Drogas: España contra corriente

El 31 de marzo, el Boletín Oficial del Estado publicó tres leyes que nos hacen retroceder a posiciones políticas e ideologías superadas, rancias y difícilmente compatibles con la Constitución. Se trata de la reforma general del Código Penal, de otra modificación en materia de terrorismo y de la nueva Ley de Seguridad Ciudadana.

En lo que se refiere al Código Penal, lo peor no es que las modificaciones resulten inoportunas y hechas contra el sentir general de los profesionales del derecho penal y de toda la oposición parlamentaria (a excepción del terrorismo, que se ha pactado con el PSOE). Ni tan siquiera que incluya una especie de cadena perpetua —ahora llamada “prisión permanente”— revisable. No; lo peor está en el hilo conductor: se vulnera el principio de legalidad, se introduce inseguridad jurídica y se hace demagogia para defenderlo. Nos dicen que había que dar respuesta al terrorismo yihadista y al terrorista individual; pero no es cierto, porque esa figura está en el Código desde 1995. ¿No lo sabían los responsables del Gobierno? ¿No han preguntado cómo se ha condenado en España en los últimos tiempos a los lobos solitarios? Respuesta: aplicando la ley que ya existía. Además, si hablamos de terrorismo yihadista, el peligro no es un “solitario”, sino la acción organizada de los distintos grupos que se constituyen en “Estado” y le echan un pulso al planeta. El pacto con el PSOE no mejora el resultado; solo hace que sean más los responsables de ese resultado: se amplía hasta límites absurdos el ámbito de los delitos de terrorismo, tanto, que acabarán aplicándose a quienes no son terroristas.

No menos criticable es la nueva Ley de Seguridad Ciudadana; se ha querido convertir en ilícito y sancionable todo lo que el Código Penal no considera delito; se cierra el círculo y lo que no es delito, será infracción a la seguridad ciudadana. A partir de ahora habrá que preguntarse qué queda que sea lícito. Un ejemplo: en materia de drogas se da un paso atrás, cuando se podía dar adelante. Como es sabido, la prohibición internacional de las drogas está cuestionada por su inutilidad para reducir el consumo y por los males que genera: venenos circulando por las calles al alcance de todos, menores incluidos; usuarios en el mercado negro, condenados a vivir un infierno o a acabar en la cárcel; fomento de la violencia y la corrupción y entrega al crimen organizado de un negocio fabuloso. Contra esta situación se alzan muchas voces que reclaman una política de drogas más eficaz y humana, en la que se sustituya el negocio de los narcos por el control del Estado. No se trata de establecer barra libre de drogas —eso ya existe hoy—, sino de controlar la producción, venta y consumo, como se hace con el alcohol y el tabaco. Dentro de esta propuesta teórica, se está produciendo una avanzadilla práctica con el cannabis. Uruguay y los Estados de Oregón, Washington, Colorado y Alaska han legalizado la producción y el consumo, a pesar de que la legislación federal de Estados Unidos sigue criminalizando cualquier conducta referida al cannabis, incluido su uso, con penas de cárcel. Un país y cuatro Estados violan las Convenciones de Naciones Unidas de drogas sin que ocurra nada especialmente importante. En Washington DC, se permite el consumo y la tenencia individual de plantas, aunque no se ha legalizado la comercialización. Por otro lado, en España y en Holanda desde hace bastantes años existe una permisión fáctica en clubes sociales cannábicos y en coffee shops.

Las modalidades de regulación son varias y según el sistema se opta por una o se acogen varias: autocultivo para consumo propio, venta en farmacias, suministro en clubes cannábicos o venta en establecimientos especializados. Hay control sanitario, pago de impuestos y prevención y se establece tolerancia cero para los menores y castigo de la conducción bajo los efectos de la sustancia o por violación del control administrativo.

Varios países se plantean un cambio y algunos Gobiernos municipales europeos prefieren regular y no seguir soportando el mercado negro. En el Parlamento alemán se debate el proyecto de ley de Control de la Marihuana para legalizar el autocultivo para uso personal, el suministro en farmacias como analgésico y la venta en comercios, contemplando un impuesto sobre la sustancia. Ese texto está avalado por un manifiesto firmado por 122 catedráticos de derecho penal alemanes que subrayan lo que es ya innegable: que el terrorismo en Afganistán se financia con el tráfico ilegal de heroína; que la guerra al narco desatada en algunos países, como México, es insoportable; que son menos dañinos los sistemas en los que existe una cierta liberalización —España, Holanda, Portugal y Suiza— que los que quieren aplicar la represión más amplia; que con la prohibición el Estado renuncia a controlar la disponibilidad y la pureza de la sustancia y que la represión genera más problemas que beneficios. Por su parte, la OEA ya alertó hace dos años sobre la necesidad de modificar los términos de la prohibición de todas las drogas, especialmente de la marihuana. Estos planteamientos se harán valer en la ONU en 2016 con motivo de la Asamblea General de Drogas: o se modifican los Tratados o se flexibilizan para el cannabis.

En España, algunas Comunidades Autónomas han optado por regular la existencia y funcionamiento de los clubes cannábicos, imponiendo requisitos administrativos que garanticen un consumo seguro y respetuoso con los derechos de los no consumidores. Naturalmente no se regula la producción ni el suministro de sustancia a los clubes porque eso contraviene los Tratados y aquí no parece querer actuarse como en Uruguay. Con todo, se parte de la idea de que es mejor controlar que prohibir, incluso en el actual marco internacional de prohibición.

Pues bien, en este panorama irrumpe la nueva Ley de Seguridad Ciudadana nadando contra corriente, incrementando el número de conductas prohibidas y dificultando considerablemente la normalización del cannabis. No solo se sanciona lo mismo que la anterior ley (consumo y tenencia en lugares públicos, tolerancia de ese consumo y abandono de útiles para el consumo en esos mismos lugares), sino que se aplican sanciones más graves y se introduce alguna nueva infracción: la facilitación del consumo dando transporte —llevar a tu padre consumidor al club que frecuenta en tu coche— y el cultivo en lugares visibles al público, todo ello, aunque la conducta no sea delito. Es decir, que el cultivo para el autoconsumo —que no es delito— será sancionable si se realiza en el jardín de tu casa o en la terraza si se puede ver desde fuera, dando igual que el destino sea el consumo recreativo o el terapéutico.

Conclusión: harán un negocio los que cierran terrazas o ponen vallas altísimas. Y nuestra legislación no solo no avanza por el camino que cada vez transitan más países y territorios, ni tan siquiera permanece parada, sino que toma el sentido inverso. Y si de algo sirven los argumentos de autoridad, hay que recordar que Vargas Llosa, García Márquez, Barre-Sinoussi (codescubridora del VIH), Milton Friedman, Gary Becker y Jimmy Carter tienen en común, al menos, dos cosas: todos son premio Nobel y partidarios de la legalización controlada de las drogas.

Araceli Manjón-Cabeza Olmeda es profesora titular de Derecho Penal y directora de la cátedra Drogas Siglo XXI de la Universidad Complutense de Madrid.

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