¿Dreyfus o Landru?

Por Pedro J. Ramírez. Director de El Mundo (EL MUNDO, 03/09/06):

Vencido este verano de incendios y piscina, de colapso aeroportuario y de cayucos, de bochorno agosteño en julio y borrascas del Cantábrico en agosto, de decepción futbolera y eclosión baloncestística, de carné de conducir por lonchas y presuntos locales sin tabaco, de baile de las víctimas y tambores de hojalata -¡ay, la memoria histórica!-, he aquí al hombre.

Zanjadas estas vacaciones en las que ETA sólo cubrió las apariencias de la protesta callejera mientras negociaba con el Gobierno profundamente y en secreto; en las que Fernández de la Vega recorrió dos continentes, desde Bolivia hasta Finlandia, en esforzada defensa de los intereses nacionales; en las que la mujer de Maragall se dio de baja del futuro ex partido de Maragall ; y en las que ZP sintió el halago del taconazo de Touriño en los humeantes bosques de Galicia y el agravio del desdén de Jaume Matas que no acudió a recibirle al pie de la escalerilla del avión y le esperó sin corbata -¡ni calcetines!- en justa correspondencia a la negativa presidencial a reunirse en otro sitio que no fuera el aeropuerto de Palma, he aquí al hombre.

Rodeado en la portada de nuestras nuevas secciones y fichajes -qué orgullo poder sumar el de Anson a otros talentos tan dispares-, de las expectativas de la gloria deportiva para hoy, del lanzamiento de las dos mejores colecciones jamás editadas por un medio escrito -vean, vean con toda la familia el tráiler de Los Años del NO-DO-, y del más enorme esfuerzo de investigación y encuesta sobre un solo hecho nunca realizado, en suma, por un periódico, he aquí al hombre.

Con su cara de buen chico, con su mirada a la vez enigmática y serena, con el pelo y la corbata en su sitio, con sus labios finos como una cicatriz o la hendidura de una hucha, con ese aire de cordero degollado que sube al altar con la misma impasibilidad con que se escala un cadalso sobre el que reposa el hacha de una condena a 3.000 años de cárcel, tan distinto del tarado patibulario y asocial que nos han presentado las fotos y versiones policiales, he aquí al hombre.

José Emilio Suárez Trashorras no es una atracción de feria, pero fíjense bien en él porque en su memoria y en su conciencia están guardadas claves esenciales para desentrañar la cadena de acontecimientos que sacudieron a España entre el 11 y el 14 de marzo de 2004. Y porque de lo que argumenten, establezcan y decidan los jueces sobre cuál fue su conducta y cuáles sus móviles dependerán en gran medida las referencias morales por las que transcurrirá nuestro futuro y el grado de confianza que los ciudadanos podrán sentir hacia el sistema.

Al cabo de más de dos años de intentarlo, Fernando Múgica ha logrado que le conceda una extensa entrevista. Hoy publicamos la desnuda síntesis de su tremenda interpretación de lo sucedido y situamos al personaje en su circunstancia. A partir de mañana divulgaremos sus revelaciones y alegaciones, con tanto detalle como él mismo las ha expresado. Junto a ellas incluiremos también un minucioso resumen de los testimonios que le señalan en el sumario instruido por el juez Del Olmo como responsable directo de los asesinatos de 192 personas.

No faltarán los bellotaris que vociferen acusándonos de hacer el juego al peor de los delincuentes. Ya ocurrió cuando entrevistamos a Amedo y Domínguez o al fugitivo Roldán. Pero lo esencial no es quién sea el narrador, sino cuál es la trascendencia y fiabilidad del relato. Además en el caso de los ex policías se trataba, es cierto, de dos personas que ya habían sido condenadas a más de 100 años de cárcel por varios asesinatos frustrados y bien podía alegarse que la decisión del Director General de la Guardia Civil de poner pies en polvorosa era toda una declaración de culpabilidad anticipada. Trashorras -que ni siquiera tiene antecedentes penales- es sólo un procesado en prisión preventiva. Nada menos, pero tampoco nada más. Su presunción de inocencia está en entredicho, pero de ninguna manera destruida.

