‘Dumping fiscal’ y concierto económico

Isabel Díaz Ayuso se ha convertido en el enemigo público número uno de la izquierda, tanto por su forma desacomplejada de expresarse como por las políticas que aplica allí donde gobierna, esto es, en la Comunidad de Madrid. De entre las que ha venido desarrollando, ha sido especialmente criticada su decisión (coherente, por otro lado, con la ideología que profesa) de reducir o suprimir todos los impuestos que son de su competencia (especialmente a través de deducciones y bonificaciones en determinados impuestos, aunque no solo). Y es que, según la ideología liberal, cuantos menos impuestos deban pagar los ciudadanos, más dinero queda en sus bolsillos, por lo que tendrán más capacidad de gasto y de inversión, lo cual animará a la economía y a la generación posterior de nuevos ingresos vía incrementos de la recaudación; y cuantos menos impuestos deban abonar las empresas, más empresas se instalaran allí y más remanente tendrán para invertir, contratar, crecer y desarrollarse, lo cual tendrá como consecuencia última una mayor recaudación del Gobierno de turno. Con más dinero, éste podrá destinar más recursos a sus políticas públicas o, en su caso, ahorrar más y endeudarse menos.

Por su parte, la izquierda niega que tal cosa se produzca. Al contrario, considera que si los impuestos bajan, hay menos recaudación y, por lo tanto, el Gobierno dispone de menos recursos para desplegar sus políticas públicas y, por tanto, se destinará menos dinero a educación, sanidad, prestaciones sociales o inversiones productivas. Y llegarán los recortes sociales. Por todo ello, la izquierda defiende el incremento de los impuestos (directos, particularmente) y, con ello, el fortalecimiento de los servicios públicos esenciales.

A Ayuso se le acusa de dumping fiscal, es decir, de competir deslealmente con el resto de comunidades autónomas, dado que, si más empresas llegan a Madrid como consecuencia de que en la capital pagan menos impuestos, es que dejarán de pagar impuestos en otros lugares y en otras partes de España. Si el resto de regiones hicieran lo mismo, se produciría una competencia a la baja, lo cual repercutiría negativamente en la recaudación total y, por tanto, en los servicios que reciben los ciudadanos.

Y quiso el lehendakari vasco sumarse a la crítica de otros mandatarios autonómicos y dirigentes socialistas o de Podemos y acusar a la presidenta de la Comunidad de Madrid de dumping fiscal; Iñigo Urkullu, precisamente la persona menos indicada para acusar de semejante cosa o competencia desleal a nadie. ¿Y por qué? Porque el País Vasco (realmente, sus tres diputaciones forales), como la Comunidad Foral de Navarra, dispone de un sistema fiscal propio, distinto e independiente de las demás comunidades autónomas. Es decir, está fuera del régimen común y disfruta de un trato privilegiado. Y es un privilegio porque solo lo disfruta el País Vasco (además de Navarra) y porque extenderlo a los demás (como algunos ingenuos han planteado) es inviable e insostenible (puesto que para que haya privilegios, debe haber paganos que los sustenten, y los privilegios para todos es una contradicción en los términos y un imposible).

Y en virtud de este instrumento (el concierto económico), recauda sus propios impuestos y, a cambio, abona al Estado el denominado cupo por los servicios que el Estado presta en la comunidad. Si el cupo estuviera bien calculado, podría decirse que, a pesar de que el País Vasco goza de un instrumento del que no disponen las demás comunidades (lo cual ya es un privilegio en sí mismo), el resultado es el mismo, dado que aporta a la solidaridad interterritorial lo que efectivamente le corresponde. Sin embargo, no ocurre tal cosa, dado que la cuantía que Euskadi abona al Estado (el cupo) no se calcula técnicamente sino políticamente. Es decir, el Gobierno de España y las haciendas forales vascas negocian y acuerdan en ley quinquenal y en reunión bilateral la cuantía que se abonará, cuantía que ha sido siempre menor de la que correspondía, como consecuencia de las necesidades políticas del Gobierno de España (y de otras cuestiones técnicas). Por esto, Euskadi no solo no aporta a la solidaridad del conjunto de la ciudadanía sino que, es más, si atendemos a las balanzas fiscales y a la financiación per cápita de cada una de las comunidades, observamos que la financiación por habitante en las comunidades forales es superior en un 60% a la media de las comunidades del régimen común, por lo que podemos concluir que los ciudadanos de una de las regiones más ricas de España están siendo financiados por los ciudadanos de las comunidades con menos recursos. Es decir, los residentes en el País Vasco no aportamos a la solidaridad del conjunto del país. No es que no paguemos impuestos o que estos sean necesariamente más bajos sino que los impuestos que abonamos aquí… se quedan aquí.

