Dos siglos de soberanía nacional única

Hoy los Reyes de España acudirán a San Fernando para conmemorar la reunión de las Cortes Constituyentes de Cádiz, cuando comenzaron los debates que tendrían como resultado, casi dos años después, la aprobación de la Constitución de 1812. De este modo, se inician los festejos que durarán dos años, celebrando una Constitución que en puridad nunca llegó a aplicarse a pesar de estar teóricamente «vigente» unos pocos años y no seguidos.

Pero España es así, celebramos una Constitución inaplicada por valor simbólico, cuando la actual Constitución de 1978, vigente hasta ahora, ya no rige realmente en Cataluña, tras el Estatuto de 2006 y la reciente sentencia del Tribunal Constitucional, pues además el cambio que se ha producido ha supuesto una grave mutación del régimen constitucional, que provocará a medio plazo la paralización del sistema, agravada también por el déficit de un Estado inoperante. Pero es igual, hoy toca celebrar algo que tuvo una gran repercusión en España, narrado magistralmente por Benito Pérez Galdós y, mas recientemente, por Arturo Pérez-Reverte.

España, como es sabido, fue uno de los primeros países del mundo que se incorporaron al constitucionalismo moderno, iniciado por la Constitución americana de 1787, con la salvedad de Gran Bretaña, que poseía ya una Constitución consuetudinaria.

Ahora bien, nuestra primera Constitución escrita no es, como se dice con tanta frecuencia, la redactada en Cádiz y promulgada el día 19 de marzo de 1812, sino el llamado Estatuto de Bayona de julio de 1808 y que prácticamente no llegó a estar vigente nunca en toda España. Por supuesto, esta primera Constitución fue más bien una Carta Otorgada por Napoléon, a cambio de perder nuestra independencia nacional, pero en cuya redacción, a pesar de todo, intervinieron, al menos teóricamente, 150 vocales españoles designados por estamentos e instituciones tradicionales.

Sea lo que fuere, el gran mérito involuntario de Napoleón al invadir España, fue, ni más ni menos, que «provocar», por decirlo así, la entrada del constitucionalismo moderno en España, puesto que fue la razón de que se redactasen sucesivamente dos Constituciones escritas elaboradas por españoles, aunque evidentemente de signo opuesto. En efecto, la Constitución de Cádiz fue, ante todo, una alternativa «presuntamente» nacional, frente a la que habían elaborado, dentro de unos límites, un grupo de españoles liberales, denominados «los afrancesados», circunstancia que demostraba que en esa época existían al menos tres visiones de España, encarnadas respectivamente en tres grupos de españoles, que podríamos denominar así: nacionalistas tradicionales, nacionalistas progresistas o liberales, y nacionalistas afrancesados. Por encima de sus evidentes diferencias ideológicas, en los tres casos se buscaba fortalecer la Nación, gracias al aldabonazo de la invasión francesa, y sacarla así del sopor histórico en que había caido, con una monarquía decadente, después de haber sido, en los siglos XV y XVI, la primera potencia mundial. Como escribe Carmen Iglesias: «El vacío de poder después de las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII en Bayona, a favor de Napoleón, y de los sucesos del 2 de mayo en Madrid, exigían una reconstrucción del Estado inmediata». En efecto, como también señala Alejandro Nieto, el Estado español se derrumbó en unas horas, reapareciendo poco después desdoblado: uno en Madrid (habiendo nacido en Bayona) y el otro en Cádiz, «cada uno con su Constitución y Administración propias y cuyo territorio jurisdiccional fluctuaba al ritmo que marcaban las bayonetas». Ciertamente, la influencia de la Revolución francesa se habia dejado ya sentir en España, antes de la invasión de Napoleón.

Este deseo de gozar de una Constitución, al estilo americano o francés, no llegaría a ser realidad hasta que se produjo la quiebra del poder en 1808 y fue entonces cuando surgieron las tres corrientes principales que condicionaron nuestro constitucionalismo.

Aunque ya existían antes de la invasión francesa, fue en ese momento cuando aparecieron a flote como vías para la reconstrucción del Estado y la adopción del constitucionalismo. Sin embargo, hay que señalar que en Cádiz se enfrentaron dos conceptos distintos del término Constitución. Por un lado, los que identificaban la Constitución con las leyes viejas y los derechos históricos y, por otro, los que consideraban que esta palabra se debía entender como un texto escrito emanado de la voluntad popular. Entre ambos se situaban muchos de los llamados afrancesados. Pero veamos sucintamente cada una de estas tres corrientes, reafirmando una vez más que las tres, a su manera, buscaban como objetivo final la consolidación o renacimiento de la Nación española. La primera fue la de los afrancesados, que ya hemos visto. La segunda estaba formada por los nacionalistas tradicionales. Con matizaciones que le diferenciarían del resto, Jovellanos es el más importante de los miembros de este grupo. Aunque muchos vieran en él un liberal, era sobre todo un hombre conservador, que no dudó de responder al General francés Horace Sebastiani, cuando le invita a participar en el Gobierno de José I, lo siguiente: «No lidiamos, como pretendeis, por la Inquisición, ni por soñadas preocupaciones, ni por el interés de los Grandes de España: lidiamos por los preciosos derechos de nuestro Rey, nuestra Religión, nuestra Constitución y nuestra independencia…». Jovellanos llegó a ir a Cádiz, pero no estuvo mucho tiempo y su posición allí estuvo a caballo entre los nacionalistas tradicionales y lo nacionalistas liberales o radicales. De él son estas palabras: «Según el Derecho Público de España, la plenitud de la soberanía reside en el monarca y ninguna parte de ella existe en otra persona o cuerpo fuera de ella. Y, por consiguiente, es una herejía política decir que una nación cuya Constitución es completamente monárquica es soberana, o atribuirle las funciones de la soberanía». Dentro de esta tendencia, pero con diferencias muy notables se puede citar igualmente a Martínez Marina, para quien la razón de la decadencia española había que buscarla en la reunión de todos los poderes en una sola persona -sobre todo a partir de los Austrias- y la consiguiente decadencia de las Cortes tradicionales. De este modo, Martínez Marina, tratando de conciliar el pensamiento clásico español con las nueva tendencias de los doceañistas, llega a afirmar que el principio de la soberanía nacional se fundamenta en las ideas de Vitoria, Fray Luis de León, Báñez, Suárez, Molina o Saavedra, lo que es mucho decir. Esta corriente, en definitiva, con algunos otros nombres ilustres, no deseaba crear una nueva Constitución, sino mantener, mejorándola, la que existía tradicionalmente.