Trashorras tiene derecho a ser escuchado y no sólo por el juez, sino por el conjunto de una opinión pública a la que desde el día de su detención se le dio por hecho que, de forma deliberada y consciente, él había suministrado a los islamistas los más de 200 kilos de Goma 2 necesarios para volar los trenes del 11-M, el AVE a su paso por Mocejón y el piso de Leganés en el que ellos mismos murieron. Anhelaba poder hacerlo ante la Comisión del 11-M, pero no le dieron ni la oportunidad de declarar en directo, ni siquiera la de testificar por escrito. Ahora ha decidido contar su versión a través de nuestro periódico y yo les pido que la lean con atención y la pongan en contraste con las acusaciones que pesan contra él y con los demás elementos de juicio que EL MUNDO ha venido desvelando.

Escribo con la ventaja de haber leído ya lo que publicaremos mañana y pasado. Trashorras no es ningún mentecato. Su enfermedad podrá haberle hecho perder el equilibrio en momentos críticos, pero su relato revela una mente lógica y una capacidad especialmente articulada para contestar al detalle con el detalle. Sus opiniones tienen un valor relativo, pero los hechos y conversaciones que reconstruye componen el único testimonio conocido de alguien de nacionalidad española, ajeno a su círculo familiar, ideológico y religioso que durante las semanas anteriores al 11-M mantuvo reiterados contactos con Jamal Ahmidan, a quien hemos venido apodando El Chino y atribuyendo la condición de jefe operativo del comando que perpetró y ejecutó la masacre.

¿Cuál era el origen y finalidad de esa relación? Tres cosas parecen fuera de duda a propósito de Trashorras: 1) que trapicheaba con droga, 2) que era confidente habitual de la Policía, 3) que desde casi tres años antes del 11-M el tráfico de explosivos -consumado o no, a una escala u otra- se mezcló con los otros dos ingredientes. Agítese todo ello en la coctelera y llegaremos a las reuniones con el también confidente Zouhier en las que supuestamente comenzó la negociación del trato que, según la Policía, la Fiscalía y el juez, desembocó en el suministro de la dinamita del 11-M. ¿Pero eran un marroquí y un ex minero los que se miraban a los ojos, o la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil y la Policía de Asturias las que lo hacían?

Desde que en julio de 2001 Lavandera le cuenta al agente Campillo que Trashorras y su cuñado Antonio Toro «buscan a alguien que sepa montar bombas con móviles» hasta la extraña detención de quien cree estar ayudando a investigar el 11-M y se encuentra de repente entrullado y sin medicación contra la esquizofrenia, suceden suficientes episodios extraños a su alrededor -incluido el constatado merodeo de ETA que culmina en el robo del vehículo del callejón de Avilés- y va quedando una estela lo suficientemente espesa de las actividades del tándem, como para que sólo su control y supervisión policial expliquen que ambos no permanecieran todo ese tiempo entre rejas.

A los testimonios de Lavandera y de Zouhier hay que unir los de dos de sus jóvenes compinches de ocasión, Iván Granados y el llamado El Gitanillo, que también involucran a Trashorras en la entrega de explosivos mediante viajes en autobuses de línea. De los cuatro sólo el último le implica concretamente en la puesta a disposición de los islamistas del gran cargamento de Goma 2 ECO que supuestamente salió de Mina Conchita durante aquella tenebrosa madrugada del 28 de febrero con destino a Morata de Tajuña. El problema es que El Gitanillo llegó a un pacto con la Fiscalía, mediante el que su autodeclarada participación activa en el mismo presunto tráfico criminal por el que a Trashorras le piden más de 3.000 años de cárcel quedó sospechosamente zanjada con seis de reformatorio.

Es, de hecho, el testimonio de este menor, poniendo en boca de su jefe comentarios casuales del tipo de «¡menuda la que armó Mowgly!», lo que permite al juez Del Olmo llegar en su auto de conclusión del sumario a la implacable tesis de que Trashorras «tenía conocimiento del radicalismo islamista de Jamal Ahmidan y su grupo así como del destino que podían dar a los explosivos», lo que es tanto como decir que no le importaba contribuir al asesinato de decenas y decenas de personas con tal de obtener un beneficio en forma de dinero o droga. Es una lástima que la inferencia sobre tamaña insensibilidad no quede, sin embargo, complementada por el instructor con mención alguna del cuánto, cómo y cuándo debía cobrar Trashorras, ni por supuesto con datos bancarios o indicios de otra naturaleza que revelen entregas en metálico o en hachís inmediatamente antes, durante o después del viaje de los islamistas a Asturias.