Lo cual, ciertamente, es una tremenda injusticia que debería ser denunciada por los partidos supuestamente nacionales y, especialmente, por los denominados partidos de izquierda, defensores, históricamente, de la redistribución, la igualdad, la justicia social y la supresión de todo privilegio. En España, sin embargo, tal cosa no se produce, y la izquierda oficial y parlamentaria defiende, con la derecha, el mantenimiento del sacrosanto régimen foral y los privilegios que tal régimen sustenta.

Por tanto, Ayuso hace uso de sus facultades competenciales y, en base a ellas y sin trampas ni privilegios de ningún tipo (salvo las hipotéticas ventajas de ser Madrid la capital de España, en caso de que las hubiera), decide bajar o eliminar todos los impuestos que puede. Mientras tanto, Urkullu (en fin, las tres diputaciones forales) utiliza un instrumento del que no dispone nadie más y gracias al cual los ciudadanos vascos no aportamos a la solidaridad del resto. Desde un punto de vista de izquierdas, la política de Ayuso es criticable, por las razones expuestas arriba, y es lógico que los partidos de ese espacio ideológico lo hagan. Y, en mi opinión, con razón. Sin embargo, Ayuso no dispone de un instrumento del que otros carezcan sino que lo utiliza de un modo diferente, en base a sus ideas y a su ideología. Por lo que, para evitar que esto siga ocurriendo, la izquierda tiene dos opciones: alcanzar el poder en Madrid y cambiar sus políticas, o impulsar una reforma constitucional en el Congreso de los Diputados, como apunto más abajo.

Urkullu, sin embargo, se beneficia de un privilegio basado en unos supuestos derechos históricos y la sacrosanta foralidad (concierto económico), al que acompaña el cálculo incorrecto y tramposo del cupo, con el acuerdo de todos los que lo negocian. Ayuso hace algo que podrían hacer el resto de comunidades autónomas y que la izquierda critica… mientras que Urkullu se beneficia de algo de lo que nadie más puede disfrutar, con la connivencia de la izquierda y de la derecha.

Para corregir este despropósito y esta enorme injusticia, hay quien plantea no sin sentido que la fiscalidad sea competencia del Gobierno de España, y que sea éste quien decida la política fiscal de todos los ciudadanos. De este modo, esta solo cambiaría cuando cambiara el Gobierno central. Otra opción sería que el Ejecutivo de España fuera quien decidiera la política fiscal pero que las comunidades autónomas tuvieran un cierto margen de autonomía para incrementar los impuestos y, a partir de ahí, incrementar la recaudación y financiar así determinadas políticas concretas o cuestiones accesorias que ellas considerasen. Ni en un sistema ni en otro habría diferencias de derechos y, por tanto, tampoco privilegios de unos pocos a costa del resto. Y los ciudadanos disfrutaríamos de los mismos servicios públicos esenciales, independientemente de nuestro lugar de residencia. Esto, efectivamente, requeriría una reforma constitucional para suprimir el régimen foral y los derechos históricos y defender la igualdad en España. Desgraciadamente, (casi) nadie quiere hacerlo.

Gorka Maneiro, ex diputado en el Parlamento Vasco, es analista político.

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