues consolida los peores estereotipos de vagancia, inacción y supuesta ‘mala calidad’ institucional. Por supuesto, este énfasis en la leyenda negra acentúa la ficción indigenista y otorga credibilidad a toda una serie de estereotipos fatales. En primer lugar, si se mira hacia el pasado, es solo para probar que tenemos ‘deudas históricas’, pecados originales o perdones por despachar. En segundo lugar, estaríamos condenados al excepcionalismo. Aunque vayamos bien alguna vez, tratándose de España y del orbe hispano, seguro que al final iremos mal. Finalmente, nunca se puede construir a partir de lo que existe, solo se puede ver el vaso medio vacío, jamás el medio lleno. La emoción política dominante es el resentimiento. La tercera interpretación que gravita sobre el bicentenario de México atiende las necesidades de propaganda de la ‘izquierda caviar’, los elitistas aparatos tecnocráticos y mediáticos insertos en el fracasado dependentismo ‘latinoamericano’, que nació tras 1945 y, excepción hecha de la crisis de los años ochenta, se mantiene casi incólume: Estado providencia, nacionalismo infantilizante y antiglobal, caudillismo antiinstitucional, odio a Estados Unidos.

¿Qué alternativas, modestas y razonables, qué nuevas interpretaciones, pueden plantearse en pleno 2021, para la evocación de algo tan memorable como el nacimiento del México independiente? En primer lugar, del mismo modo que necesitamos una historia global de España que ilumine un pasado que fue más grande que el presente en términos espaciales y, si se quiere, civilizatorios, de concepción del mundo, nos hace falta una historia global de México. Este es directo heredero del Virreinato de la Nueva España, organizado desde 1535 por Antonio de Mendoza en cumplimiento de órdenes del emperador Carlos V. El reconocimiento de este hecho ilumina que, en realidad, la crisis imperial española de principios del siglo XIX originó un estado-nación en Europa, la España actual, y veinte estados americanos, que se aplicaron a la tarea de organizar sus naciones para el futuro. En el imperio español, primera entidad política global de la historia de la humanidad, el reino de la Nueva España era el componente extraeuropeo más importante.

En realidad, como el imperio español era una monarquía compuesta aglutinada alrededor de la figura del rey como señor natural, que vinculaba señoríos y jurisdicciones de diferentes tipos, con México en el centro de sus redes de intercambio global, con China y Asia al occidente y España y Europa al oriente, representó por tres siglos un papel aglutinador. El gran historiador francés Serge Gruzinski, que ha acuñado el concepto de ‘primera globalización’ para aludir al imperio español y portugués de los Austrias españoles, ha subrayado la necesidad de contar una historia de Europa que integre y no esconda estas realidades del pasado. Seguramente sería una hermosa manera de rendir homenaje y reconocimiento a la increíble riqueza cultural de los ‘muchos Méxicos’ que existen pensar un bicentenario que no esconda herencias fundamentales y decisivas como la española, que no quite a los mexicanos lo que a fin de cuentas es suyo. Roma es española, como España es mexicana. Tampoco está de más que se evite hacer populismo con la cultura común, lo único que en verdad nos va a sacar del agujero en que nos ha sumido, allí y aquí, la pandemia. Ni Malinche ni Hernán Cortés merecen menos.

Manuel Lucena Giraldo es miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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