La tendencia de los investigadores a tirar por elevación en todo lo concerniente a Trashorras queda aún más patente en el documento con las conclusiones policiales cuyo punto 27 desenterró anteayer Casimiro García-Abadillo para poner definitivamente en entredicho la consistencia como prueba de la mochila de Vallecas. Dos apartados más adelante, concretamente en el número 29, se afirma literalmente: «Teniendo en cuenta que algunas personas acusaron a José Emilio Suárez Trashorras de conocer el procedimiento para activar explosivos con teléfonos móviles, años antes de este atentado terrorista, no resulta descartable que éste asesorara en este aspecto a los terroristas del 11-M».

¿Desde cuándo «buscar a alguien que sepa montar bombas con móviles» equivale a «conocer el procedimiento para activar explosivos con móviles», en vez de constituir un claro indicio de lo contrario? A no ser, claro está, que a la Policía le conste que las pesquisas de Trashorras y Toro en 2001 obtuvieron los frutos deseados y sirvieron a los fines perseguidos.

También produce similar perplejidad leer que la sucesión de contactos telefónicos de Trashorras con los islamistas en los días posteriores a su viaje a Asturias «hacen sospechar que pudiera haberlos asesorado en la manipulación del explosivo» y, en cambio, comprobar cómo los mismos investigadores desdeñan de plano que las llamadas simultáneas a su controlador, el policía Manolón, guarden relación alguna con los hechos. Extraña manera de sumar y de restar.

Con los ya mencionados testimonios en su contra, algunos elementos indiciarios nada despreciables y su propia autoinculpación inicial -cuando dijo haber visto el explosivo en el maletero del coche de los islamistas- sólo cabría tachar de imprudente a aquél que se precipitara a proclamar la inocencia de Trashorras. Pero, por otra parte, resultaría mucho más sencillo creer en su culpabilidad -concediendo incluso que no calibró las consecuencias de sus actos- si al menos existiera una explicación de cómo pudo sustraer una cantidad tan enorme de Goma 2 ECO de Mina Conchita, si al menos existiera una sola prueba fehaciente de que la Goma 2 ECO hallada en Leganés procedía realmente de Mina Conchita o si al menos existiera una sola prueba fehaciente de que la dinamita que estalló en los trenes, viniera de Mina Conchita o no, era realmente Goma 2 ECO.

El problema de la versión oficial del 11-M es el de cualquier castillo de naipes: la caída de una sola pieza arrastra encadenadamente a todas las demás. Si no es verosímil que en 12 explosiones no quedaran rastros suficientes como para detectar los componentes del tipo de dinamita empleada -y menos aún que los resultados de los análisis no se pusieran por escrito-, ¿por qué vamos a sentirnos cómodos con la mera deducción de que, puesto que Trashorras hablaba de vender explosivos y tenía contactos en una mina, Trashorras pasó de manera tan abundante de las palabras a los hechos y Trashorras fue quien posibilitó que se desencadenara la matanza del 11-M?

Tres cuartos de lo mismo podemos decir de la mochila de Vallecas. Si ahora resulta que la conclusión policial es que «pudo ser manipulada en el Ifema», eso significa que alguien ajeno a los islamistas pudo colocar allí el teléfono con la tarjeta que, además de propiciar la detención de Zougam, permitió rastrear las llamadas de Ahmidan, Mowgly, El Chino o como quiera que realmente se llamara, con el propósito de acreditar sus contactos con Trashorras y proporcionar así soporte documental a una complicidad precocinada.

Piensa mal y acertarás, pero in dubio pro reo. Yo a este Trashorras no le daría mi confianza ni como vocal suplente de la junta de mi comunidad de vecinos, pero como el escéptico apóstol Tomás, tendría de verdad que ser capaz de meter mullidamente la mano en el costado de su culpabilidad para poder condenarle por 192 asesinatos. Ni antes ni mucho menos después de haber repasado con lupa sus respuestas me ha ocurrido eso.

¿Culpable o inocente? ¿Chivo propiciatorio camino de la Isla del Diablo de una sentencia injusta como el capitán Alfred Dreyfus o frío y calculador criminal sin entrañas como su contemporáneo Henri Desiré Landru que fue guillotinado negando cínicamente su acreditada trayectoria como asesino contumaz? Mi veredicto dista mucho de ser aún definitivo. Mírenle a la cara, léanlo todo y díganme después qué opinan.