Duración

Cuando era una niña estuve dos meses internada en un hospital de mi ciudad. Los primeros días los pasé inconsciente. Pero cuando desperté de la alta fiebre, cuando pude incorporarme por primera vez en la cama, comencé a preguntar, cada mañana, cada atardecer y cada noche, cuándo podría volver a mi casa. Con el techo de la sala de hospital como único paisaje, el tiempo no transcurría. Nadie se aventuraba a decirme que los médicos no sabían cuándo iba a dejar de mirar ese techo blanco, iluminado desde atrás de mi cama por una ventana a la cual yo no podía acceder, pero cuya luz me despertaba deseos imposibles de cumplir. La luz atizaba el recuerdo de todo lo que había perdido desde que un camión me dejó tirada en la calle, con mi lindo vestido celeste sucio de sangre.

Me trajeron libros y juegos, que se apilaban sobre la mesa de luz. Lectora adicta desde la infancia, los libros no me interesaron porque intuía que nadie iba a interrumpir la lectura. En la vida exterior, la que había transcurrido en el tiempo, leía con la avidez de un gato hambriento frente a un pájaro, porque pensaba que alguien iba a entrar en mi cuarto y exigirme que me levantara o que apagara la lámpara, o que me dedicara a otra cosa porque leyendo todo el día me iba a quedar ciega.

Cuando leía con el tiempo medido por los demás, la lectura era una carrera donde se jugaban los minutos y las horas. Pero tirada en la cama del hospital, sin perspectiva cierta de cuándo me iría de allí, podía leer lo que se me diera la gana. Y, naturalmente, me aburría de leer.

Sin límite, lo que aparece es el tedio, que es precisamente no la imposición de plazos, sino la inexistencia de cualquier medida de tiempo. Lo aprendí de muy chica y no saqué por supuesto ninguna conclusión. Medio siglo después, me doy cuenta de que sucede lo mismo con el tiempo ilimitado que nos dio la cuarentena, las 24 horas que amenazan ser iguales a las 24 anteriores y a las 24 que seguirán.

Broch dijo, hace un montón de años, que la poesía es la impaciencia del conocimiento. Frase citable como pocas, hoy me deja pensando, cuando las cuarentenas provocadas como muro a la pandemia han emigrado de Europa a América Latina. Si Broch tenía razón, florecerán los poetas. No apresurarse, porque las frases más bellas no siempre son predicciones exactas. Encerrados en nuestras casas, esperamos el tiempo futuro con la impaciencia de conocerlo. No por eso, desgraciadamente, nos convertimos en poetas. Más bien nos convertimos en animales con hambre, que, a cada hora que pasa, sienten que no podrán esperar más antes de morder un pedazo de carne fresca.

Somos tiempo. Y el tiempo nos fue robado por un infinito. Se dirá que exagero. Sin embargo, estoy convencida de que cualquier ausencia de límites es la verdadera imagen del infinito. Aprendemos que mucho tiempo no significa nada si no se confronta con una medida que precise su duración. Ya lo dijo Bergson: el tiempo es duración en nuestra conciencia.

Lo que hoy no estamos en condiciones de suponer es la hipotética medida de esa duración. La experiencia europea, que pasó por la pandemia meses antes que nosotros, podría convencernos de que esa duración tiene una medida. Sin embargo, el tiempo transcurre solo cuando lo experimentamos, no cuando lo comparamos con la experiencia de otros. Por eso, una duración gobernada por circunstancias que no están al alcance humano es potencialmente infinita, aunque todo demuestre que en otros lugares esa duración encontró su medida.

Vamos descubriendo cosas muy elementales que no sabíamos. Tener todo el tiempo por delante es como no tener nada. Nuestra experiencia del tiempo siempre fue acotada por una idea de final. Sin ese mojón, estamos frente a una forma del infinito. Habituados a medir el tiempo por las jornadas de trabajo o de esparcimiento, tener todo el tiempo a nuestra disposición es una especie de tortura psicológica, no ese don que antes nos parecía inalcanzable. Estamos clavados en el infinito.

Por fortuna, los españoles han vuelto a tener esos límites temporales, que la pandemia les había robado. Es curioso. Nunca pensamos que envidiaríamos los límites. Muy por el contrario, nos habituamos a pensar que lo envidiable es el infinito. La pandemia nos ha hundido en la impaciencia de no tener límites por delante. Sin un límite de tiempo que indique el futuro, es casi imposible vivir el presente. Y nos refugiamos, con nostalgia, en la dichosa época anterior a la peste, donde se peleaba contra los límites que nos imponía el tiempo.

Vuelvo a la niña que fui, adormilada por los calmantes, en una camita de hospital. Solo cuando un médico me dijo que, al mes siguiente, podría levantarme e intentar los primeros pasos, el tiempo volvió a ser el que yo conocía, con fechas, días laborables y de descanso, transcurso de algo que fue ayer a algo que será mañana. Y no me importó que todavía faltaran semanas para que pudiera intentar esos primeros pasos, porque tenía una fecha a la cual aferrarme. Ya no me ahogaba en la impaciencia del conocimiento.

Beatriz Sarlo

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