Dominique Strauss-Kahn, DSK, pasaba tan solo hace veinte días, en Francia y más allá, por un socialista moderno, el que lograría por fin que la Izquierda francesa pasara del marxismo a la globalización. Por desgracia, bastaron diez minutos, el intervalo ínfimo entre su detención por parte de la Policía neoyorquina y el despegue de su avión rumbo a París, para revelar que DSK era un impostor, un falso moderno que se ha equivocado de época y de país. DSK creía que todavía vivía en unos tiempos en los que los grandes de este mundo podían actuar como depredadores sexuales y sin riesgo alguno: en el peor de los casos, la doncella guardaba silencio; en el mejor, agradecía el favor al Príncipe. Está claro que la revolución sexual y la igual dignidad de los sexos se le han escapado a DSK. Asimismo, también se le ha escapado la revolución de la información: en la era de la Red, ningún acto inapropiado de esta naturaleza puede evitar la transparencia. Unos minutos después de su detención, los blogs del mundo entero hervían con ese escándalo. Esta época ya no es la época en la que los poderosos podían comprar o reducir al silencio a algunos periodistas. Por tanto, DSK ha quedado históricamente «atrás»: tanto si su relación fue violenta como si fue tolerada por la doncella, no supone ninguna diferencia a este respecto. El resultado de su juicio determinará su destino personal, pero no cambiará en nada el fondo de este asunto ni su inadecuación política.
Y DSK ha elegido especialmente mal el lugar de su grave delito, imaginando quizá que se encontraba en un hotel parisino. Mala suerte, todavía era Nueva York: el silencio y la complicidad que habrían sido factibles en Francia, en Estados Unidos son inconcebibles. Es lo que los franceses no logran entender a juzgar por las reacciones de los analistas (sobre todo de izquierdas) y la opinión pública en general, según la miden los sondeos: sí, la incomprensión predomina.
La manera distinta en que franceses y estadounidenses enfocan la acusación de DSK pone de manifiesto hasta qué punto estas dos sociedades son verdadera y profundamente diferentes.
En Estados Unidos, especialmente en Nueva York, y más todavía cuando la presunta víctima es una mujer negra, los derechos de esta presunta víctima y su palabra prevalecen sobre la presunción de inocencia del culpable acusado. Esto asombra o choca a los franceses, pero no a los estadounidenses: a quien se escucha primero es a la posible víctima y es esta quien está, a priori, más legitimada. Los estadounidenses viven con el temor de ignorar a una víctima, lo cual es claramente la herencia de un largo pasado de brutalidad con los débiles, especialmente con los negros. En este sentido, Estados Unidos se encuentra en un permanente examen de recuperación: sin duda alguna, una mujer blanca en unas circunstancias comparables no habría suscitado la misma compasión ni la misma atención judicial. A ello se le suma una tradición periodística democrática por definición, que conduce a los medios de comunicación a tomar partido siempre y espontáneamente por los pequeños ( the little guy ) frente a los poderosos: en Francia, es más bien lo contrario. Los periodistas estadounidenses ejercen un verdadero contrapoder, mientras que los periodistas franceses tradicionalmente se perciben a sí mismos en el poder o como pertenecientes a la elite dirigente: las locuras de DSK (sexuales y financieras) conocidas desde hace tiempo por los periodistas franceses no se hacían públicas, señal tangible de que unos y otros pertenecían al mismo mundo, o a la misma Corte.
Y hay otra diferencia fundamental entre Francia y Estados Unidos, muy banal pero que nunca repetiremos lo suficiente debido a lo mal que se entiende y a lo poco asimilada que está: los estadounidenses son espontáneamente demócratas, mientras que los franceses conservan reflejos más bien aristocráticos. No se trata aquí de instituciones, sino de costumbres, de comportamientos sociales, como explicó tan bien y hace tanto tiempo Alexis de Tocqueville. Pero Tocqueville está en el currículo de los colegios estadounidenses, no en el currículo de la enseñanza francesa. Cuando en Francia citamos a Tocqueville sin haberlo leído necesariamente, incurrimos con frecuencia en un contrasentido con la palabra «democracia» al ignorar que Tocqueville nos habla de costumbres más que de mecanismos políticos.
Por tanto, porque Estados Unidos es profundamente democrático o se afana en serlo, la Policía y la Justicia estadounidenses se preocupan por tratar equitativamente, a veces con la misma brutalidad, a los grandes y a los humildes de este mundo: DSK ha sido tratado sin duda con una severidad singular porque es un aristócrata de hecho, por el dinero y el poder. Demostrar hacia él alguna consideración especial habría sido inconcebible en una sociedad estadounidense que alardea de su igualitarismo y que lo reivindica incesantemente. Es evidente que en Francia prevalece lo contrario: los aristócratas de hecho, bien porque son muy honrados o bien porque están por encima de las leyes, rara vez acaban en prisión preventiva. En Estados Unidos, la fortuna y la influencia confieren más obligaciones sociales que derechos: a DSK se le castiga tanto por abuso de poder como por el grave delito que quizá haya cometido.
¿Son más bruscas la Policía y la Justicia en Estados Unidos que en Francia? Que yo sepa, no existe un índice de brutalidad policial pero, para los mismos delitos graves, las sanciones judiciales son más duras en Estados Unidos. Paradójicamente, esta severidad se debe al carácter multicultural de la sociedad estadounidense. En Estados Unidos, los legisladores y los magistrados estiman que una sociedad que proviene de unas culturas muy diversas solo puede sobrevivir con una cierta armonía si las reglas del juego —la ley— se aplican severamente: cuanto más diversos son los Estados, más importante es la inmigración (Nueva York es especialmente multiétnica) y más represivas son la Policía y la Justicia. Esta severidad —que se conoce también por la expresión de «tolerancia cero», para la que Nueva York fue el primer laboratorio en los años ochenta— es un requisito esencial para el orden.
Por lo tanto, DSK ha «caído» en un mundo que le resulta totalmente extraño, incomprensivo e incomprensible para un aristócrata francés como él. Los que en Francia —con frecuencia intelectuales notorios— le aportan su respaldo, con o sin razón, por lo general no entienden cómo funciona esta sociedad estadounidense: DSK no es una víctima destacada de una represión fuera de lo común, sino la representación elocuente de la civilización radicalmente distinta de Francia.
Guy Sorman