La tercera corriente era la que encarnaban los que podríamos denominar nacionalistas liberales o radicales, que consideraban que con la Ilustración, por primera vez en la historia, los hombres deciden tomar las riendas de su destino en sus manos y convertir el objetivo de la humanidad en objetivo último de sus actos. Es más: toda persona debe aspirar a la felicidad en lugar de a la redención y, como es lógico, todos ellos conocían perfectamente las ideas revolucionarias francesas.

Ahora bien, lo curioso de la Constitución gaditana es que, a pesar de lo dicho, fue redactada por representantes de esas dos Españas -los liberales y los absolutistas- que llegaron así a un aparente compromiso. A lo largo de su desmesurada extensión ( 384 artículos), se pueden ver las aportaciones de uno y otro bando. La aportación liberal, con un grupo de personajes sobresalientes como Argüelles, Toreno o Muñoz Torrero, muy influidos por las revoluciones americana y francesa, insistió en la soberanía nacional, en la división de poderes, en el reconocimiento de algunos derechos fundamentales, en especial de la libertad de imprenta, en la limitación de los poderes del monarca, o en la supresión de privilegios del Antiguo Régimen. Por su parte, la aportación absolutista se comprueba en la concepción de la religión, «que es y será perpetuamente la católica», prohibiéndose cualquier otra; en la monarquía tradicional, matizando el dogma de la soberanía nacional, ya adoptado en 1810, con la idea de imponer lo que se denominará la Constitución interna de España y que consiste en que la soberanía, a pesar de lo que señala su artículo 3, descansa en la conjunción del monarca con las Cortes, puesto que el rey puede devolver a la Cámara la ley que no le guste, y además consagra en su articulo 168 que «la persona del Rey es sagrada, inviolable y no sujeta a responsabilidad».

Por lo demás, a pesar del carácter híbrido que acabo de explicar y de sus defectos técnicos, la Constitución de Cádiz desempeñó un papel decisivo en el nacimiento del liberalismo europeo del siglo XIX, influyendo en una generación entera de Normas Fundamentales de diversos países. España, que se despertó de su modorra histórica para luchar contra Napoleón, asombró al mundo -estando su Rey prisionero en Francia- a causa de la obra de la Asamblea Constituyente de Cádiz. Un país como España, que tenía poca experiencia política y hasta entonces bajo una monarquía absoluta, realizó una transformación sorprendente del Antiguo Régimen hasta el constitucionalismo liberal. Porque fue España, un país sin libertades, con una Inquisición represora y sin grandes pensadores, quien dio la sorpresa en una Europa que se dividía entre el absolutismo ilustrado de Napoleón y el absolutismo semifeudal de Austria o Prusia, aportando el término de «liberal» adoptado después en todos los países. Sin embargo, la propia naturaleza de esta Constitución ha provocado durante mucho tiempo un debate sobre su originalidad. Unos mantienen que no hizo sino modernizar las ideas y principios del viejo Derecho Público de la monarquía hispana, como, por ejemplo, Martínez Marina. Y otros sostienen, como Adolfo Posada, que la Constitución gaditana no fue más que una variante española de la obra de los constituyentes franceses de 1791.

Pero como la historia se escribe frecuentemente con reglones torcidos, es curioso comprobar cómo nuestra Constitución de Cádiz, aunque sea más bien un plagio en, parte, de la francesa de 1791, tuvo en Europa mucha más repercusión que ésta. Su influencia se dejó notar igualmente en otros países cercanos al nuestro como Portugal o incluso muy lejanos como Rusia. Es más: la Constitución de Cádiz desempeñó igualmente un papel decisivo en el nacimiento del constitucionalismo hispanoamericano. Pero, claro está, su duración como Norma teóricamente vigente no sobrepasó 11 años seguidos, adoptó un sistema de reforma practicamente inviable y poseía numerosos defectos técnicos. Pero es igual. Su importancia, consagrando a la Nación española, correspondía a las aspiraciones del romanticismo de esa época. Y de ahí que su pretigio político haya sobrepasado así a sus discutibles cualidades técnicas y, en consecuencia, como señala un constitucionalista francés del siglo pasado: «para la historia constitucional comparada, la obra de Cádiz comporta una gran importancia: el constitucionalismo liberal del XIX comienza en esa ciudad».

Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO