Tras el anticlímax provocado por la renuncia momentánea de Kim Jong-un a realizar la sexta prueba nuclear norcoreana, quienes disfrutan de los duelos deben haber quedado desencantados. Todo parecía a punto para una escenificación bélica, como mínimo, regional.
Por una parte, Pyongyang incrementaba notablemente la actividad en el complejo de Punggye-ri como si quisiera celebrar a lo grande el Día del Sol, en conmemoración del 105º aniversario del nacimiento del fundador del régimen. Parecía culminar así un acelerado proceso armamentista que incluye un creciente (pero incompleto) desarrollo misilístico, con el Musudan y el Pukguksong-2, de alcance intermedio y combustible sólido, como puntas de lanza de un arsenal al que tan solo le falta contar con un ICBM fiable. Por otra, Washington —tras los mensajes indirectos del ataque a la base siria de Shayrat, el lanzamiento de la MOAB en Afganistán y el inicio de la visita de Mike Pence a la zona— decidía añadir el grupo de combate liderado por el portaviones USS Carl Vinson a los dos destructores equipados con misiles Tomahawk ya desplegados en la zona y a los bombarderos pesados destacados en Guam. Simultáneamente, Japón se sumaba al desafío —aprobando por quinto año consecutivo un incremento del presupuesto de defensa (1,5%) y comunicando que aportaría buques al esfuerzo naval estadounidense— y Seúl, consciente de que el aventurerismo de Trump puede suponerle un coste insoportable, se apresuraba a aceptar el despliegue en su suelo del sistema de defensa aérea de alta altitud terminal (THAAD). Por último, China, cada vez más incómoda con un protegido al que ya no logra controlar, se limitaba a demandar un mayor esfuerzo diplomático. Sin embargo, recordando al soneto cervantino, tanta parafernalia prebélica parece haberse quedado en un simple “fuese, y no hubo nada”.
Recordemos que si se ha llegado hasta aquí es porque ni la diplomacia ni las sanciones han disuadido a Pyongyang de perseguir algo que ya ha dejado de ser una simple baza de negociación (para conseguir respetabilidad internacional, alimentos o petróleo), para convertirse en un pilar fundamental de la supervivencia del régimen. EE UU tiene sobrada capacidad militar tanto para desmantelar el entramado nuclear norcoreano como para defenestrar a la camarilla gobernante. Pero, volviendo a la imprevisibilidad que tan bien sabe manejar su joven mandatario, es la incógnita sobre el tipo de respuesta que adoptaría Pyongyang ante esa tesitura lo que genera tantas dudas a Trump. Es obvio que la “paciencia estratégica” que desarrolló Obama no frenó el peligro, pero hoy la situación es prácticamente la misma. En el terreno militar es bien sabido que buena parte del territorio surcoreano, incluyendo su capital y los alrededor de 30.000 efectivos estadounidenses allí despegados, está bajo el alcance de la artillería convencional norcoreana, sin defensa efectiva posible a una avalancha de proyectiles que ningún escudo puede detener. Igualmente, tanto Japón como los destacamentos estadounidenses ubicados en el Pacífico pueden ser batidos desde emplazamientos norcoreanos.
En paralelo, son muchas las dudas sobre la actitud china ante un estallido de las hostilidades. El objetivo primordial de Pekín es el mantenimiento del statu quo en la península coreana, entendiendo que siempre preferirá un paria sólidamente asentado, como Jong-un, a una Corea reunificada bajo dominio estadounidense. Pekín, al tiempo que rechaza el THAAD surcoreano y plantea la eliminación de los ejercicios militares entre Washington y Seúl como mecanismo para frenar al menos el afán proliferador de Pyongyang, parece apostar aún por apurar sus opciones como primer cliente de la débil economía norcoreana. Así, a la suspensión en febrero de las compras de carbón acaba de sumar el bloqueo de las ventas de petróleo y los vuelos de Air China a Pyongyang; además de mostrarse dispuesta a aceptar que el Consejo de Seguridad apruebe nuevas sanciones. Pero también empieza a plantearse si no le convendría la caída de un régimen tan políticamente costoso, no tanto actuando directamente como aceptando que Washington abandere ese reto.
Visto así, el actual despliegue estadounidense hay que entenderlo como un mensaje a Pekín. O China se implica seriamente —y EE UU olvida las acusaciones de manipulador monetario, el despliegue del THAAD y la reunificación coreana— o la confrontación será pronto inevitable. Veremos.
Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).