Drogas que salvan vidas para todos

El brote mortal del virus del ébola en Liberia, Sierra Leona y Guinea que comenzó el año pasado puso el foco en un problema en la producción de drogas farmacéuticas. Una vez que quedó claro que la epidemia no se contendría rápidamente, varias empresas enseguida dispusieron llevar a cabo pruebas clínicas de potenciales tratamientos y vacunas, lo que indica que ya tenían la capacidad de producir candidatos plausibles.

El ébola no es una enfermedad nueva: se la identificó por primera vez en 1976. Sin embargo, antes de 2014 el brote más importante se había producido en Uganda, en 2000, cuando 425 personas se infectaron y 224 murieron. Si bien el ébola es conocido por ser contagioso y muchas veces fatal, se pensaba que sólo la población rural empobrecida de África estaba en riesgo. Para las firmas farmacéuticas, el desarrollo de una vacuna o tratamiento no era comercialmente atractivo, y por ende no garantizaba la inversión.

Todo eso cambió con el último brote. En septiembre de 2014, los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos predijeron que, en el peor de los casos, 1,4 millón de personas podrían infectarse en el lapso de cuatro meses. Los temores alimentados por los medios de que la enfermedad podría propagarse a los países ricos llevaron a que se tomaran precauciones extraordinarias. En Estados Unidos, el presidente Barack Obama le pidió al Congreso 6.200 millones de dólares, incluidos 2.400 millones para reducir el riesgo de que la enfermedad se establezca en Estados Unidos, y abrió 50 centros de tratamiento del ébola en el país.

El peor escenario no se materializó. En abril de 2015, la mejor estimación era que aproximadamente 25.000 personas han resultado infectadas, con aproximadamente 10.000 muertes. Fuera del África occidental, se han registrado menos de 30 casos, y sólo cinco muertes. De todos modos, los temores, y especialmente la perspectiva de un mercado nuevo y lucrativo, hicieron que las compañías farmacéuticas se pusieran a desarrollar productos relacionados con el ébola, mientras que las autoridades sanitarias se lamentaban de que no se hubiera hecho nada de antemano.

No estoy criticando a las compañías farmacéuticas por no producir una vacuna para el ébola cuando no había un mercado que la requiriera. No son entidades de beneficencia. Si queremos que fabriquen productos que ayuden a los pobres en los países en desarrollo, necesitamos encontrar maneras de darles -a ellas y a sus accionistas- un retorno por su inversión.

Mientras que las compañías farmacéuticas carecen de incentivos para ayudar a los pobres en los países en desarrollo, tienen fuertes incentivos para desarrollar productos para la gente en los países ricos. Una droga, Soliris, cuesta 440.000 dólares por paciente por año. Por el contrario, GiveWell estima que el costo de salvar una vida distribuyendo mosquiteros en regiones donde la malaria es un asesino importante es de 3.400 dólares. Considerando que la mayoría de las vidas salvadas son las de los niños, que inclusive en los países en desarrollo tienen una expectativa de vida de por lo menos 50 años, esto equivale a un costo de 68 dólares por año de vida salvada. ¿Deberíamos realmente valuar la vida de una persona en un país rico en más de 6.000 veces el valor de la vida de un niño pobre en un país en desarrollo?

Como la abrumadora mayoría de la investigación médica y farmacéutica está dirigida a productos que afectan a la gente en los países ricos, sólo se enfoca en una parte de la carga global de la enfermedad. Cierta investigación financiada por gobiernos y fundaciones se ocupa de enfermedades que afectan principalmente a la gente pobre, pero esos esfuerzos no son sistemáticos y no usan los incentivos que funcionan bien para impulsar la innovación farmacéutica en otras partes.

Un intento prometedor para corregir este desequilibrio es la propuesta de un Fondo de Impacto sobre la Salud que Thomas Pogge, director del Programa Justicia Global de Yale, y Aidan Hollis, un economista de la Universidad de Calgary, lanzaron hace siete años. Si el Fondo de Impacto sobre la Salud pudiera contar con el financiamiento apropiado, ofrecería incentivos para desarrollar productos en proporción a su impacto en la reducción de la carga global de la enfermedad.

No es una certeza que la existencia de un fondo de esta naturaleza antes del reciente brote de ébola hubiera derivado en el desarrollo de vacunas o tratamientos para la enfermedad. Pero las compañías farmacéuticas habrían estado considerando estos productos -así como otros tratamientos para salvar vidas o mejorar la salud en cualquier parte del mundo, sin importar la capacidad de la gente para pagar.

Pogge y Hollis ahora han refinado su propuesta al punto que está lista para un ensayo en el mundo real. Una compañía que desarrolla un producto ganaría un porcentaje del dinero de recompensa en base a su participación en las mejoras sanitarias que se lograron a través de todos los productos que compiten por los fondos disponibles. Lo que todavía se necesita, sin embargo, es suficiente dinero de recompensa -quizá 100 millones de dólares de gobiernos, ONGs, fundaciones y la industria farmacéutica- para estimular una inversión seria.

Un programa piloto de esas características beneficiaría a los pacientes pobres y probaría la capacidad de los científicos para medir el impacto sanitario de manera justa y precisa. También ofrecería las pruebas necesarias para acudir a los gobiernos, fundaciones e instituciones globales en busca de las sumas mucho más importantes que se necesitan para expandir el sistema actual de incentivos que guían las decisiones de las compañías farmacéuticas. Si el piloto resulta exitoso, habremos encontrado una manera de sustentar el desarrollo de drogas y vacunas que da igual peso a la protección de las vidas como a la mejora de la salud de todos los seres humanos, más allá de su nacionalidad o riqueza.

Peter Singer is Professor of Bioethics at Princeton University and Laureate Professor at the University of Melbourne. His books include Animal Liberation, Practical Ethics, One World, The Ethics of What We Eat (with Jim Mason), Rethinking Life and Death, The Point of View of the Universe, co-authored with Katarzyna de Lazari-Radek, and, most recently, The Most Good You Can Do. In 2013, he was named the world's third "most influential contemporary thinker" by the Gottlieb Duttweiler Institute.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *